Nebraska, del director Alexander Payne, como el Japón de Carlos Reygadas, se sitúa en los antípodas, tal vez hasta en el más allá. El México de Reygadas es un país improbable y siniestro; Nebraska una tierra remota y grisácea. La cuestión de si existen todavía los lugares que llamábamos por esos nombres tiene una respuesta negativa en ambos casos.
El granero del mundo, el fecundo Midwest, que produjo más trigo y maíz de la cuenta, muere de llenura, vulgaridad y sobreproducción. Ahora el panorama es de planicie moral, granjas clausuradas y granujas obesos con gorras de pelotero que llevan un lema jingoísta en la visera. Cuando un tornado arrasa con todo, los campesinos creen que podrán reconstruir lo que no tiene arreglo. El cristal y el cambolo son los sucedáneos de la miseria y el desánimo.
Nebraska es un cuento de camino y una especie viaje iniciático. El recorrido comienza, como en Sideways y About Schmidt, con un malentendido. El senil Woody Grant (Bruce Dern, en el cenit de su carrera) cree que ganó un millón de dólares en una rifa, y se dispone a reclamarlo. El pobre anciano no sabe que el Sistema está basado en el equívoco: es la cláusula escrita en letra pequeña al pie de nuestro contrato con América.
Da lo mismo comprar un estéreo, una lavadora o un televisor y, de hecho, David Grant (Will Forte), el hijo menor del viejo Woody, es empleado de una aburrida tienda de equipos electrónicos. No hay diferencia entre un engaño y otro, porque la nueva América se proyecta democráticamente sobre toda la Tierra como un show en alta definición.
Woody Grant es un anciano robusto, que, como el mismo país, va perdiendo facultades y memoria. Encuentra en el buzón el papelucho que lleva su nombre y la promesa del millón. El hecho de que los espectadores hayamos recibido, en algún momento, un papelucho idéntico, y que sintiéramos, así fuese vagamente, la misma esperanza, lo dice todo acerca de América.
La crisis quedó atrás, pero no termina. La economía falló, y ahora el país endeudado lleva en el pecho el marcapaso de los estímulos. Es el país de Cheney y de Obama, que muere a plazos y engorda en un butacón. En los restaurantes ya no sirven meatloaf, y cuando pides pescado te dan tilapia. El periódico local está a punto de cerrar, y el antiguo garaje de Woody es ahora un chinchal de mejicanos. Lo que queda de Middle America son retratos de grupo hechos en Walmart, Jesucristos de croché en formato toalla.
El país muere y los viejos son como los ídolos de la Isla de Pascua, hermosos y obstinados, inservibles e inexplicables. Pareciera que hubiesen agotado las reservas de vida de la nación, alcanzado un límite, inventado todo, y que el presente estuviera, de alguna manera, por debajo de ellos. Por eso el viejo Woody está empeñado en escapar de la casa, dispuesto a caminar por autopistas y cunetas, en busca de Nebraska, donde está la mitológica Oficina Central del Gran Premio. Es otro viejo chocho, otro de esos fugitivos de la tercera edad que deambulan por las calles desiertas hasta que un policía los para y los devuelve a su hogar.
Allí lo esperan la esposa y los dos hijos. Comencemos por los hijos: David Grant (el empleado de la tienda de artefactos electrónicos) es Will Forte, que entró en Saturday Night Live en la temporada en que el programa caía estrepitosamente en el ridículo. Creó el papel de McGruber e hizo un par de películas mediocres. Ahora le llegó el gran momento. Es raro ver a un actor reconciliado finalmente con su destino: el David Grant de Will Forte es McGruber colado en una escena de Ibsen.
El hijo mayor es Bob Oderkink, el malicioso abogado de Breaking Bad, que trae al rol de Ross Grant una nueva modalidad de cinismo, mientras que la madre, Kate Grant, es la sorprendente June Squibb, a quien habíamos visto en otra película de Payne como la esposa mandona que obligó a Schmidt a orinar sentado. Con June Squibb, ese rol alcanza la realización suprema, y no dudo que gane el Oscar a la mejor actriz secundaria.
En cuanto al patriarca ebrio, el magnífico Bruce Dern en el personaje de Woody Grant, hay que decir que su lucidez y su terquedad representan el último rayo de esperanza para una América que ha descendido al infierno de la conformidad y la monotonía. Ser abstemio, para estos hombres que hicieron la guerra y salvaron el mundo, es menos ético que ser un borracho empedernido. La realidad obliga a la borrachera, así como la edad parece obligar a la chochera: son estados de conciencia que responden a las necesidades del entorno.
En camino a Lincoln, Nebraska, Woody pasa por Hawthorne (población: 1,400 habitantes), el lugar de su nacimiento. Allí se va de lengua y comenta el asunto del premio con sus cinco hermanos. Nebraska demuestra que en una buena película no hay personajes secundarios: reunidos frente al televisor, filmados en el glorioso blanco y negro del director de fotografía Phedon Papamichael, cada uno de los vejetes es un estudio en sutileza sicológica. La película de Alexander Payne es, en igual medida, la obra maestra de John Jackson, director de casting.
Para entender Nebraska hay que saber que, en la época del boom, Omaha fue la capital del telemarketing. Desde sus grises oficinas salían las voces que nos vendían subscripciones, seguros de vida y productos farmacéuticos. Hay que saber que esas oficinas fantasmagóricas estaban enclavadas en la planicie, en el invierno y en lo profundo de la desolación agrícola. Hay que entender que Nebraska, vista de cerca, produce desencanto.
Un cubículo de cemento ubicado en un parque industrial, con un cartel en la puerta que anuncia la “Oficina Central de los Grandes Premios”, es parte del paisaje de nuestra decadencia. Tampoco por dentro es nada del otro mundo: un montón de cajas llenas de formularios, arecas marchitas, moblaje de Office Depot y una secretaria que mira, incrédula, al último vejete que cayó en la trampa, a ese americano afortunado que, así fuese por los cuatro días que duró el viaje, disfrutó honestamente el engaño de América.
Estoy de acuerdo con tu comentario sobre el tema de la pelicula. Pero tu lo haces mejor que Payne. Aunque es cierto que tiene secuencias geniales, como la que citas de la familia viendo la TV, me parecio una pelicula redundante y machacona, todos los personajes son miserable, sus vidas agrestes las resalta con el balco y negor en el paisaje tambien agreste. Y ese happy ending me parecio muy picuo. A m me gustaba mucho Payne, pero con The Dscendants y esta se me ha caido. Prefiero tu critica.
Pues la voy a buscar para verla!!
Me gusta lo de «granujas obesos con gorras de pelotero que llevan un lema jingoísta en la visera.»
En relación al comentario de Roberto Madrigal.. todos los personajes son miresables, dices. ¿No lo somos todos los seres humanos, en cierto modo? Payne nos insinúa la magia que hay dentro de lo absurdo. El viaje que relata en la película no conduce solamente a la decepción anunciada de la falsedad del premio, sino que nos acerca a entender, por si se nos había vuelto a olvidar, que «la vida es un bolero y hay que saber bailarlo»
Pingback: ‘American Hustle” y ‘Dallas Buyers Club”: un Oscar para los años duros | N.D.D.V.