Respuestas a los cometarios de los lectores sobre mi artículo «Ana de Armas es una cocksucker»

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Mi artículo sobre Ana de Armas ha provocado respuestas y comentarios que continúan atorando mi buzón electrónico y merecen respuesta. Al parecer, algunas de las personas aludidas se incomodaron –seguramente con razón– y otras han prometido que la próxima vez que me encuentren en la calle «veremos quién es el cobarde».

Es común que mis ataques provoquen un tipo de reacción visceral, y estoy de acuerdo en que les debo una aclaración (que no satisfacción) a los ofendidos. Aprovecho esta oportunidad para abrir el diálogo sobre la situación actual de la dictadura (una situación que el régimen ha llamado eufemísticamente «la coyuntura» y que ya ha dado por resuelta), y también sobre el tema de la libertad de expresión y los límites de la responsabilidad social del artista. El que quiera rebatirme cualquier punto, está bienvenido a hacerlo por este medio u otro.

La polémica acerca de si me excedí o no –que debería ser abierta y realizarse en las páginas de mi blog– queda reducida al secretismo y el cotilleo, debido a que las personas que me escriben o me envían recados a través de terceros padecen de un temor casi patológico a involucrarse en debates, acaso por considerarlo de mal gusto e indigno de su condición, o quizás por pudor y falta de práctica.

Vale la pregunta: «¿Por qué te metes, Néstor, en este embrollo?» Sin ánimo de auto promoverme, debo decir que me considero uno de los iniciadores del debate público en Cuba, tanto en lo concerniente a la política y el arte, como a lo que hoy se llama género y que en mi época se llamaba, simplemente, sexo.

La manía de debatir me ha traído enormes problemas. Pongo un solo ejemplo: el día que salí de Cuba, a las puertas de la zapatería donde trabajaba mi padre, tuve una horrible discusión con él, que terminó a empujones e insultos de mi parte (mi padre era un hombre bueno incapaz de rebajarse a semejante comportamiento). Estaba a punto de abordar la guagua Hino que me llevaba a La Habana y al aeropuerto, donde tomaría un avión con rumbo a sabría dios dónde (a Miami, claro: ¿pero qué significaban esas cinco letras esa mañana de mayo del 79?). Los compañeros de trabajo de mi pobre viejo salieron de la fábrica a defenderlo.

Culpé a mi papá de todas mis desgracias, de mi salida, de mi cárcel, de todos los males que me habían acosado desde que nací. Por su culpa, y por culpa de su maldita revolución estábamos ahora aquí, al final del camino, o por lo menos así lo parecía en esa época en que con toda probabilidad no volveríamos a vernos.

Ese campesino honrado, mi padre, el infeliz Cástor Díaz de Villegas, luchador del Escambray y agente de la Seguridad del Estado, terminó sus días en la Pequeña Habana. Pero yo nunca he sido ni la mitad del ser humano que fue él.

No suelo presentar mis credenciales, sino solo un salvoconducto que certifica mi derecho a inmiscuirme en cualquier tema. Cuando he dicho –en otro de tantos debates tras bambalinas, con personas que prefieren las guerritas secretas a un diálogo de chaqueta quitada– que yo pagué cara mi entrada al show del castrismo y que mi tema es la dictadura, la respuesta ha sido siempre el desdén o la conmiseración.

Igualmente legítima es la opinión de los que consideran que la política cubana es un asunto que es mejor ignorar, que seremos felices en la medida en que nos desentendamos de Cuba, de Fidel y de la dictadura. Hace poco, un renombrado activista LGBT me acusó de haberle arrojado a la cara mi «currículo», pero a las pocas semanas la misma persona concedió una enorme entrevista semi hagiográfica a una de las revistas de exiliados. Cada cual tiene su historia, y creo que hay que contarlas todas, usarlas y hasta manipularlas tantas veces como se presente la ocasión.

Por otra parte, nunca me avergoncé de mis logros. Desde la adolescencia, soy una persona pública: a veces lo he sido escandalosamente. Cuando me sentí ineficaz, me enseñé a mí mismo a construir una personalidad mediática. Cuando fui reportero o bloguero, intenté opinar en serio y en gran estilo. Creo que mis actos han tenido secuelas, y que otros han aprendido de mis aciertos y errores. A mis editores les mostré cómo mezclar política y farándula; y a los poetas, que era posible conciliar la basura y la poesía. A mis lectores, les descubrí el vértigo que produce la libertad de expresión, que comienza siempre por la libertad de acción.

