‘Knives Out’: Los leninistas sacan el sable

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Hace unos meses, un amigo poeta, recién salido del cine, me envió un curioso mensaje de texto. Había ido a ver Knives Out y estaba estupefacto. Me escribió: «Acabo de ver la película. La estupidización liberaloide hollywoodense recorre como fantasma toda la Unión americana, y no creo que pueda detenerse».

Dejé pasar seis meses antes de responderle. Estas son mis impresiones del filme.

Marta Contreras recibe en herencia el catálogo completo de novelas detectivescas del famoso autor Harlan Thrombey (Christopher Plummer), docenas de títulos que representan una enorme cantidad de dinero en concepto de derechos de autor. Por si fuera poco, el viejo Thrombey le deja a la muchacha sus cuentas bancarias, su portafolio de inversiones y una mansión valorada en 65 millones de dólares.

Si algún lector cree que el filme retrata una situación distópica, sin posibilidad de realización fuera de la pantalla («¡Eso no puede pasar aquí!»), le recomiendo que abandone la lectura de mi reseña ahora mismo. Las líneas que siguen proponen una interpretación sibilina de Knives Out.

Marta es la enfermera de Harlan, y no sabemos con certeza si es paraguaya, ecuatoriana, brasileña, o una combinación de todo lo anterior: una familia de blancos ricos de Nueva Inglaterra no tiene que saber distinguir las doce naciones de América del Sur, más las siete repúblicas centroamericanas de donde proviene la casta de empleadas de servicio en Norteamérica. Basta saber que Marta es de uno de los «países de allá abajo», y que vive en un modesto apartamento con una madre indocumentada y cuidadosamente desgreñada (más sobre los distintos modos de despeinar a una latina en mi reseña de La Red Avispa).

Es preciso apuntar, por razones obvias, que el papel de Marta Cabrera lo interpreta la actriz cubana Ana de Armas: blanca, millonaria e inmigrante. Sabemos que Marta es buena y honesta, que cuida del vejete, que ha llegado a ser su persona de confianza y que suele jugar con él una variante del parchís chino llamada Go, para la cual se requiere un coeficiente intelectual por encima de 180. Es decir: Marta es una latina modesta, trabajadora y genial. Así van las cosas entre la enfermera y su anciano patrón en esta historia de príncipe y mendiga, cuando el viejo Harlan aparece degollado.

Sostiene una daga apretada en el puño y yace sobre un diván cubierto con piel de oso manchada de sangre, no es difícil inferir que se trata de un suicidio. El petit comité de la familia Harlan corre a reunirse en la mansión: son los típicos holgazanes que viven a costa de fideicomisos, carapálidas que jamás han disparado un chícharo. Vagos, malandrines y narcisistas. Son Linda, Walt, Joni y Donna Thrombey, y sus respectivos cónyuges y vástagos. Todos sospechosos de homicidio, y de algo aún peor: ser blancos.

Enseguida aparece Elliott (LaKeith Stanfield), el lugarteniente negro; y luego, el soldado caucásico Wagner, que se ha leído toda la obra de Harlan, acompañados de un tal Benoit Blanc (Daniel Craig), sureño con una papa en la boca, que ha sido contratado anónimamente por alguno de los miembros de la familia (es importante que no sepamos cuál, y que, más tarde, descubramos que fue el asesino). Benoit resultará ser el bueno de la película, desenmascarador de bitongos y salvador de la damisela indocumentada: su nombre, en clave, significa Bendito Blanco.

A estas alturas, el lector suspicaz se habrá dado cuenta de que Knives Out no se anda con sutilezas. Su crasa moraleja vendría a decir algo así como: «Los indocumentados heredarán la tierra», «El sentimentalismo os hará ricas», o «El suicidio de la aristocracia provocará…» (rellene el espacio en blanco con su pesadilla socialista favorita).

