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NDDV y Nazario Sargén, 1999

NDDV saluda a Nazario Sargén frente a la casita de Elián, año 2000

‘Para matar a Robin Hood’, o la parábola perfecta. I. Teodoro dirticity.blogspot.com marzo 3, 2018

En su naturaleza histórica, la revolución cubana es un hecho más estético que político; la incomprensión de esa extrañeza sería el secreto de su persistencia, como la enigmática esfinge en espera de Edipo, que será culpable. Como fenómeno estético entonces, la revolución cubana tiene una prole inmensa; que se extiende además por la bastardía de los que la rechazaron en algún momento de sus vidas, pero no pueden renunciar a su sangre.

Ese es el caso de Néstor Díaz de Villegas (NDDV), que no es único, pero sí emblemático en su excelencia; un escritor tan pródigo como performático, haciendo de su existencia el estilo que marca su escritura. De ahí ese valor emblemático suyo, como una estrella que esplende su patetismo contra la noche; porque se trata del tiempo interminable –como el último suspiro de Roldán– en que transita el arte hacia la nada.

Para matar a Robin Hoodes un libro, en el que NDDV compendia sus críticas de cine; desde el inicio aclara los dos nortes entre los que se mueve, diciendo que el suyo es René Jordán y no Cabrera Infante. En realidad, y hasta por su misma existencia performática o estilo, NDDV sigue la estela de Caín y no la de Jordán; aunque sólo fuera porque Jordán no fue performático –casi que ni escritor–, sino de una sobriedad racional y metódica, lejana a ese snobismo existencial que es el estilo.

En esa contradicción radicaría el atractivo indiscutible de Villegas, no en su crítica de cine; si de hecho, como en Cabrera Infante, la crítica en él es apenas una justificación para su performance, que es así la de una apropiación. Eso sí, qué arabescos y agudezas, qué derroche de elegancia y elitismo, cuánta cultura sintetizada; después de todo, lo suyo es el estilo, que lo es todo en literatura, incluso si se trata de crítica de cine.

Asombrosamente, en consecuencia con este precepto, Para matar a Robin Hoodes un hecho estético absoluto; que exhibe su bastardía revolucionaria –y con razón– como su mejor atributo. También después de todo, una revolución no es sino una reacción puritana y revivalista, alzada contra la corrupción de las convenciones; que establece consigo su propia convencionalidad, y se dirige presurosa a su también propia corrupción.

De ahí que el estado de iluminación sea esa contradicción permanente de la bastardía; sobre todo si esta naturaleza estética se fija con la elipsis perfecta del título, empujando a un segundo lugar el valor crítico de las críticas. Por sobre todo, NDDV pertenece a una generación de epígonos; cuya única originalidad posible reside en la retorcedura freudiana de amar a la madre matando al padre, que es Robin Hood –y también Guillermo Tell.

No es desdoro, aunque sí más litúrgico que ritual en el estilismo, pero también en definitiva, todo el mundo recuerda la majestad de las misas barrocas, no la modestia de las primeras conmemoraciones. Es bueno así que alguien nos recuerde cómo se era Caín, en medio de tanta pobreza; que es quizás la parábola verdadera y perfecta, con la que a pesar del tiempo se logra matar a Robin Hood.

 

‘Para matar a Robin Hood’, Gilberto Padilla Cárdenas, Hypermedia Magazine, abril 4, 2017

Quisiera partir de una confesión: creo que ciertos libros de ensayo en el fondo encubren novelas. No es broma. Cualquiera que haya leído alguna página de How to read and why sabe de lo que hablo. Me gustan esos momentos donde la máscara del crítico cede y se vuelve otra cosa: la de un escritor de ficciones, la de un sujeto perdido en el laberinto de la autobiografía. Como el Harold Bloom que escribe cosas del tipo: “Temeríapor el porvenir de la democracia si la gente dejara de leer”, o también: “Descifrar textos en una pequeña pantalla no es leer”.

Por lo mismo, adoré Para matar a Robin Hood (Hypermedia, 2017), el libro donde Néstor Díaz de Villegas reúne sus “escritos de cine” y, de paso, aprovecha para vengarse de lo que aburre.

Lo he dicho en otras ocasiones: el ensayo cubano —cuando no se escribe con los pantalones abajo— le gana por paliza a la ficción.

El libro cuesta 18 dólares y algo en Amazon, lo mismo que gasta un exiliado cubano promedio en chicle.

Así, Para matar a Robin Hood confirma algo que el mismo NDDV ya había confesado antes: aquel deseo suyo de trasladar todo a la estructura del blog. El ejército de un solo hombre. Porque Néstor no escribe: bloguea.

Para mi generación, que en algún momento vio cómo la letra impresa se convirtió en una banda sonora estatal, aquel detalle no es menor. ¿Es este el futuro de los pensadores cubanos? Puede ser. Me parece divertido que así sea. Un intelecto descentrado, poblado de excentricidades, donde es posible ver un método de ensayo y error que va avanzando y borrándose a diario, que no aspira a la trascendencia del papel y al que no le sirve otro canon que no sean sus propias obsesiones y manías.

Pero me desvío: lo que importa es que NDDV es uno de los mejores bloggersliterarios de América Latina. Uno de los más inflamatorios. Están en sus textos la lucidez y la polémica (NDDV llama la discusión del mismo modo que los campesinos atraen el rayo.), pero también la urgencia. Lo anterior significa que a Néstor no solo lo leemos, sino que lo seguimos del mismo modo en que uno descarga los últimos capítulos de sus series de televisión favoritas.