Para aquellos interesados en la historia de mis acciones públicas, solo diré que ocurrieron en la era predigital, cuando –como se dice en Las Vegas– lo que pasaba en Cuba quedaba en Cuba, sin esperanza de ser escuchado afuera. No hago el recuento de las más rechinantes porque sería demasiado largo, pero reitero que estoy orgulloso de cada una de ellas. No me invento currículos, pero tampoco me avergüenza haber llegado primero y acaparado la primicia.

Por eso, y por ser un sobreviviente, también soy un poco el padre y profeta de la situación actual, una situación que yo denomino, con mi habitual pomposidad, la contrarrevolución generalizada. Decirlo me ha valido la acusación de «paternalismo» de parte de los ingratos. El tiempo dirá si tuve la razón: pero como no tengo paciencia para esperar sentado por el futuro, me la doy yo mismo, desde ya.

Hechas estas aclaraciones, procedo a exponer los motivos filosóficos de mis exabruptos. Trataré de ser breve y de ir al  grano.

La actriz Lynn Cruz, entre muchos otros comentaristas, me reprocha que llame «mamapinga» a Ana de Armas, aunque en su caso Lynn admite que «estoy en mi derecho».

El asunto con Ana de Armas se presenta como un proceso de casting político que es la nueva estratagema castrista en su variante hollywoodense. De esa manera se compromete e involucra a un cubano o cubana prominente en alguna jugarreta donde la función mediática sirve para desacreditar al Exilio.

Ana fue fichada para la película de la Red Avispa solo por ser un bonito significante, es decir: solo por ser cubana. En tal sentido, Ana está implicada en la política sucia de los productores, ideólogos y operativos partidistas que trabajan tras bambalinas.

A Lynn Cruz ha de costarle trabajo entenderlo. Desconoce la bajeza hollywoodense y hasta qué punto Lalaland es una dependencia del Partido, un Departamento de Orientación Ideológica volunrario que produce las campañas propagandísticas causantes del estado de opinión en cada momento histórico. Lynn no puede saberlo, pues no pertenece a nuestra cultura y vive muy lejos de Hollywood. Por eso Lynn cree que Ana de Armas es inocente. El humillante interrogatorio a que fue sometido Javier, el hermano de la actriz, vino a destapar la conjura hollywoodense: ahora Ana va en cueros.

Hay otro caso reciente, y flagrante, en que una cubanita se ganó el protagónico de un evento mediático prefabricado: Emma González, la activista defensora del control de armas que salió de debajo de una piedra armada con todas las mejores características de los muñecos culturalmente manipulados. Emma, a su vez, es el modelo de Gretha Tintin Eleonora Ernman Thumberg.

Afirmo que en el caso Cuba, Pichy, Carlos Varela, Padura u Omara, entre muchos otros, son productos vacíos preempaquetados para consumo de los compradores compulsivos de cubanerías. Digo que no tienen más contenido que un almendrón o un sombrero de yarey, independientemente de sus valores intrínsecos como entidades icónicas. Pero, ¿realmente tengo que ser yo quien lo diga?

Lynn Cruz debe entender que en los Estados Unidos la izquierda mercantilizó   muñequitas de trapo de la abominable jueza Ruth Bader Ginsburg, y que hubo padres políticamente correctos que las regalaron a sus niñas por Navidad (¡Seremos como Ruth!). Lo cual demuestra que el castrismo como sistema económico (lo he dicho otras veces) es la etapa superior del capitalismo feroz, el momento en que la ideología se introduce en el cuerpo de la mercancía y emerge el fetiche (o el zombi, como se llama hoy). El castrismo no vende a Pichy ni a Padura ni a Omara: se vende a sí mismo.