Gracias a la perspicacia del detective Bendito Blanco, lo que parecía un caso cerrado va embrollándose a medida que avanza la pesquisa. Knives Out sigue el formato de Diez Negritos (posteriormente llamada Diez Indiecitos, o Diez soldaditos, en la versión políticamente corregida), de Agatha Christie, y sirve al director Rian Johnson para llevar a los hogares de América la primera película ideológicamente diversionista producida en Hollywood: Knives Out no es «estupidización liberaloide», como escribía mi amigo estupefacto. Es leninismo de capa y espada.

En la película de Johnson, la oligarquía cede el poder a la plebe, en un caso de locura colectiva que provoca la secesión suicida. Mucho más sospechoso que un crimen no resuelto, es que ningún crítico haya formulado la inevitable pregunta: «¿A cambio de qué?», cuya respuesta parece ser: en pago por un poquito de cariño, a cambio de un toquecito de color latino.

Aquellos seres profundos y magnánimos que nos salvaron del desastre, los que nos socorrieron en nuestra angustia, los que nos abrieron las fronteras de su nación creada a sangre y fuego, los que acogieron a cuanta cultura se le ocurrió tocar a sus puertas, sin importar cuán extraña, necesitada o insignificante pudiera ser, los que abarcaron «mundos y volúmenes de mundos», como cantó su gran poeta, el blanquísimo Whitman, hoy se sienten inferiores. No solo inferiores, sino culpables hasta el punto de autoflagelarse, incriminarse y acusarse mutuamente de los peores delitos. Ahora son ellos los inhumanos, ellos los ilegales, y no las tribus poco solidarias al sur de la frontera, que empujaron a millones de sus mejores ciudadanos al exilio, la muerte y el desarraigo.

Ellos, los fríos, los justos, los inveterados humanistas, necesitaban de nosotros. Precisaban una dosis letal de salsa, de sandunga nuestra, y de esa sustancia pegajosa  llamada «sensibilidad», que ha resultado siempre execrable a las naciones poderosas. Ellos, que derrotaron a los nazis y liberaron Europa, que conquistaron, avasallaron y civilizaron al planeta, son ahora equiparados a los trogloditas; y no, ciertamente, a causa de sus ideas políticas o de su pésimo gusto en el comer y el vestir, sino por haber sido creados con un color de piel que hoy se considera ofensivo: White is the New Black.

En la confusión del momento presente, blanco es igual a nazi, igual a explotador-aristócrata-fascista, e igual a colaboracionista: lo blanco merece un proceso de Nuremberg seguido de un gulag eterno. America the Beautiful es ahora el Tsalal de Edgar Allan Poe y la nueva Saint-Domingue.

A quienes estamos hartos de semejante atropello, se nos encoge el alma ante las imágenes vandalizadas de Miguel de Cervantes y Cristóbal Colón. Soltamos una triste carcajada cuando vemos la estatua de bronce de Jimmy Hendrix pintarrajeada y ultrajada, pues esto significa que los atacantes tampoco reconocen al rocanrol como forma de arte, ni distinguen en el bronce a un maravilloso artista negro y revolucionario. (¿Qué harían con Thelonious Monk?). Para los bárbaros, no solo lo blanco, sino también lo broncíneo merece ser tostado en el fuego fatuo del igualitarismo, llevado a la pira hasta convertirlo en carbón. ¡Ha llegado la hora de los hornos!

Y todo ello es el legado de los Harlan Thromby de este mundo, el regalito envenenado de los Rian Johnson de Hollywood: poner en manos de la servidumbre el poder de vandalizar y no de avanzar; el de vigilar y castigar en lugar de liberar y sanar.

La suerte de los blancos oligarcas es la misma que les espera a los negros, los mulatos y los mestizos, aunque ellos aún no puedan imaginarlo. Serán expertos en Go, pero no en procesos políticos. Es solo cuestión de tiempo antes que los suicidas se den cuenta de lo que han hecho. Para entonces, ellos estarán instalados en el más allá, y nosotros, refugiados en alguno de «los países de allá abajo».

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