Es un ejercicio límite. Porque en https://nddv.blog, Néstor hace que la crítica parezca confesión, la autobiografía ficción y los apuntes, clases de literatura. (Las distinciones de géneros —ficción y ensayo— son convencionales y no existen más que para la comodidad de los bibliotecarios.) Post tras post manifiesta la cercanía de todas esas escrituras y la impostura de la historia literaria cuando se vuelve una forma del autoritarismo.

Hay un código en la obra de NDDV. La necesidad de escribir a contrapelo del poder, de la academia, de los valores aprendidos de lo literario. La necesidad de escribir a contrapelo, incluso, del libro.

Ubicado en las antípodas de toda nuestra seriedad literaria, NDDV funda su propia lengua bífida —sin envidiarle nada a Guillermo Cabrera Infante. Lo mejor de Para matar… está en los fragmentos punzantes que es posible rastrear como se rastrean las gotas de sangre de un cadáver. Veamos algunos ejemplos al azar:

UNO: “Ciertas producciones infantilonas del cine cubano podrían catalogarse como extensiones de La Colmenita, la compañía de explotación infantil creada por el aceitoso empresario Tin Cremata: Conducta, el largometraje de Ernesto Daranas, retoma las historias de un grupo de niños que parece haber sido expulsado del taller de Tin. ¿Dónde situar el génesis de otra película que aborda el trajinado tema de la infancia en Cuba? Sin dudas, en el ideario martiano, que hizo del niño un objeto de deseo”.

DOS: “Los zombis habían aparecido en Cuba con anterioridad [en el cine cubano]: eran el zapatero, el bailarín, el orate y la vendedora de maní de Suite Habana. Debido al efecto “fernandoperezoso”, que drena la vitalidad y lobotomiza los instintos, los zombis de Madagascar o de La vida es silbar, no fueron fichados inmediatamente. La zombificación ciudadana de aquellas cintas culminaría en la imbecilización patriótica de El ojo del canario”.

TRES: “Todo cubano sufre el mismo trauma infantil: un poeta se le metió en la cuna, interrumpió su inocencia. La pederastia martiana es el sustrato de nuestra nacionalidad y el origen de “lo patrio”, de ahí la sexualidad monstruosa por la que somos conocidos mundialmente: de ahí la promiscuidad de la política y el deseo”.

CUATRO: “El juego vareliano de sillas musicales no era inocente, el intercambio podía costarle la vida a cualquiera de los dos implicados, o a ambos inclusive. El hombrecillo del sombrero de hongo y los bracitos peludos quiere apuntarle a la cabeza al dueño de la ballesta, el señor de los caballitos. Nunca antes la poesía cubana había dicho tanto; ciertamente, nunca antes se había arriesgado a pedir la cabeza del héroe”.

Para matar a Robin Hood es quizás uno de los destinos más atractivos de la crítica latinoamericana futura. Al lado de la prosa afiebrada de NDDV, los críticos cubanos suenan huecos, enfermos de un resfriado cinematográfico,preocupados de minucias como la existencia o no de un cine nacional o la utilización de la palabra “visionaje”. Para matar a Robin Hood, por el contrario, es una obra viral, una tuberculosis pura que hace que uno recuerde lo que se olvida a ratos: en el canon cubano menos es más.

 

‘El espíritu-Borat’, Gerardo Fernández Fe, Hypermedia Magazine, junio 23, 2017

Habría que preguntarse cuánto de fabulación y de estrategia se parapeta detrás de la crítica a una película, cuánto hay del aporte del escribidor de reseñas, pero sobre todo de qué vale este acto de desentrañamiento —más allá de empujar al espectador a pagar su billete y entrar en la sala oscura—, toda vez que el consumidor, por algo misterioso e irracional, suele reaccionar de disímiles maneras, ninguna concluyente.

De la utilidad (o no) de las reseñas sobre cine, ya otros han hablado. En “Los siete pecados capitales de la crítica”, François Truffaut, después de atacarlos con nombres y apellidos, aconsejaba no darle “demasiada importancia a los críticos”. Federico Fellini elogiaba a ese crítico que “habla de la película como si fuese una criatura viva, una persona, y no con la frialdad evaluativa y presuntuosa, con la distancia aséptica de un ingeniero”.

Por su parte, en el epatante prefacio a Un oficio del siglo veinte, Guillermo Cabrera Infante, exasperado pero admirativo al fin (como era de esperar), retrata al ya entonces desaparecido G. Caín como “un maestro del engaño literario, un artífice de la mentira inocente, un aficionado de la bola fantástica, un fanático de la falsificación audaz y siempre imaginativa”, atributos que emparentan al crítico (G. Caín gustaba llamarse “el cronista”) con una especie de histrión desatado, portador de una “pedantería elefantina”, pero capaz de terminar siendo un “extremista de los afectos que pasa de la invectiva al elogio con la velocidad de un bólido”.

A pesar de que Néstor Díaz de Villegas haya querido advertir en las palabras preliminares a su libro Para matar a Robin Hood (Hypermedia Ediciones, 2017) que, como lector del cine, se siente mucho más cerca de René Jordán que del ersatz de Guillermo Cabrera Infante, no cabe dudas que de Gibara a Cumanayagua, de La Habana (al menos de aquella Habana cainesca) a Los Ángeles, hay muchos más vínculos que los que podamos imaginar.

Porque, en efecto, de la invectiva al elogio, siempre a una celeridad inusitada, se leen estas crónicas de cine que, como las de Caín, fueron escritas para publicaciones periódicas durante el margen nebuloso de algunos años.

Decía “invectiva”, pues a Díaz de Villegas no le tiembla el pulso para asegurar que, con su desempeño en Vicky Cristina Barcelona, la carrera de Penélope Cruz “toca fondo”, para tratar a Clint Eastwood como “un chapado a la antigua”, para calificar a Medianoche en París, de Woody Allen, como “una película idiota que marca el final de una carrera”, para detenerse en “la imbecilización patriótica” de El ojo del canario, de Fernando Pérez, o para descubrir en Los dioses rotos, de Ernesto Daranas, “los diálogos más zocatos en la historia del pobre cine cubano”.