Hablando de cine: con la muñequita de la tarasca Ginsburg se inició la etapa castrista de hechicería jugueteril que había anunciado el filme Child’s Play (1988) en la figura de Chucky, el «Buena Gente». Recordarán que el alma de un malhechor se introduce en el cuerpo del muñeco mediante un ritual de brujería (¿y no está ahí también la maldición de Cuba por todas partes?): Ade due damballa. Valinchella santeria. Oya shungo yenya macumba…

Idéntico proceso de casting se llevó a cabo en el caso de la iconografía anti-Trump. A tal efecto se buscó a alguien capaz de crear una estética del DOR adaptada a las necesidades de la prensa liberal: el artista gráfico marielito Edel Rodríguez. Por el solo hecho de ser cubanoamericano, Edel traía al asesinato de reputación y a la práctica castrista de difamación el prestigio añadido de una infancia totalitaria. En las manos expertas de Edel, las revistas Time y Spigel se transformaron en auténticos órganos del catastrofismo izquierdista.

Con este aburrido rodeo pretendo aclarar el papel que juega Ana de Armas en el gran esquema cubano-hollywoodense, y si esto suena descabellado, entonces no cabe dudas que algunos de nosotros venimos realmente del futuro.

Hay más: lo cubano como subtexto aparece en un personaje tan remoto como el poetastro Richard Blanco. Un poeta malo sirvió a la política de renormalización de Barack Obama tanto o más que el contingente de médicos impostores que en el otoño de 2014 «luchó valerosamente contra el ébola» (NYT, Editorial Board) y de manera tan lacrimosa que más bien parecía competir por un Grammy al peor drama de hospital. Los autores de ese libreto cubano fueron, obviamente, John Kerry y Ben Rhodes, pero las canciones fueron de Blanco, el filólogo. Es así como se renormaliza lo cubano.

Aunque a menor escala y por diferentes motivos, los procedimientos de comercialización a que han sido sometidos Leonardo Padura y, más recientemente, Cimafunk no son muy diferentes.

En cuanto al actor Pichy Perugorría no soy yo quien lo trata de cobarde, sino aquellos que presuponen y confían en una cierta actitud de su parte, a un tiempo facilona y desproporcionada: los funcionarios, amigos, asociados y jefes que modelan el espíritu de un artista bajo la dictadura. Un modelo que Pichy habita perfectamente.

Creo que Pichy aceptó el papel al que lo relegó una posición desventajosa como artista. Tal vez como empresario haya logrado mucho, pero no como actor. Su impostura parece ser un mecanismo de adaptación al pequeño sistema de estrellas cubano, tan limitador y condicionado por circunstancias externas, por los caprichos de Hollywood, de Benicio del Toro, del padrino de turno o de cuatro gringos de la Academia enamorados de Cuba. En otras circunstancias Pichy hubiera sido una persona dueña de sus actos y de su carrera, y sabe dios qué rumbo hubiesen tomado las cosas. Por lo pronto, los papeles de su repertorio son superficiales e inconsecuentes.

Sé que fue actor de teatro. En el baño de mi casa hay una foto en blanco y negro de él desnudo, cubierto con una sombrilla de raso, delante del telón de fondo que Consuelo Castañeda pintó para El zoológico de cristal, de Teatro El Público. (El fotógrafo es mi cuñado, Gonzalo Hernández). Apostaría a que fue un buen momento para el joven Pichy, tal vez su mejor momento, y hay algo entrañable que revela esa fotografía; una crisis tal vez, que encarnó en el actor y en la muchacha que lo acompaña, María Elena Diardes, ya de vuelta de purgas ideológicas en el Instituto Superior de Arte.

Creo que Benicio le ha hecho mucho daño a Perugorría, y que, por su propio bien, ha llegado la hora de la separación. Benicio ha desgraciado a más de un artista cubano, traicionado la confianza de un país ajeno, entrometiéndose en nuestros asuntos, particularmente los problemas de la gente de cine y sus instituciones. De esa colaboración no ha salido nada bueno.

En su monólogo de la ceremonia de los Golden Globes de este año 2019, Ricky Gervais pasó por alto una categoría de farsante hollywoodense que compete particularmente a la Asociación de la Prensa Extranjera: el empresario yanqui que se deja un bigotico latino y se introduce donde nadie lo ha llamado, manoseando la cultura de lo que para él no debe ser más que una republiquita platanera: Oliver Stone, Benicio, Danny Glover, Michael Moore, James Caan…

Pero, sucede que el actor cubano vive condenado a la realidad cubana, y que en ese segundo plano la Seguridad del Estado arresta al hermano de Ana de Armas, pisotea sus derechos y lo acusa de espía; unos agentes policíacos inoculan al biólogo Ariel Urquiola con el virus del sida; un tribunal le pide nueve años de cárcel a un padre de familia y ciudadano ejemplar; y unos jenízaros expulsan de su cátedra a una pobre profesora que padece de cáncer. La cuestión de la membresía en la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas se vuelve entonces una cuestión ética que requiere una toma de conciencia. ¿Cómo reaccionará el académico Pichy a las crisis políticas de su ciudad, de su país, de su tiempo, de su sociedad, de su gremio? Ustedes, queridos lectores, lo saben mejor que yo.

