Ante los últimos sucesos en Venezuela, leer a Carlos Rangel, un latinoamericano profundo

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Hace unos años, conversando con un alumno del Seminario Teológico Fuller, de Pasadena, abordé el tema de América Latina. El joven seminarista, un gringuito sureño de 29 años, se preparaba para una vida de servicio en Latinoamérica, había aprendido español y convivido con familias mexicoamericanas del área de Los Ángeles. Sus héroes intelectuales, me confesó cándidamente, eran Walter Mignolo y Eduardo Galeano.

Le pregunté si conocía los libros del venezolano Carlos Rangel. Me dijo que no. Lo invité a cenar en casa y le entregué Del buen salvaje al buen revolucionario, la décima edición de Monte Ávila, del año 1982, que fue la que adquirí a mi llegada a los Estados Unidos. Luego de una temporada de intercambios periódicos, le perdí el rastro y no pude enterarme de sus impresiones del libro.

En cambio, quedé convencido, durante nuestras intensas pláticas, de que la educación que recibía en el Seminario Fuller, al menos en lo tocante a la historia latinoamericana, equivalía a un lavado de cerebro. He aquí a un joven bautista sureño que pensaba y escribía como cualquier comisario cubano del Ministerio de Educación, aunque no bajo presión, sino por convicción política, por íntima certidumbre. Un ejército de religiosos captados por la Izquierda mignolesca, deformado por macabros ideólogos latinos, aguarda a las puertas de templos y claustros, entrenado en sistematizar y divinizar las nociones neocastristas.

El hecho de que los textos fundamentales de Carlos Rangel sean suprimidos, o escamoteados, de los currículos de estudio gringos representa otra escaramuza en la batalla de ideas que libra a diario la academia izquierdista infiltrada en la jurisdicción de los Ivy League. La campaña de desinformación y diversionismo tal vez sea, a estas alturas, irreversible, y el daño al sistema educativo, irreparable. Estos son los mismos pedagogos que se opusieron al nombramiento de Betsy DeVos como Secretaria de Educación.

La edición inglesa de Del buen salvaje al buen revolucionario lleva el caprichoso –tal vez engañoso– título de The Latin-Americans: Their Love-Hate Relationship with the United States (Transaction Publishers, 1987), que pone el acento político donde no va, lo cual constituiría una flagrante bowdlerización de Rangel, sino fuera, además, la galeanización espontánea de cualquier debate sobre el significado de Latinoamérica.

A continuación, reproduzco unos párrafos de la “Introducción” de ese libro imprescindible, que debería ocupar la cabecera de todo ser pensante del hemisferio, por no decir que debería servir de almohada a cualquier criatura que haya tenido la desgracia de nacer en Nuestra América.

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Carlos Rangel

El fracaso de la mitología compensatoria

Entre 1492 y 1975 han transcurrido casi quinientos años, medio milenio de historia.

Si nos proponemos calificar esos casi cinco siglos de historia latinoamericana en la forma más sucinta, pasando por encima de toda anécdota, de toda controversia, de toda distracción, yendo al fondo de la cuestión antes de desmenuzarla, lo más certero, veraz y general que se pueda decir sobre Latinoamérica es que hasta hoy ha sido un fracaso.

Esta afirmación puede parecer escandalosa, pero es una verdad que los latinoamericanos llevamos prendida en la conciencia, que callamos usualmente por dolorosa, pero que traspasa y sale a la luz cada vez que tenemos momentos de sinceridad. Es decir que somos los mismos latinoamericanos quienes calificamos nuestra historia como una frustración. El mayor héroe de América Latina, Bolívar, escribió en 1830: “He mandado veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1. La América (Latina) es ingobernable para nosotros; 2. el que sirve una revolución ara en el mar; 3. la única cosa que se puede hacer en América (Latina) es emigrar; 4. este país (la Gran Colombia, luego fragmentada entre Colombia, Venezuela y Ecuador) caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos, casi imperceptibles de todos los colores y razas; 5. devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6. si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América (Latina)”.

En esos seis puntos de Bolívar está condensado en su forma extrema el pesimismo latinoamericano, el extremo juicio adverso de los latinoamericanos sobre nuestra propia sociedad. Pero vale la pena subrayar que por lo menos algunas de las profecías desesperadas de Bolívar se cumplieron al pie de la letra, por lo cual no se las puede atribuir únicamente al estado depresivo de un hombre envejecido, decepcionado y amargado, sino que son apreciaciones en las cuales están presentes toda la agudeza sociológica y toda la visión política del Libertador.

