El día de Christmas me encontraba en un cine de Homestead, en lo profundo de la Florida, viendo American Hustle. Era un cine de barrio, un cajón en el fondo de un mall, sin conexión espiritual con los palacios del espectáculo de Los Ángeles. Desde Homestead, Hollywood es un Sangri-La, y acaso por eso mismo sus imágenes tenían algo de inauténtico.
¿Hasta qué punto, pensé, es el cine un producto exclusivo de Los Ángeles, una forma de arte específicamente angelina? Me pareció que, desde cualquier perspectiva que no fuera la hollywoodense, American Hustle perdía sentido, necesitaba traducción. Para un espectador situado en la periferia de América, el cine americano es cine extranjero.
La película de David O. Russell no es nada del otro mundo: American Hustle se sostiene casi exclusivamente en el furor retro. Volver a los setenta es, en sí, un argumento artístico. En esa otra época, un poco más bárbara y sofisticada que la nuestra, la vida transcurría de una manera que ya nos es ajena.
Hollywood trafica en lo ajeno. Hay mucho que ganar, dinero por hacer, con la distancia y la extrañeza que imponen cuarenta años. Esa América antigua es de oro puro, plena de sobornos, extorsiones y engaños. El Irving Rosenfeld de Christian Bale es un lámpara; un judío bisnero capaz de revolcarse en la mierda y permanecer impoluto. A pesar de todo hay algo atractivo en él, e incluso, una cierta dignidad. Porque Irving es de esos usureros que, antes y después de la usura, seguirán siendo pilares de la sociedad.
Una cosa es tumbar diez mil pesos a un inversionista, con la promesa falsa de duplicar la suma en seis meses (¿quién no recuerda las pirámides de los setenta, quién no apostó y perdió aunque fueran veinte pesos?) y otra es meterse en política, embarrar al alcalde de New Jersey, Carmine Polito (Jeremy Renner) y a su bella familia italiana. Hasta ahí no llega la mala conciencia del Rosenfeld.
Entra Bradley Cooper en el papel de Richie DiMaso, el agente que será doble agente: Richie, de croquinol y traje de tres piezas, madre freudiana escondida en la cocina, novia monga e intrepidez de gigolo. Será este acomplejado quien dé caza y use luego a Irving Rosenfeld como carnada de políticos corruptos.
Se necesita no solo una conciencia mala, sino falsa, para establecer la conexión entre dinero y política, entre poder y culpa. El hecho es que estamos hasta el yin-yang de alegatos antisistema, envenenados de consignas que vienen del poder, que bajan de las instancias más altas. Hollywood nos alecciona, el muy hipócrita, sin mirar la viga en el ojo propio, ni verse a sí mismo como el divino soborno que el Establishment ejerce sobre la ciudadanía a cambio de conformismo. Creerse insobornable es, ciertamente, la suprema fantasía hollywoodense.
Por eso siempre debe haber un policía dispuesto a hacer la conexión y a arrastrar con él, en su caída, a toda la sociedad. Aquí el fiana cae, es el fallman, y el usurero es el triunfador. Antes de decir más, permítanseme unas palabras sobre la apariencia física del ladronzuelo. Amy Adams (alias Sydney Prossner, alias Lady Edith Greensly) lo encuentra en una típica fiesta setentista, donde las pieles malas perspiran bajo el poliéster crudo. Cadenas de oro, chándales y espejuelos Ray-Ban completan el atuendo malévolo.
Donde el dinero se mueve, la moda adquiere un aspecto tangible, no es simplemente una forma del gusto, sino una acumulación de objetos, una enumeración. Hay que mencionar los materiales de que están hechas las cosas: plástico, acrílico, aluminio, trevira. . . Son las gafas plateadas de Elvis en Las Vegas, los zapatos de baile de Tony Manero. Amy Adams, mirando a Irving de pies a cabeza, piensa que está fuera de forma. Vemos en primer plano la pancita que Bale había cultivado en doce meses de dieta para lucirla en American Hustle, una prodigiosa barriga creada expresamente para los estrenos de Christmas.