Por lo demás, este libro resulta un muestrario de lo que —y esta pudiera ser una confesión de G. Caín, sesenta años antes— Néstor Díaz de Villegas llama su “adicción y desdén por el cine americano”. Solo que aquí la mala leche contra Hollywood (que “nos alecciona, el muy hipócrita”) se embala, como en un tobogán vertiginoso hacia una piscina inflable que terminará estallando, y arrastra consigo también toda la lúcida virulencia que sea posible contra la Academia, la Iglesia, el Comercio, la Patria, la Moral, la Gentrificación, el Capitalismo corporativo, la Derecha, el Socialismo y la Izquierda.

Sí, sobre todo la Izquierda, “complicada y neurasténica”, con sus Whole Foods, sus tomates orgánicos y su gusto por San Francisco: la ciudad de la costa oeste, no el pobre santo italiano. “El Terror socialista —escribe Díaz de Villegas—, a pesar de las advertencias de quienes lo sobrevivieron, sigue siendo la utopía de los progresistas, da lo mismo si son europeos, bolivarianos, coreanos o californianos”.

De fogonazos como este está empedrado el sendero de estas crónicas que, en teoría, versan sobre cine, aunque sobrepasándolo, como cuando el autor advierte sobre la influencia de la pornografía en la manera en que el islam hace propaganda. La agudeza y la ausencia de pelos en la lengua —decíamos— del histrión, hace de Para matar a Robin Hood un libro sobre cine que tiende a derramarse, beligerante, para terminar matando a la crítica aséptica, a la ortodoxa y a la rastacuera.

Además de tender a una personalización de la crónica de cine —que este lector agradece—, con sus devaneos en compañía de un personaje llamado Esther María, con quien el lector llega a suponer que Díaz de Villegas está profundamente vinculado, por salas de cine en Santa Mónica, en Pasadena, e incluso en ese sitio hirsuto que es el Homestead floridano, estos textos destacan por su desapego a los utensilios habituales del crítico de cine modélico.

Nunca en estas piezas escuchamos hablar de dolly back o de travelling. La estrategia aquí es otra: la de la hermenéutica, la traducción de mitos. Lo suyo es la “lectura”, no el descuartizamiento técnico de una obra para cine. Lo suyo, por ejemplo, estaría en el desmantelamiento de la aureola humanístico-beatificadora de ciertos filmes, cuando se les retira la pátina edulcorante que los condujo a la Palma de Oro o al aplauso masticado y masificado de cierto y abundante espectador.

He aquí un ejemplo: cuando Díaz de Villegas descubre en el “impulso nativista” del cine de Alejandro G. Iñárritu, “la expresión fílmica de un nacionalismo a ultranza que bulle justo debajo de nuestras plantas”No suelen abundar aquí, insisto, apuntes sobre los trucos del montaje, el fulgor de la ambientación, las fallas en la iluminación; esto explica que se extrañe, entre otras, una línea sobre el uso de la cámara en El árbol de la vida, de Terrence Malick. La crítica cinematográfica de Néstor Díaz de Villegas huye de estos tópicos para centrarse, las más de las veces, en la simbología: descubriendo guiños, buscando claves, lecturas, por debajo del mantel, metáforas, signos, equivalencias, “reverberaciones ideológicas”…

En lugar de un crítico de cine ad usum, o un sociólogo, Díaz de Villegas es un lector de la Cultura, un interpreter. Y si no lo vemos así, malamente podríamos explicarnos sus textos sobre La grande bellezaBabel o Blue Jasmine.

Una de las peculiaridades formales de la crónica de cine de G. Caín, sobre todo de aquella escrita durante los años de Carteles, radicaba en lo categórico de su entrada en escena, de lo resolutivo de su primera mirada. Muy probablemente se trate de una técnica impuesta por el oficio de quien escribe para un lector ordinario, al que hay que zarandear, o como en los cuentos de Raymond Carver, donde la primera línea debía funcionar como un tortazo en la cara.

De ahí que, de esa obra maestra del desempeño crítico y del ejercicio egótico que es Un oficio del siglo veinte, se desprendan perlas como estas: “Livia es un film decepcionante”, “Nunca fui santa es una maravilla sintética”, “La dama de las camelias es la misma cebolla banal con que lloró nuestra madre”, “Adán y Eva prueba que el único castigo al pecado capital es el bostezo”, “El viejo y el mar es, fundamentalmente, un error”, “Gervaisees un film desagradable”…

Sin embargo, en Díaz de Villegas esta tendencia a la sentencia lapidaria no parte de una exigencia formal sino del tono mismo del interpretador de simbologías que simultanea su ojo aguzado con un puntero láser, para detenerse, enérgico, en determinados puntos de ese mapa cargado de sentidos que es una película, casi siempre en los recodos que conducen a cierta simbología, haciendo notar las costuras, ya no de la realización misma, sino del imaginario del realizador. “Esto ES esto: dejémonos de rodeos” —pudiera decir.

Y he aquí algunos ejemplos: “La película de David O. Russell no es nada del otro mundo”, “El último filme de Christopher Nolan es aparatoso y derivativo”, “Django desencadenado es Tarantino en su mejor forma”, “Nymphomaniac es el definitivo mindfuck”, “El cisne negro es una película patética que ha recibido cinco estrellas de los críticos”, “Charlotte Rampling [en Melancholia] es la encarnación fílmica de la vieja arpía llamada Europa”, “Lutz [en el filme Brüno] es la Cunegunda sadomaso que por amor al arte morderá el hisopo y limpiará inodoros con la lengua”…

Que Néstor Díaz de Villegas lleve años asumiendo el papel del francotirador (lectura de culto para unos, objeto de desdén para otros) lo emparenta irremediablemente con el cine de ese Sacha Baron Cohen, al que también ha dedicado una de las reseñas de este libro.