Desde 1830 hasta hoy se acumulan otros datos y otros puntos de referencia, adicionales a los disponibles para Bolívar al formular su juicio sobre el futuro de Latinoamérica:

  1. El éxito desmesurado de los EE.UU., en el mismo “Nuevo Mundo” y en el mismo tiempo histórico.
  2. La incapacidad de la América Latina para la integración de su población en nacionalidades razonablemente coherentes y cohesivas, de donde esté, si no ausente, por lo menos mitigada la marginalidad social y económica.
  3. La impotencia de la América Latina para la acción externa, bélica, económica, política, cultural, etc.; y su correspondiente vulnerabilidad a acciones o influencias extranjeras en cada una de esas áreas.
  4. La notoria falta de estabilidad de las formas de gobierno latinoamericanas, salvo las fundadas en el caudillismo y la represión.
  5. La ausencia de contribuciones latinoamericanas notables a las ciencias, las letras o las artes (por más que se puedan citar excepciones, que no son sino eso).
  6. En crecimiento demográfico desenfrenado, mayor que el de cualquier otra área del planeta.
  7. El no sentirse Latinoamérica indispensable, o ni siquiera demasiado necesaria, de manera que en momentos de depresión (o de sinceridad) llegamos a creer que si se llega a hundir en el océano sin dejar rastro, el resto del mundo no sería más que marginalmente afectado.

Casi siglo y medio después de Bolívar, uno de los primeros intelectuales hispanoamericanos (Carlos Fuentes) podía escribir: “Existe (para la América Latina) una perspectiva mucho más grave: a medida que se agiganta el foso entre el desarrollo geométrico del mundo tecnocrático y el desarrollo aritmético de nuestras sociedades ancilares, Latinoamérica se convierte en un mundo prescindible para el imperialismo. Tradicionalmente hemos sido países explotados. Pronto ni esto seremos: no será necesario explotarnos, porque la tecnología habrá podido –en gran medida lo puede ya– sustituir industrialmente nuestros ofrecimientos monoproductivos. ¿Seremos, entonces, un vasto continente de mendigos? ¿Será la nuestra una mano tendida en espera de los mendrugos de la caridad norteamericana, europea y soviética? ¿Seremos la India del hemisferio occidental? ¿Será nuestra economía una simple ficción mantenida por pura filantropía?”.

Como el de Bolívar, el pesimismo de Fuentes es insoportable para el amor propio latinoamericano. El mismo Fuentes pasa de estas reflexiones pavorosas al postulado de una acción revolucionaria, una ruptura indispensable para rescatar o crear una identidad latinoamericana menos lamentable, un proyecto modesto, pero propio y viable, que nos permita ser dentro del mundo, si no indispensables o distinguidos por lo menos independientes.

En todo caso, desde Bolívar hasta Carlos Fuentes, todo latinoamericano profundo y sincero ha reconocido, al menos por momentos, el fracaso –hasta ahora– de la América Latina.

Las colectividades humanas, enfrentadas con la realización de que otros formulan proyectos envidiables y los cumplen con éxito, pueden intentar la emulación, o bien el rechazo de los valores implícitos en los proyectos y los éxitos envidiados. También es posible (y este es el caso de América Latina) intentar la emulación y al no tener el éxito esperado, refugiarse en la mitología, como explicación para el fracaso e invocación mágica de un desquite futuro.

 

 

 

 

  1. PepeLePeu

    Muy bien. Me resulta curioso que todos los que logramos escapar hacia finales de la segunda década buscásemos los mismos libros, como si necesitásemos comprobar que no nos habíamos equivocado de historia. Dudo, sin embargo, que los Mignolo sean apenas unos infiltrados académicos, diría más bien que son la entidad misma de las humanidades, basta con ver el enorme cartel del Che que cuelga o colgaba, muy convencido en su ortodoxia ideológica, en su oficina, en Duke University, su camarada Fredric Jameson. Pero no estoy tan seguro de que no sean una especie en extinción o que el daño sea irreparable. Solo se necesita que sigan cortando las becas federales para estudiantes extranjeros para que desaparezcan sus programas doctorales, pues me cuesta creer que sean capaces de persuadir o sobornar solo con promesas a algún vecino de Biloxi para que estudie la despiadada represión poscolonial de los charrúas o los derechos históricos de las predilecciones gastronómicas de los tupinambáes. Ya ves, tus notas son siempre estimulantes.

    • Gracias PepeLePew, me agrada que mis notas estimulen, sobre todo a un lector tan atento como usted. Habría entonces que deshumanizar las humanidades, algo que ya pedía Nietzsche el educador, en ese ensayo tan actual que es su ataque a David Strauss, el confesor y el letrado. Estaríamos hablando entonces, en el caso de los Mignolos y los Jameson, de la misma «Cultura Filistea» de que se ocupan las «Consideraciones intempestivas» (realmente adelantadas a su tiempo), lo cual vendría a demostrar la perdurabilidad de esa baja cultura, como una especie de milenarismo que pasa por debajo del radar, y que marcha, cada vez más «convencido de su ortodoxia ideológica», hacia la victoria final.

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