He visto a Pichy dos veces en mi vida. La primera fue en la Cinemateca de Hollywood durante el estreno de Habana: El nuevo arte de hacer ruinas, de Floiran Borchmeyer, en 2006. En esa película, el escritor Antonio José Ponte crea un personaje inolvidable, cruce del Harold Lloyd de Safety Last con el Virgilio Piñera del paraguas. Cada derrumbe es el slapstick que la ciudad le juega al actor. Aunque fuera producida por alemanes, Habana: El nuevo arte de hacer ruinas es una de las obras cubanas imprescindibles. De contra, Antonio José Ponte es el autor del mejor guion sin producir del cine cubano contemporáneo: Contrabando de sombras, una película magistral que espera por el valiente que se atreva a convertirse en su director.

A la salida de la proyección me encontré con Borschmeyer y con el productor Mathias Hentschler acompañados de Pichy y Mirta Ibarra. La película de Borschmeyer no fue prohibida en Cuba por Pichy ni por Mirta personalmente –ellos no tienen poder para eso– sino por otros, agentes clandestinos que exigen de los artistas obediencia y conformismo a cambio de impunidad.

No soy nadie para acusar a Pichy de cobarde, no me corresponde emitir juicios. Soy, simplemente, un reportero, una especie de informante. Fue Pichy quien de la manera más ostensible se inculpó a sí mismo aquella noche al comentar la película: «A ver, ¿paqué Ponte se mete en estos líos? No sé, no me gustó nada eso».

Enseguida, Mirta lo secundó, «La verdá que toda esa jugarreta política de Ponte, últimamente, no sé… Me puso muy triste. No hay ninguna necesidad». Señalar problemas ideológicos en un cine de Hollywood, pero a cuenta propia, a título personal, sin que nadie los forzara. ¡Dios mío! Eran la estampa lamentable del cubano pusilánime que tanto embarazo y desazón produce en los que hemos vivido en libertad.

En esos momentos Ponte se encontraba en una situación política delicada. Conservo los emails que intercambiamos entonces. Ponte, con su habitual ecuanimidad, me respondió: «Son buenas personas, los pobres, no hay que juzgarlos». Por último, en el portal del gran cine Egyptian, el profesor Enrico Mario Santí les propuso a los cubanos hacerse «una foto con los gusanos».

La segunda y última vez que coincidí con Pichy fue en la sede del Writers Guild de Hollywood, hace aproximadamente ocho años. Había algún tipo de presentación, no recuerdo de qué. Estaban Arturo Soto, Alejandro Brugués, Pichy y otros actores. La comunidad de guionistas hollywoodenses había sido convocada para la ocasión. Recuerdo que había una pésima traductora que no daba pie con bola, creo que era la secretaria cubanoamericana del Writers Guild. Reinaba la confusión, las preguntas y respuestas volaban en todas direcciones, sin ningún orden, y recuerdo que la gente estaba interesada en saber de Cuba, y que las preguntas eran de gran importe.

Esther María fue a saludar a Pichy, su amigo de los años, mientras yo me dedicaba a mirar en derredor y tomar notas mentales, como es mi costumbre.

Hacía unas semanas Brugués me había escrito diciéndome que no coincidía –y que tal vez hasta rechazaba– mi reseña de su película Juan de los Muertos. En esa reseña yo postulo la existencia de un cine contrarrevolucionario y proclamo la necesidad de llamarlo por su nombre y catalogarlo adecuadamente. A Brugués no le hizo ninguna gracia mi idea de que su obra fuera fichada de contrarrevolucionaria, y desde entonces me evita en todos los eventos sociales.

Hoy creo que casi todo el cine de Gutiérrez Alea es contrarrevolucionario, sobre todo Memorias del subdesarrollo, particularmente La muerte de un burócrata y Los sobrevivientes. Para mí es importante saber que hubo, desde los albores de la Revolución, un cine que rebasa las interpretaciones falseadas de los críticos, y entender que Titón es un gran artista precisamente por haber adoptado el punto de vista de la contrarrevolución, el único válido en su momento.