Como los personajes de Borat, de Brüno, Díaz de Villegas es directo y espeluznante: el acezante conductor de una pipa —sí, un camión cisterna— cargado de nitroglicerina, un escritor que genera textos (no solo sobre cine) no aptos para lectores con problemas gástricos.

Cuando Baron Cohen y Larry Charles hacen sentarse a Paula Abdul literalmente encima de un obrero mexicano que por dinero se ha puesto en cuatro patas en una sala sin muebles, o cuando Borat logra que millones —eso, millones— de personas se crean que en realidad ha secuestrado a Pamela Anderson, no están sino haciendo uso de la pirotecnia del clásico agitprop, del lanzador de proclamas, de quien prepara a escondidas cocteles molotov: enarcar las cejas, generar la duda, enmudecer a la platea.

Experto en la puesta en escena (porque la hay, que no nos quepa duda: Néstor lleva años rodeado de actores y visitando el teatro), este poeta escribe una crítica de cine que escuece, que no oculta su mala uva, sin límites en sus argucias y sus invectivas: clásico ejemplo del espíritu-Borat, granguiñolesco, y de eso que, al referirse a Baron Cohen, ha llamado la “extraordinaria habilidad para producir sentido”.

En uno de sus textos sobre la reciente película Nadie, de Miguel Coyula —que no aparece en este libro, porque pertenece a una camada posterior— Néstor Díaz de Villegas se ha referido con sobrada razón a la “inagotable capacidad espectacular” de Fidel Castro.

No hay, lo sabemos, nadie en la historia del último siglo cubano que desplace a Fidel Castro del cenit del espectáculo. Reinaldo Arenas, Benny Moré, Cabrera Infante, Alicia Alonso, Celia Cruz, Eduardo Chibás y su pistoletazo, Víctor Mesa… excéntricos todos, quedan aquí, por culpa del hijo de Birán, sometidos a un segundo plano.

Fidel es el Máximo Histrión; Díaz de Villegas lo sabe —no cabe duda—, pero, como el personaje de Brüno tras invadir la Costa Oeste, quiere y necesita morir en el intento, en su genuino asalto a las tablas, generando espectáculo, esta vez desde la crónica de cine (“criatura viva”, decía Fellini, pero a la que hay que asaetear), como antes y después lo ha hecho desde la oralidad teatral de su poesía o desde la diatriba de sus textos más políticos, sus posts sobre la cosa pública.

Si Brüno aspira a ser “la superestrella austriaca más famosa desde Hitler”, ¿será que Díaz de Villegas quiere ser el cubano más nombrado después de Fidel Castro? Si el plan de Brüno es convertirse en “la mayor estrella gay de cine desde Schwarzenegger”, ¿acaso este cronista, aunque pretenda disimularlo, desea entrar en los anales como el crítico más agudo y desacralizador de nuestro cine desde G. Caín? Todas las preguntas son posibles, porque eso es lo que provoca la escritura de este autor.

Sobre Sacha Baron Cohen (que todavía vive, a pesar de los fundamentalistas jasídicos, los supremacistas blancos y la ira fácil de Corea del Norte) muchos se preguntan todavía si en realidad secuestró a Pamela Anderson. Sobre Díaz de Villegas (que todavía vive, a pesar de Miami, la Revolución Cubana y los tantos amores del pasado), casi todos se preguntan cuál será su próximo texto. Ahí está su victoria.

Y luego, porque su trabajo en pleno resulta una pelea continua contra el sensitivity reader, esa nueva figura editorial (y moral) que se dedica a husmear en un manuscrito durante su etapa de edición, para expurgarlo de meteduras de pata con sufijo —fobia, de alusiones que puedan ser ofensivas para las minorías y hasta para los escrupulosos de la Historia; un ente muy en boga que no aguantaría un round con Aretino, Céline o Pasolini, entre otros.

Sería sano y aconsejable, pues, ver la obra toda de Néstor Díaz de Villegas como el anticuerpo generado por el mismo sistema (el de las letras) contra la monotonía de los críticos de cine al uso, los escritores de manual y los cultores de la compostura.

“¿Qué es una película mala y qué una buena? —se pregunta también Díaz de Villegas— ¿Dónde termina el simulacro y comienza el reparto de estatuillas?”.

Ya lo dije: todas son preguntas. Preguntas.

 

‘Ciudad líquida y locura’, Rafael Rojas, Libros del crepúsculo, 11 enero, 2014

La conversación entre Gerardo Fernández Fe y Nestor Díaz de Villegas, hoy en Diario de Cuba, no tiene desperdicio. Más que evocaciones, hay ahí figuraciones traviesas de sujetos marmóreos: escritores (Neruda o Arenas), dictadores (Hitler, Batista o Castro), ciudades (La Habana o Miami). Pero hay ahí algo más: un intento, algo disimulado, de pensar el problema de la locura en el exilio cubano.

Frente a la sugerencia de una utopía del goce, desprendida de la eterna estampa del balneario, Díaz de Villegas habla del Miami de los 80 como el lugar del dolor. Un resort sado-maso al que llegan los expulsados de un comunismo en el Caribe. Una playa de coca en la que intentan experimentar el límite criaturas que no lograron normalizarse bajo el socialismo cubano.