No podía faltar el macramé, el objeto de arte que simboliza, mejor que ningún otro, el kitsch de los setenta. Se trata de una conformación precisamente articulada de hebras naturales, de un acomodamiento interesado con el que se pretende cubrir la calva. Irving Rosenfeld peina uno de admirables mechones, y el peinado llega a convertirse en una clave, en un leitmotiv del filme. He aquí que, a pesar de la panza y el macramé, Lady Edith se enamora de Irving, hasta el punto de convertirse, por amor, en triple agente. . .
La trama era demasiado intrincada, el aire acondicionado demasiado fuerte. Caí con catarro en Homestead, una gripe de cine. Lo que queda por decir de American Hustle es que Jennifer Lawrence, como Mrs. Rosenfeld, la desesperada ama de casa de Jersey Shore, es insuperable. Las noticias sobre David O. Russell y su obra pueden encontrarse en el sitio de IMDB.
Un poco antes, cuando Esther María y yo estábamos a punto de partir hacia la Florida, vimos en el Laemmle de Pasadena la película por la que Matthew McConaughey ganó el Golden Globe al mejor actor: Dallas Buyers Club, un filme hecho expresamente a la medida de McConaughey, de sus posibilidades.
Uno espera que falle, que, como de costumbre, venga el momento flojo, que estemos embarcado con otro Magic Mike, ese desastre a gogó. En contraposición a las libritas ganadas por Christian Bale, el Ron Woodroof de McConaughey es un esqueleto. Los vaivenes de Hollywood, su venalidad metabólica, su anorexia y bulimia, sus indigestiones, sus crueles ayunos, sus torturas sicológicas, sus minuciosos preparativos, quedan plasmados admirablemente en estos dos estudios de época.
Ron Woodroof, ese hombre caído, mofado y excluido, es el mismo Matthew McConaughey, y Dallas Buyers Club es el alma del actor bajo los efectos destructivos del régimen hollywoodense. Hay dos enfermedades: el sida, que Woodroof contrae en impecablemente coreografiadas orgías, y el mal que aqueja a los actores en busca de un personaje que los catapulte al podio la noche del Oscar. Vemos estos dos dolores, trenzados, conjugados: los esfuerzos por conseguir la medicina y el remedio que alivie la indiferencia.
A punto de morir, y negándolo, montado en el toro del AZT (Azidotimidina) que lo lanza contra la arena del rodeo tejano, sudando los sudores agrios de la neumonía, tosiendo, fumando y cubierto de lamparones, Matthew McConaughey está por fin a la altura de Hollywood.
Alternativamente, creo que Jared Leto, autoconsciente y sobremaquillado, no se merecía un Golden Globe por un papelucho sin brío, el personaje de Rayon. Ese globo debió caer en las manos de Will Forte, por su rol en Nebraska.
Dallas Buyers Club es una película comprometida, pedagógica, sazonada con el imprescindible toque de política sucia, de acuerdo al gusto del gran público en el momento de nuestra transición al socialismo. El público se engaña con respecto a la historia, y es incapaz de entender los eventos de una plaga que asoló al país hace solo dos décadas. Explicada por Hollywood, la tragedia ocurrió así: las medicinas que necesita el enfermo existen, pero no han sido aprobadas por el FDA (Food and Drug Administration.) Hay una acusación implícita, una condena a las compañías farmacéuticas.
De esa politiquería vive Hollywood, del continuo advertising de sus propias creencias. La superstición produce dividendos, es la panacea para el hombre sentado en la última luneta. El AZT es demonizado, la farmacopea llevada a los tribunales de la opinión pública.
Yo daba gracias a dios, en la oscuridad, por las pócimas mágicas que permitían vivir más allá de la muerte anunciada. Daba gracias por Efavirenz, Nevirapine, Etravirine y Lamivudine, que son primos lejanos de Azidotimidina. Alabé en silencio a Merk, a Glaxo Smith Kline y a Jenssen, y al tejano George W. Bush que proveyó los fondos federales para que esas drogas llegaran a los necesitados de todo el mundo. Lloré por mis seres queridos, sollocé por aquellos que arribaron tarde al reparto de cócteles. Por la agonía del cowboy contagiado del “mal de los pájaros”; por los que aprenden, de cara a la muerte, que todos somos iguales.