‘Nadie’, o la tiranía del espectáculo

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Nadie, la película: Consideraciones adicionales

Miguel Coyula ofrece, en Nadie, un espectáculo nunca antes visto en la pantalla cubana. Si la Revolución fue, como dice Rafael Alcides, una religión, entonces la película de Coyula viene a ser un confesionario. Las nuevas generaciones piden explicaciones a los padres, y lo que reciben es un Mea Cuba. El programa político del trovador Carlos Varela, expresado hace un cuarto de siglo en la canción Guillermo Tell, se cumple por fin.

Alcides y su Esposa (alegoría de la UNEAC y la Contrainteligencia) posan como los esposos Arnolfini (ella fuera de cuadro) de la Historia postcastrista. El espejo convexo de Van Eyck es aquí el entorno virtual, un reflejo situado en el plano ideológico: el mundo como voluntad de poder y representación. La familia mentada cae también en ese plano metafísico. El clan Coyula habla por la boca de Alcides, que es el eslabón perdido, el novio del himeneo revolucionario. De manera que Nadie, por el lado de las relaciones consanguíneas, es un autorretrato.

El tono funerario del filme apuntaba, originalmente, a la desaparición física del protagonista –el último hombre– en un tiempo futuro que, irremediablemente, quedaba en la dirección del koniec. Sin embargo, en medio de la filmación, Fidel Castro salta del espejo y cae a los pies de Alcides. El documental está obligado entonces a interrumpirse, a acoger al tirano, a reconocer su victoria –esta vez sobre la muerte–, a conmemorar su inagotable capacidad espectacular. Vemos la carroza fúnebre, los palafreneros y las ofrendas florales ajenas: Fidel es el último mogul, el guionista en Jefe y el productor ejecutivo de Nadie.

El rojinegro de su enseña fatídica tiñe cada escenario y cada recuadro. Unas pocas pinceladas (en la paleta de Antonia Eiriz, en los retoños del laurel talado) suplen la raquítica coloratura. El rojo y el negro son la tiña de la Historia, simbolizada por el aura, ave castrista. Un gallinazo sobrevuela la ciudad y la contamina de su angustia, de su pestilencia: Cuba es la carroña.

La Revolución es incapaz de generar entusiasmo, de reavivar la creencia y transformarla en arte. Esta visión pesimista se ha organizado en un movimiento político: aparece en el ensayo de revisión histórica que es Santa y Andrés, de Carlos Lechuga, en el bufo de alcoba Ya no es antes, de Léster Hamlet, y en las memorias de la depresión que son las películas de Fernando Pérez.

Borrón y cuentas viejas

Alcides no admite que tuvo que existir, dentro de sí mismo, una pulsión de muerte, un apetito de destrucción, y no solo de entusiasmo. Ese apetito, esa concupiscencia, habla de amor precisamente allí donde más destruye, donde más dañinos son sus efectos.

Hay una frialdad, un aire frío, en la exposición del problema; un cálculo que se cuida de no perder la batalla (de ideas), atento siempre a que la suma total le sea favorable. La honestidad es su dispensa papal. La Historia no solo absolverá al Máximo Líder, sino hasta al más pequeño de los personajes secundarios.

Si Rafael Alcides fue una construcción, Nadie es su deconstrucción. Lo terrible no es que Alcides se haya equivocado, sino que ninguno de sus argumentos consiga la auténtica reparación, que los sofismas lo hundan cada vez más en el error. La Revolución es un juego de malentendidos que alcanza un nivel de complejidad nuevo con cada pieza tomada, con cada dogma desechado. Si acaso, Alcides y su generación son aún más reprobables después de la confesión. El desengaño resulta tan sospechoso como la inocencia, debido a que entre el engaño y la fe media una ecuación diferencial.

La desilusión está determinada por las condiciones iniciales de la quimera: la culpa viene implícita en el primer fervor. Alcides –lo sabe Miguel Coyula, el exégeta– le vendió el alma al Diablo, y su rúbrica no hizo más que comprarle tiempo, concederle un plazo. Ese plazo se ha cumplido. Alcides declama el verso fáustico: “Verweile doch, du bist so schön!”, y el Diablo le toma la palabra. Al final del plazo su novela se borra y las páginas quedan en blanco. Sería inútil rescatar esas palabras o escarbarlas con una lupa. Habría que publicar, más bien, un tomo con veinte mil páginas ilegibles y exponerlo en el Museo de la Gesta, junto a los grandes contratos de la nación.

Por su parte, la obra de Miguel Coyula es –en distintos momentos– el borrado de Memorias del subdesarrollo, la apropiación de los collages de Nicolasito Guillén, el vaciado de las técnicas propagandísticas de los noticieros ICAIC, y la explicación definitiva del castrismo como tiranía del espectáculo.

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