Las constantes alusiones de Díaz de Villegas a Reinaldo Arenas, Nicolás Guillén Landrián, Guillermo Rosales y su Boarding Home, Carlos Victoria, Esteban Luis Cárdenas y Eddy Campa son como las marcas del memorialista en el bosque del olvido. El encuentro de estos seres con aquella ciudad produjo, en palabras de Díaz de Villegas, «grandes catástrofes, grandes locuras».

En un momento del diálogo, Fernández Fe sugiere que Miami sea pensada como «ciudad líquida». Díaz de Villegas lo entiende literalmente, como una ciudad marina, atravesada por ríos y rodeada de pantanos, pero tal vez la provocación de Fernández Fe apuntaba a la idea de «modernidad líquida» del filósofo polaco Zygmunt Bauman, quien ha sostenido que en esta era global, el sujeto, su moral y sus afectos se disuelven, pierden solidez y racionalidad y se abren más plenamente a la locura. La locura es, hoy, menos estigmatizada que cuando la estudió Foucault, pero está, demográficamente hablando, mucho más extendida.

El Miami de los 80 tal vez pueda pensarse como un laboratorio de la locura en la modernidad líquida. En culturas como la cubana, todavía regidas por el paradigma de la solidez, es muy difícil entender esas locuras. Basta con escuchar las voces en off que, al inicio de Café con leche (2003), el documental de Manuel Zayas sobre Nicolás Guillén Landrián, intentan «analizar el caso» de este cineasta exiliado, o leer los testimonios sobre Guillermo Rosales, de varios de sus contemporáneos en la isla, reunidos por Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco en Hablar de Guillermo Rosales (2013), para documentar esa incomprensión de la locura.

‘La vuelta de Batista: ¿revisionismo o restauración?’, Iván de la Nuez, El País, 5 mayo, 2012

En el más vehemente, brillante y discutible artículo sobre este asunto, el poeta Néstor Díaz de Villegas ha patentado incluso la existencia de una “estética batistiana”, recordándonos que, además, Batista fue enaltecido por Neruda, tuvo su portada en Time o se posó en una página de Emil Ludwig.

‘El Che en Miami’, Rafael Rojas, Libros del crepúsculo, 13 octubre, 2012

En el verano de 1952, un joven argentino, estudiante de medicina en Buenos Aires, llamado Ernesto Guevara de la Serna, pasó varias semanas en Miami. Había tomado un avión que transportaba caballos, en Caracas, al final de su gira latinoamericana en motocicleta, con Alberto Granado, que luego de una escala breve en el Sur de la Florida debía llevarlo de vuelta a Buenos Aires. La escala se demoró un mes, por problemas con el avión, y el joven buscó refugio en el apartamento de un primo de su novia, Jimmy Roca, que estudiaba arquitectura en esa ciudad.

El poeta cubano Néstor Díaz de Villegas ha versificado aquella experiencia en el cuaderno Che en Miami, que acaba de publicar la editorial valenciana Aduana Vieja. Las pocas noticias que tenemos de esa estancia de Guevara en Miami, recogidas por Jon Lee Anderson y Jorge Castañeda en sus biografías, son recreadas por Díaz de Villegas en una suerte de poema épico, que tratando de parodiar al Neruda del Canto general o, mejor, de Canción de gesta, termina por parecerse a Paradise Lost de Milton.

El paso de Guevara por Miami es narrado, aquí, como una temporada en el infierno. En el balneario luminoso y próspero, decorado con los edificios art decó de South Beach, la vida del joven argentino es precaria. Tiene 15 dólares, que no gasta, porque ha prometido comprarle una bufanda o una trusa a su novia. Trabaja limpiando el piso de una azafata cubana y como lavaplatos en un restaurante. Vaga por Biscayne Boulevard y pasa horas en la biblioteca de la ciudad, haciendo esfuerzos por concluir sus estudios de medicina.

El cuerpo de la azafata sería, según la especulación lírica de Díaz de Villegas, el primer experimento cubano de Guevara. Cuatro años después, en una segunda gira latinoamericana, se produciría el encuentro con los hermanos Castro en México, que acabaría de conectarlo al Caribe. Miami fue, además del primer atisbo cubano de Guevara, el primer indicio del estereotipo del mal capitalista. En ese balneario glamoroso, un Che sucio, pordiosero y hambriento, que siente vivir los “días más duros y amargos de su vida”, es la prefiguración del guerrillero de la Sierra Maestra y el Congo, de Santa Clara y Bolivia.

Díaz de Villegas es un poeta virtuoso, que sabe transitar con gracia del casticismo al desparpajo. Su ubicación del Che en Miami es una operación estética y, a la vez, política, que, sin embargo, no se endeuda con la historia. Ese Guevara vagabundo, medio beatnik y poeta él mismo, existencialista y marxista, no es un sujeto anterior o diferente al caudillo y el déspota en que se convertirá después. Ese Guevara miamense del 52 es, también, el comandante del 59 y el orador de la ONU del 64. El Che en Miami son todos los Che posibles, el del Parque de las Palomas y el de los fusilamientos de La Cabaña:

“El tocororo fúnebre dio un graznido salvaje,

él sacó la pistola y meó entre las palmas,

se miró en el reflejo de las flores del agua.

El chorro rompió un espejo, siete años de mala

pata. Un conejo vino a lamerle la mano.

El doctor escuchaba la risa de los pájaros,

acuclillado entre helechos, excrementos y calas.

¡Parque de las palomas, tú tuviste a Guevara

entre los bujarrones, los bustos y las tarjas!

Desde la Biblioteca a la calcárea estatua,

falta un busto al valiente que montó bicicleta,

sombra de Patagonia con Chatwin a la saga,

urinarios simétricos, lívidos anacoretas

Que comían raíces y escupían pancartas.”

