Omar Mateen, el asesino del club Pulse, era un muchacho normal que jugaba fútbol, montaba patineta, pertenecía al equipo de lucha libre y se inyectaba esteroides –y que cada Ramadán, como cualquiera de sus compañeros afganos de la secundaria, iba a rezar a la mezquita de Fort Pierce. Así lo ha descrito, en una entrevista con la cadena CBSN, Sean Chagani, estudiante de Medicina y amigo de la familia.
Si Omar peregrinó a la Meca, esto no constituye una prueba de su radicalización. El Hajj es el equivalente de la ceremonia de bautismo para los cristianos, “una suerte de renacimiento espiritual” (sic). Nadie regresa tan cambiado de Arabia, no tanto como para comprar un rifle automático e irse a cazar gays a una discoteca, afirma Chagani.
Tampoco los juicios expresados por Seddique, el padre de Omar, en un oscuro canal de televisión por cable, revelan otra cosa que la opinión corriente de un caballero mahometano sobre las mujeres y los homosexuales: “El castigo pertenece a Dios y no a los esclavos de Alá”. Es decir: sus comentarios fluctuaban entre lo escandaloso y lo inconveniente, pero sin caer nunca en lo criminal.
¿Y qué emigrante no ataca al país que lo acoge? ¿Qué recién llegado no ha sentido antipatía por América? Si el pobre Seddique es antiamericano, ¿qué dejamos para Saul Alinsky, Noam Chomsky y Walter Mignolo? La relación de los Mateen con su patria adoptiva es la típica relación ambivalente de amor-odio.
En fin, que los Mateen eran una familia afgano-americana convencional, misógina y jingoísta, pero dentro de los límites. Como buenos musulmanes, les costó trabajo adaptarse a las condiciones de vida de una democracia, contraían matrimonios que terminaban fatalmente en la violencia doméstica, y mostraban una explicable curiosidad por las conquistas del Estado Islámico, aunque sin dejarse seducir.
Si en los últimos años hemos presenciado masacres en el metro de Bruselas, en las oficinas del semanario Charlie Hebdo, en un policlínico de San Bernardino o en la pista del maratón de Boston, es porque el terrorismo, admitámoslo o no, es la nueva normalidad. Los liberales achacan la violencia a la proliferación de las armas de fuego, pero en Jerusalén ha habido ataques con cuchillos de cocina, y en Massachusetts, con una inofensiva olla de presión. Los toros alados del imperio asirio, en el Museo de Historia de Mosul, cayeron bajo el cincel de los mulás, mientras que los budas de Bamiyán fueron borrados del mapa con un simple taladro eléctrico.
Lo único radical en el caso Mateen es, justamente, su radical normalidad –lo que Hanna Arendt llamó la “banalidad del mal”– y es un hecho que esa normalidad ha destapado las interioridades de una nueva variante de la familia norteamericana. Entiéndase que Omar no es un extranjero, y que tampoco es un recluta de alguna entidad foránea: actuó por cuenta propia, en concordancia con los principios de su clan y los tópicos de la cultura de masas.
Por mucho que nos moleste su oportunismo, en esta instancia hay que darle la razón al presidente Barack Obama. No puede hablarse aquí propiamente de terror, sino de un día en la vida de la familia Mateen, que es otra versión de Modern Family: si la revista Rolling Stone puso en portada a Dzhojar Tsarnáev, no es imposible que los creadores del popular programa incluyan en la próxima temporada a un personaje del tipo Omar.
El hecho de que Mateen sea el prototípico joven norteamericano, un monstruo salido de la idílica comarca de Port St. Lucie (¡y que Port St. Lucie y la Meca estén espiritualmente conectadas!) y que el ataque ocurriera en Orlando (“el lugar más feliz de la Tierra”), cambia para siempre nuestra relación turística, ecológica y simbólica con la geografía americana.
Afortunadamente, en menos de 48 horas apareció en YouTube la caja negra de la masacre de Orlando. Como corresponde a estos tiempos de desenfrenado documentalismo, se trata de un reportaje sobre el derrame de petróleo de la compañía BP Oil en el Golfo de México, The Big Fix (2012), de los realizadores Josh y Rebecca Tickell. En una breve secuencia, el personaje de Omar Mateen corrobora, cándidamente, la absoluta banalidad de sus creencias.
Mientras que su amigo Sean Chagani ingresaba en la prestigiosa escuela de Medicina, Omar Mateen se convertía en un simple custodio. Así entra en contacto con las armas de fuego; es decir: de la manera más natural posible. Tiene licencia, insignia y uniforme. Los documentalistas lo encuentran a las puertas de BP, pero aún no saben que han descubierto un tesoro más grande que un pozo de petróleo, no saben que han dado con una clave. (Que el pozo de petróleo donde ocurrió el desastre se llamara el Prospecto Macondo añade a la trama una nota de mignoliano tercermundismo).
El rodaje ocurre en el interior de un automóvil donde está instalada la cámara. Afuera está Omar, que al principio se conduce de manera reservada y profesional. Podría haberse callado, privandonos de ese close-up, pero la entrevistadora lo pincha, le pregunta qué es lo que sucede y si puede hablar con alguien. Entonces Mateen abre la boca y deviene personaje:
“No, aquí no hay supervisores. Hay gente corriendo de un lado para otro. ¡Pero a nadie le importa un carajo! Todos quieren sacarle dinero a esto. Están locos porque siga derramándose más petróleo, y que la gente se queje, para poder mantener sus puestos, porque cuando comiencen los despidos, la cosa va a ponerse muy fea para ellos. ¡Quieren más desastre, que haya más desastre! Porque esa es la manera de hacer más dinero”.
La mujer lo apunta con el micrófono y le dispara desde el interior del automóvil: “Es siempre el dinero, ¿cierto?”; el custodio asiente: “¡Exacto! ¡El dinero, es siempre el dinero!”. Así el terrorismo y el nuevo documentalismo quedan formalmente amancebados.
¿Dónde habíamos oído antes una queja parecida? ¿Tal vez en los discursos del candidato Bernie Sanders? ¿Acaso en las consignas de sus seguidores? ¿En las películas de Michael Moore? Si Mateen no fue a la universidad, entonces –como Mahoma– la universidad vino a él: en la Florida remota es mucho más fácil entrar en contacto con los tópicos del liberalismo que con las enseñanzas del Corán.
La ideología del desencanto y la revolución está plantada firmemente en el seno de cada hogar norteamericano y suplanta cualquier teología, cualquier lealtad y cualquier otra praxis. Es por eso que nadie se extraña de que la generación del Milenio se sume en masa a las filas de un anciano anticapitalista que promete vengarla de los desmanes de Wall Street.
También Donald Trump está equivocado. No es entre los emigrantes del Medio Oriente donde hay que buscar la raíz del problema del terrorismo, sino en casa, en lo profundo de la normalidad norteamericana. Como pasa con cualquier otro tema, los terroristas odian, pero también aman e imitan la locura de América. Las diferencias entre un inconforme floridano y uno afgano son cada vez más tenues.
Si a partir de ahora, Port St. Lucie y la Meca quedan hermanadas, es porque en la mente de los Mateen de este mundo se trocaron el “¡Desastre, siempre más desastre!” y el “¡Allahu Akbar!”