De todas maneras, la reunión era trascendente, había un grupo de escritores dispuesto a obtener información, algo que me asombró, conociendo la superficialidad de Hollywood. En cuanto los invitados tomaron asiento y les acercaron los micrófonos, comprendí que ninguno estaba a la altura de la concurrencia, que esquivaban las preguntas y se peloteaban chanzas y lugares comunes, y que, entre la traducción mala, la chabacanería y la ligereza, los cubanos habían conseguido irritar a los miembros del Writers Guild.

Entonces la conversación giró hacia el tema de la censura.

Ninguno lo tomó en serio, nadie habló del problema desde la experiencia de la sociedad totalitaria que ellos conocían de primera mano. La gente de Hollywood suele llevar este asunto hasta sus últimas consecuencias, debido al espectro del macartismo. Aquí la censura es una cuestión familiar, con una historia local.

Pero, a pesar de la gravedad del conversatorio, me pareció advertir que Pichy estaba ebrio. ¿Había bebido en demasía? Ciertamente, lucía achispado, despistado, tomaba las preguntas a juego, riéndose y tirando a broma las inquietudes del público. Entre Arturo Soto y él trataron de restarle importancia al asunto. Censura había en todas partes, explicaron, y en Cuba podía trabajarse sin problemas si te lo proponías. La cuestión de la censura no era algo que concerniera particularmente a los cubanos .

Entonces el celular de Pichy sonó, tres veces. El público esperó a que respondiera, y cuando por fin lo hizo, el famoso actor dejó su asiento y se encaminó a la salida. Un momento antes de alcanzar la puerta, se volvió hacia el salón, de cara a la concurrencia, teléfono en mano, y exclamó: «¡Es el Comandante en Jefe!».

El rebelde sin causa, el maverick del cine cubano, el buena gente de botas y chamarra de cuero, ¡invocaba al Comandante en los sagrados predios de Writers Guild of América! ¿Por qué razón? ¿Con qué derecho? A mis interlocutores y críticos les respondo humildemente que mis exabruptos están basados en estas impresiones de Perugorría.

Un miembro de la Academia no es una chamarra vacía y un par de botas de vaquero, y un actor de Lista A no es un cenicero de jiquí, sino el heredero de una historia imperial de derechos civiles. Pichy Perugorría es el igual de Dalton Trumbo, Lester Cole y John Wexley.  Ana de Armas es su compatriota y su compañera de gremio. El incidente en el aeropuerto José Martí, donde el cineasta Miguel Coyula y su actriz Lynn Cruz fueron difamados y acusados de traidores, y donde el fotógrafo Javier Caso fue apabullado y amenazado como un vulgar delincuente por unos esbirros de la Cultura, merecería al menos una protesta formal de nuestro más visible miembro de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. ¡Pero nada!

Evidentemente, no coincido con mis críticos ni en el estimado artístico de Pichy, ni en la medida de su responsabilidad, ni en la gravedad de lo sucedido en las catacumbas del aeropuerto José Martí: o Pichy exige una investigación independiente seguida de la renuncia del Ministro Alpidio Alonso y del viceministro Fernando Rojas, o debería tener el coraje de presentar su propia renuncia a la Academia de Hollywood.

Un Comentario

  1. aga

    Definitivamente, Nestorius, eres «Our man in Hollywood». Una duda familiar: ¿quién fue tu abuelo? Un cubano capaz de nombrar «Cástor» a un hijo (posiblemente hasta tengas un tío Pólux) y quizá a su nieto «Néstor», fue sin dudas un patriarca admirable, de alientos homéricos y grecolatinos. ¿No te has preguntado nunca por qué un actor buen mozo, de aceptable desempeño y que habla perfectamente inglés -es bicultural- como William Levy no ha prosperado en Hollywood? ¿Sabes que el inefable Oliver Stone (o Stunt) le ofreció para despreciarlo hacer un papelito de stripper, que afortunadamente Levy no aceptó? En medio de la desesperanza, incertidumbre y podredumbre generales, es motivo de tranquilidad al menos saber que tú estás ahí, espada en mano, contra viento y marea, enfrentando los molinos de viento… Alesso, frate

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