Como Marx en Londres, Lenin en Zurich o Gorky en New York, el Che de Díaz de Villegas vislumbra en Miami algo más que el capitalismo: vislumbra el lugar de la traición y el demonio. Esa ciudad, que se le revela lo mismo en el hipódromo que en la base naval de Homestead, construirá el lugar de un mal tangible, del que Guevara echará mano ya en 1958, durante su polémica con René Ramos Latour en la Sierra Maestra. Desde entonces Miami será para Guevara el lugar de los pactos y las transacciones, donde los políticos demócratas –es decir, traidores- se reúnen para imaginar un destino diferente al de la Revolución.

Che en Miami es el cuaderno de un poeta que también vagó por Biscayne Boulevard. El poeta de El estrangulador de Flagler Street, que puede camuflarse en la piel de un Guevara que pudo narrar William Kennedy. Hay en este poemario una yuxtaposición de subjetividades, entre el poeta y el caudillo, que se transfiere, en algún momento, a todos los cubanos del último medio siglo. El paso del Che por Miami sería un episodio en esa lógica o ese viaje, que aseguró más de 50 años de comunismo en Cuba y una tumba estalinista en Santa Clara. Un viaje a ninguna parte en el que los sujetos se confunden, Díaz de Villegas y Guevara, Cuba y Miami.

“En la tumba debajo de la pista.

En la tumba de todos a la vista.

En la tumba del Cristo comunista

yacemos también nosotros y tus hijos.

En la fosa que goza hay una aeromoza

para servirte y celebrarte siempre.

Jimmy Roca construyó tu mausoleo

de periódicos viejos y entrevistas,

un museo de cera con Batista

modelado en sueños y legajos.

Hoy tu tumba es su avión, es un relajo.

Despegamos, pero jamás llegamos.

El camino de asfalto es todo lo

que era: un abismo y una carretera

que se deja montar sin ir a ningún lado”.

 

De ‘Mis diez libros del 2012’, Penúltimos Días, por Gerardo Muñoz

Che en Miami (Aduana Vieja, 2012), de Néstor Díaz de Villegas. Escrito con un inusual aliento épico y una desmesurada fuerza verbal, Che en Miami se instala como el Gesamtkunstwerk de la poética de Néstor Díaz de Villegas. La obra de Díaz de Villegas hasta el momento se había articulado en dos registros disímiles. Por una parte un registro que trabaja con las zonas bajas del espacio urbano de Miami (El estrangulador de Flagler StreetVicio en MiamiCuna del pintor desconocido), y por otra, la que ha trabajado personajes históricos (HéroesPor el camino de Sade) como alegorías instantáneas de la revolución y la historia. Este largo poema sobre Guevara puede leerse como una síntesis de estas dos líneas que hasta el momento habían trazado la cartografía de su poética. En Che en Miami asistimos a una convergencia entre esos dos registros, a partir de una poca conocida anécdota de la juventud de Guevara en Miami que echa andar una cosmovisión delirante, un aparato antropofágico que se nutre de no pocos registros poéticos y mitologías urbanas. Capaz de producir malestar en más de un frente ideológico, este poemario es sin lugar a dudas la obra más compleja hasta el momento de uno de los grandes poetas cubanos vivos, y un raro duelista literario de nuestro tiempo.

De ‘Mis diez libros del 2012’, Penúltimos Días, por Enrique del Risco (Enrisco)

Cuna del pintor desconocido (Valencia: Aduana Vieja, 2011) de Néstor Díaz de Villegas. Un libro que tiene todos los ingredientes para provocar rechazo en lectores que asocian la poesía a cierta idea de decoro. Cada verso lleva la fuerza y la desfachatez de un insulto o una escupida. Cada poema chorrea algo: sangre, sudor, mierda, lágrimas o semen. Pero sobre todo vida y poesía dura y magnífica. Un clásico del que quizás todavía estemos demasiado cerca para notar sus componentes más nobles.

‘Lars Von Trier, Martí, Néstor Díaz de Villegas’, de el blog de Enrisco, Enero 5, 2012

