Elena Ruz con vaselina

 

Cuba

Hace muchos años existía en Coral Way una hermosa cafetería donde los camareros llevaban lacito y delantal blanco. Hombres serios de guantes y bonetes despachaban emparedados hechos a la orden con auténtico jamón serrano, lechón criollo, queso holandés y pan horneado en la misma panadería del establecimiento.

Los clientes hacían cola detrás de cada asiento. El que quisiera almorzar allí debía armarse de paciencia: larguísimas filas confirmaban la calidad de la comida; el Elena Ruz, especialmente, (pechuga de pavo, queso crema y compota de fresa), merecía cualquier sacrificio.

El nombre de ese antiguo establecimiento era el Latin American –no confundir con las malas imitaciones posteriores–, y quien nunca llegó a sentarse en una de sus discutidas banquetas tampoco sabrá a qué sabía un sándwich cubano.

Con lo anterior quiero decir que Miami ha cambiado y que en algunos aspectos no es ni la sombra de lo que fuera. Sin embargo, aquel otro Miami más elegante y auténtico vivía en estado de guerra permanente, una batalla que era la prolongación de la lucha revolucionaria. En los años 70, y hasta mediados de los 80, la Revolución Cubana aún podía considerarse un conflicto caliente. Los pistoleros que habían participado en la insurrección, emigraron a Miami y allí continuaron la guerra santa por otros medios.

Podría dar muchos nombres: baste mencionar a Posada Carriles, Tony Cuesta, Nazario Sargén y Orlando Bosch, retaguardia del Movimiento 26 de Julio en el exilio. Ni siquiera una escritora tan astuta como Joan Didion advirtió, en su magnífico libro (Miami, Simon and Schuster, 1987), esta prolongación patológica, la metástasis del castrismo.

Didion vio a unos forasteros armados hasta los dientes, complotando día y noche, unos forajidos sin relación alguna con el sistema político norteamericano. Para ella, el balneario donde Elvis Presley estrenó su Corvette rojo se había desprendido de la plataforma continental. Miami era una isla a la deriva, no una localidad sureña en tierra firme. Pero la realidad resultaba ser mucho más sórdida y cinematográfica: los terroristas no eran agentes libres, sino zombis de Castro, unos muertos vivos que continuaban marchando ciegamente hacia la victoria siempre.

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Emilio Milián

Ese Miami cruel, victorioso y enloquecido ya no existe. Emilio Milián, locutor de la WQBA en los años 70, perdió las piernas en la explosión de un carro bomba, solo porque osó discrepar de la línea dura del exilio. Pero hoy puede verse a Reinaldo Taladrid, presentador estrella de la Mesa Redonda, tomando café en el Versailles, acompañado de la feliz retaguardia procastrista. ¡El honesto Milián debe estar revolviéndose en su tumba!

Nos embarga la sensación de que todo fue inútil, que nada fue real, que La Habana y Miami afloran juntas de una prolongada pesadilla. Tal vez vivimos todo el tiempo en la cabeza de Fidel Castro. . . pero solo los miamenses se resisten a despertar.

Miami soñó con la entrada de la Quinta División de Infantería en La Habana –y no niego que hubiese sido un espectáculo sublime–, pero, de todos modos, el Exilio (con mayúscula) triunfó. Su perseverancia ejemplar, sus miles de muertos, sus heroísmo, su tan cacareado martirologio, su instinto patriótico, su doppelganger nacional, consiguió penetrar a la larga el castrismo. El Exilio entró con vaselina, no con tanques de guerra, en lo profundo de la dictadura.

Miami se va resignando a su victoria, aunque sin llegar a entenderla. No esperaba que el triunfo significara ver a los hijos de los tenientes coroneles estudiando en FIU, pero así es. El arquitecto Rafael Fornés ha dicho que el crucero Adonia, de la empresa Carnival, es la primera intervención arquitectónica yanqui en Cuba. Ocupa dos cuadras de muelle con su perfecta organización social, económica y artística. Pero los miamenses todavía dudan que un transatlántico sea más poderoso que un portaaviones.

En estas nuevas condiciones favorables reaparece Eduardo Arocena y sus Omega 7 (no confundirlo con el autor del Se me perdió el bastón). El arma predilecta de Arocena no era la vaselina sino el trinitrato de glicerina. Ahora que el espía Antonio Guerrero expone en las galerías de Wynwood, ha llegado el momento de reconsiderar a Arocena, de reevaluar su importancia y su lugar en la nueva sociedad. Como el de las acuarelas de Tony Guerrero, el valor de cambio de Arocena y Omega 7 ha subido espectacularmente. Después de mantenerlo tres décadas en la oscuridad de un calabozo ahora puede canjeárselo, tal vez por la sobrevalorada villana Ana Belén Montes.

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Eduardo Arocena

Sobrevalorados terroristas, sobrevalorados almendrones, sobrevaloradas ruinas de La Habana: el valor vuelve a ser el protagonista. Mientras que el precio del castrismo ha caído, el rubro Miami se ha estabilizado. Ahora solo queda apostar por el futuro, aún cuando ese futuro esté en el pasado y requiera el regreso, quizás no a “una hermosa plaza liberada”, sino a uno de los sobrevalorados paladares, las fondas mediocres que cobran en dólares y piratean cubiertos, moblaje y clientes de Miami.

Así las cosas, no está nada mal que Cuba aspire a ser lo que fue Miami: un lugar cruel y enloquecido que no supo qué hacer con sus militantes, sus veteranos y sus victorias. Porque el modesto regreso del Elena Ruz al menú de La Guarida será, sin dudas, el evento que marque el triunfo del Exilio.

 

 

 

 

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