Néstor Díaz de Villegas es el Martí de estos tiempos, al menos en lo que respecta, como yo lo entiendo, a lo esencial martiano. Sus textos contienen esa intensidad pasada de moda, anacrónica pero no obsoleta, en su intento desesperanzado por inscribir la ligereza cubana en la pesadez del mundo. (El otro equivalente martiano en estos días sería Juan Abreu aunque exhiba demasiado sus placeres mundanos para recordarnos a Martí. Y no es casual que ambos sean -como Tony Montana- marielitos, la más apocalíptica de las generaciones cubanas). Para trenzar nuestra desflecada nacionalidad con la trama del mundo Néstor se vale no de discursos patrióticos o crónicas continentales sino, al menos en los últimos tiempos, de reseñas de películas. Como en esta última sobre “Melancholia”, la película que Lars Von Trier presentó en Cannes junto a sus muestras de comprensión y hasta de afecto por Hitler. Von Trier –nos recuerda el cubano- es más antiamericano que todos los directores de Norcorea juntos y no de manera más sutil ni menos superficial. Incluso si no se ha visto “Melancholia” bastaría recordar “Dancer in the Dark”, “Dogville” y “Manderlay” para convencerse. Tanta roña, nos explica como de pasada Díaz de Villegas no proviene de un conocimiento de primera mano de la sociedad norteamericana. A Von Trier –hombre de cine que encima tiene fobia a volar- le basta la repugnancia que le causan las películas de Hollywood, su simplona confianza en distinguir el bien del mal y en la repartición consecuente de premios y castigos, pero sobre todo el insultante optimismo que se deriva de esa convicción. Von Trier no rechaza –a diferencia de tantos antiamericanos profesionales- la materialidad gringa sino su espíritu. “Creo que justamente en ello radica el antiamericanismo de Von Trier: en desconfiar de la salvación hollywoodense que representan Sutherland y su álter ego [se refiere a Jack Bauer, el protagonista de “24”]” concluye Díaz de Villegas para darnos una de las claves del autor de “Dancer in the dark”: entre Hitler y Hollywood el danés se inclina sin dudarlo por el nacional socialista: el crimen –dirá, romántico al fin- antes que la estupidez de creer que todo acabará bien, porque esa fe niega el punto más alto de la sabiduría europea, el del pesimismo alimentado por la Historia (de sus crímenes).Seguramente a su pesar frases como esas nos revelan –que es a lo que iba- el martianismo de Díaz de Villegas. Nos descubre su cubanidad negativa, como la definió Arturo R. de Carricarte –pionero el martianismo y editor de discursos de Gerardo Machado- para referirse precisamente a Martí. Alguien capaz no solo de intuir o saber que lo cubano se debate entre el entusiasmo norteamericano, su infantil confianza en el progreso y un impostado fatalismo europeo, sino de actuar y, sobre todo, pensar en consecuencia. Incluso en sus textos más alejados de los trópicos Díaz de Villegas trasluce una de las obsesiones más constantes de su escritura: diseccionar esa cubanidad que lo atrae y repele al mismo tiempo: sobre todo la de los cubanos que hicieron o desearon una revolución hace medio siglo. Gente demasiado cínica como para no saber que la utopía es el nombre elegante del Apocalipsis y demasiado ingenuos como para no desearlo e invocarlo con todas sus fuerzas. Su martianismo está en la persistencia de su prédica incluso cuando habla de otra cosa, la disposición con que ofrece su letra al escarnio ajeno o a la incomprensión, su variante personal de sacrificio. Pero –a diferencia de Martí- no le ahorra al compatriota su repulsa por ese detalle vital que los iguala –el de provenir del mismo sitio- ni deja de recordarle que decisivo como puede ser, no es otra cosa que un accidente. Porque el espíritu patriótico de sacrificio de Néstor no incluye el de su dignidad de escritor.

Sobre ‘Cuna del pintor desconocido’, por Ernesto Hernández Busto, Penúltimos Días

La poesía cubana, al menos aquella moderna que cabe dentro de lo que Sarduy definía como “poesía bajo programa” (“hay que crear, para producir sentido, una libertad vigilada, que sea la rima, que sea la métrica, que sea el ritmo interno”) tiene una especie de trauma idílico: siempre domesticada, idealizada, con dos octavas más de pathos y garantía de regreso al “país natal”. Así visto, no hay una poesía cubana del Exilio como desarraigo, sino sucesivos proyectos poéticos de regreso o elucubraciones nostálgicas del Paraíso perdido. Demasiado a menudo se escribe poesía para “poetizar”, para mejorar la Realidad, para construir una coartada verbal. No hay mundo nuevo.

La radical originalidad de este último libro de Néstor Díaz de Villegas es armar un proyecto poético que no está sustentado en la recuperación de un mundo perdido sino en la aceptación de esa pérdida, de ese nuevo escenario donde la Vida y el Arte bailan una de esas danzas interminables de cabaret after hours hasta caer rendidas, ambas, sobre los despojos de una tradición convertida en museíto de Miami, Wunderkammer, o biblioteca abandonada tras la quema.

De la misma manera que Guillermo Rosales encontró la manera de encaminar la ficción cubana hacia el novedoso escenario de una decadencia sin punto de retorno, Néstor ha forzado la lírica a enfrentar un mundo sin regreso; un mundo desencantado, donde el sentido brinca de lo cotidiano a la política, de la cosmología al circo, de la arquitectura al mall.

En este libro hay algunos de los mejores poemas que haya escrito un cubano en las últimas dos décadas (“La conspiración de la escalinata”, “Netsuke”, “Los dos primeros años aquí (son los más duros)”, “4 de julio”, “Vida secreta de los gusanos”, “Naturaleza muerta con caldera de hierro”, “Relicario”, “Paño de lágrimas”, “Velorio”…) y hay sobre todo un mundo original, una visión a toda velocidad (“como en un carro loco desbocado/ cuyo peligro ha sido calculado”) que se resume luego en el container emocional del poeta, como la bolsa llena de frases que uno se lleva en la mudada, para ir luego recordando, destejiendo entre lecturas científicas y trabajitos por encargo.

El nihilismo de Néstor proviene de tres o cuatro certezas baudelerianas: adiós a la familia (“Casas, hijos, familia/vienen después del arte:/ ellos son los culpables/ de que el mundo sea como es/ y no como lo pintamos”); triunfo de la enfermedad sobre la salud (“¿Qué es la salud? La enfermedad que alcanza/puras metamorfosis y en espera/ del martirio recibe una esperanza”); intrascendencia de lo sublime literario en el mundo contemporáneo (“en cuestiones de estilo/consulto al televisor/ repito lo que él dice”); intercambios cotidianos entre el Bien y el Mal o lectura desencantada del sino tiránico de la patria apocalíptica…

Y todo ese nihilismo aparece incrustado en unos sonetos donde se evitan las mariconerías (estilísticas, entiéndase) de Sarduy, que amaba jugar con el impostado dejo de la “tradición popular” y la “cubanía” para configurar su propia geometría del Paraíso perdido.

Véase, por ejemplo, la diferencia en los resultados que provoca el mismo objeto de inspiración: mientras a Sarduy la pintura de Ramón Alejandro le inspiró aquella bobería de “Qué bien hiciste, Ramón/ en pintar una papaya” a Díaz de Villegas le desata una fabulación maquínica (“Ratonera Luis XV, cartesiana…”) y la definición de un contrapunto pictórico entre la Anatomía y lo concreto. Incluso cuando huyen de la perfección, glosan a Borges o incluyen ripios (un verso como “y nunca jamás, haga lo que haga” es imperdonable) los sonetos de Néstor cubren un territorio inédito: resumen excesos, derivas y exorcismos que poco o nada tienen que ver con el culto a una forma “literaria” por excelencia ni con “lo cubano en la poesía”, sino con una productiva variante del cinismo.

Porque ésta es la poesía, decantada, de un superviviente. Y es lógico que termine con miradas en inglés, como el símbolo de una modernidad consumada, pasaje poético de la madera (y el papel que sale de su pulpa) al papel de aluminio.

Cuna del pintor desconocido
Aduana Vieja, Valencia, 2011

 

‘Diaz de Villegas en PD’, Emilio Ichikawa> eichikawa.com>Diciembre 6, 2007
Néstor Díaz de Villegas es un artista. Es a través del arte que ha podido liberarse de las filiaciones gremiales: ya no necesita estar en algo para ser algo. El viaje al todo implica el desprendimiento de las partes. Es el manejo del lenguaje, el atractivo de su escritura, lo que le permite viajar con insolente seguridad de un tema a otro: de los juegos de vídeo a los manuscritos de los poetas, de la risa de Chucky a la voz de Callas, del crimen a la admiración inocente… Tampoco precisa citar; antes bien, es él quien debe ser citado (o mejor, parafraseado). No debe ofrecer datos: es como el facto, la fuente (“¿Viste lo que escribió Néstor?”). Un día aparecerá un tema ilegible, un asunto cifrado en el silencio. Y aún ahí, en medio de la parálisis, un lector siempre tendrá tiempo para suplicar: Y bueno, qué hubiera dicho Díaz de Villegas de todo esto.

Entrevista a Ernesto Hernández Busto, radiografíamundial.com

El 31 de julio, lleno de rabia por lo que leía en la prensa, se me ocurrió hacer un blog cubano donde tres personas (el proyecto fue colectivo desde el comienzo) dijeran todo lo que llevaban años guardándose para las conversaciones privadas. Un blog incorrecto. Un blog contra Fidel Castro, y contra la idea de que Fidel Castro no era la clave, no era una pieza importante. Esas tres personas fueron Emilio Ichikawa, Néstor Díaz de Villegas y yo mismo. La idea era que el divertimento durara un par de meses, entregarle la función mediática al exilio y hacer crítica inteligente. Si se mira el archivo se verá que por esos días cada uno de nosotros escribía casi a diario sobre el tema Castro.

Díaz de Villegas, o el poder del artificio, Duenel Díaz, Encuentro en la Red, diciembre 20, 2005

Sendas citas de los cinco primeros sonetos de Por el camino de Sade (Translations from the Spanish by David Landau, Pureplay Press, 2003) bastarán para ilustrar los temas básicos que presenta Díaz de Villegas a partir de motivos de la vida, la obra y el contexto histórico del célebre marqués:

«La gran Revolución lo ha traicionado,/ La misma Libertad que el libertino/ soñó, fornicadora del Estado,// lo acusa de Burlón y de Asesino»; «¡Oh, puta, Libertad, madre del vicio!/ Tus frígidos, fanáticos valientes,/ ¿qué saben del poder del artificio?»; «El Arte es el peor degenerado»; «El Teatro es un sitio peligroso,/ prostituye a la vida y la duplica»; «La lengua en su prisión ‘entre comillas’/ —la misma que por fin lo ha liberado—/ no espera ya de utópicas Bastillas/ la Libertad, ni el Verbo equivocado,/ ¿Se pueden comparar las maravillas/ de Mirabeau a un culo destronado?».

Fácilmente se distinguen aquí dos tópicos centrales: la contradicción de la liberación revolucionaria y el represivo puritanismo del reinado de la Virtud, y la que existe entre el fanatismo revolucionario y el poder del artificio. Frente a la condena del teatro en nombre no sólo de la moral sino también de la metafísica, en la que coinciden Platón y Rousseau, Sade viene a representar la liberación por el erotismo, identificado en última instancia a la escritura.

Mirabeau, el tribuno popular, es en cambio arquetipo de lo que Barthes llama «écrivant»; el que escribe algo —panfleto o testimonio—, y realiza por tanto una actividad transitiva y productiva. Luego de la utopía invertida de la represiva revolución, sólo quedan la escritura y el erotismo como reductos de libertad: no más en ellos puede ser subvertida de la economía del orden burgués.

Una nueva moral

Es preciso advertir, sin embargo, que esta poética decadentista y neobarroca procede de Baudelaire mucho más que del autor de Las 120 jornadas de Sodoma. En esta y el resto de sus obras, Sade afirma el instinto sexual siempre en nombre de la naturaleza. En este sentido es un ilustrado, como su tiempo, e imagina como él utopías racionalistas. Baudelaire, en cambio, preconiza el erotismo como la vía más expedita a los paraísos artificiales. La naturaleza es el mal; el artificio es el bien. La religión del arte se convierte entonces en una nueva moral.

No es azaroso que no haya en Sade una teoría de la escritura, una «poética», como la hay en Les fleurs du mal. Y que sí la haya en Por el camino de Sade, como destaca Enrico Mario Santí en su agudo comentario del libro. Díaz de Villegas es, pues, más baudelairiano que sadeano: su malditismo radica, en última instancia, en su lucidez.

Gustavo Faverón-Patriau, en Facebook

Gente tonta usa la frase «políticamente incorrecto» de las maneras más monses y aburridas. Si quieren ver qué cosa es ser políticamente incorrecto de manera ingeniosa y productiva, denle una mirada al blog de mi amigo cubano, el poeta Néstor Díaz de Villegas. Les aviso que se pueden llevar uno que otro sobresalto leyendo, por ejemplo, sus comentarios sobre cine.

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