Trump entre los doctores

doctores

Trump es una personalidad artística. Trump debería interesarle a los críticos. Es la primera vez en la Historia reciente que un artista tiene el poder de redefinir lo político.

Hablo de un artista de Atlantic City y Television City, no de los teatros de Broadway. Hablo de la saludable dosis de indecidibilidad que Donald Trump introduce en el contexto de la Casa Blanca.

Los críticos malentendieron a Trump precisamente en la temporada en que creyeron haber entendido a Hamilton. Es natural que un artista no sea comprendido por sus contemporáneos, pero el caso de Trump requiere un salto imaginativo y una ruptura de los patrones mentales creados por la izquierda y su dispositivo de reeducación universal conocido como «Corrección Política».

A pesar de ser un decadente multimillonario (o quizás a causa de ello), Trump es un socialista a la manera en que Warhol fue un populista. Su exquisita «falta de clase» es lo que desorienta a las élites. Pero el lenguaje de Trump es el argot del nuevo realismo socialista.

Vayamos por partes.

Si es verdad que Trump ha sido un sátiro, no es menos cierto que esa misma propensión había vuelto irresistibles a Clinton y a Kennedy, y también a Obama, que fue un sex-symbol. Barack Obama fue el primer presidente en politizar su sex appeal y gobernar desde un atractivo que provocó la sumisión como respuesta erótica («¡Votaría por él una tercera vez!»).

La élite es injusta en su tratamiento de Trump: mucho antes de su llegada a la Casa Blanca, otros mujeriegos habían transformado la Oficina Oval en la «Oficina Oral». Está documentada la manera en que Clinton sedujo a Monica Lewinsky debajo del escritorio de Rutherford B. Hayes, y cómo John F. Kennedy, más circunspecto, montó a Marilyn Monroe en la villa campestre de Bing Crosby en Palm Springs.

Trump, como cualquier artista, lleva siempre la de perder. Cuando la izquierda exigió, en el momento más inoportuno, el retiro de las tropas norteamericanas del Medio Oriente, sin tomar en cuenta las consecuencias nefastas de tal repliegue, nos pareció una idea altruista. Cuando Trump salió de Siria, la izquierda denunció el peligro de una retirada a destiempo, si bien esa salida abrupta fue un gesto artístico que debió ser aplaudido en las galerías.

En lugar de recibir aplausos, Trump fue acusado de aislacionista y suprematista, aunque es un hecho que, a escala global, su aislacionismo no ocasionó una debacle comparable al imperialismo de Obama y Hillary.

El evento mediático conocido como «Primavera Árabe» fue una guerra secreta cuyos archivos han sido borrados. Naciones en vías de secularización quedaron destruidas durante el intenso período de contiendas asimétricas y operaciones encubiertas bajo la guisa de disturbios civiles y protestas espontáneas. El delito que Trump le imputa a la «prensa deshonesta» es, justamente, el de comisión por omisión.

La entrada de El-Sisi y los militares evitó el establecimiento de una satrapía islámica en Egipto, aun cuando Obama apostaba por Mohamed Morsi y la Hermandad Musulmana contra Hosni Mubarak. Entretanto, Hillary se deshacía ignominiosamente de Muamar Gadafi, nuestro aliado estratégico. En comparación, Donald Trump ha presidido un período de racionalidad y transparencia.

Paz externa, y también interna. Los lectores recordarán el incidente en que el sargento James Crowley arrestó al profesor mulato Henry Louis Gates Jr., en Cambridge, Massachusetts. Gates intentaba forzar el llavín de la puerta de su propia casa, y un vecino despistado—o sobornado—llamó al 911. El sargento Crowley se presentó en la residencia de Gates y trató de socorrerlo. El profesor le respondió con insultos racistas. Imposibilitado de controlar la ira del intelectual estrella, el policía procedió a arrestarlo.

Antes que el caso fuera llevado a las cortes, el presidente Obama tildó a Crowley de «estúpido» y regañó públicamente al departamento de policía de Massachusetts, dando por buena la versión racista de Gates. Más tarde supimos que el sargento era un instructor de sensibilidad cívica, y que, en 1993, cuando el basquetbolista Regis Lewis sufrió un infarto, había sido el primero en llegar a la cancha y aplicar resucitación de boca a boca al atleta agonizante. «Me importó poco si era negro o famoso», declaró entonces Crowley.

Nunca conseguiremos imaginar al presidente Donald Trump rebajándose a la escenificación de un incidente mediático en el que un profesor de Harvard corrobora la narrativa étnica de la ideología dominante. La escena de reconciliación en los jardines de la Casa Blanca, en la que Gates y Crowley compartieron cervecitas y zanjaron «diferencias», marcó el grado cero de la colusión presidencial.

Luego vendría el patético montaje en el velorio de los sacerdotes de Charleston, cuando Obama se mandó a cantar Amazing Grace ante un billón de seguidores del nuevo American Idol. Por si eso fuera poco, el mandatario aceptaría también la degradante tarea de cantarle Happy Birthday a la reportera Helen Thomas en el salón de prensa de la Casa Blanca. Nunca antes habíamos visto una complicidad tan patente de la industria del entretenimiento y el poder ejecutivo.

Si estas son solo algunas de las locuras de los Obama y los Clinton, ¿qué decir de la política exterior del más depravado de los presidentes norteamericanos, el indefendible Jimmy Carter, un manisero de Georgia que le tiró la puerta en la cara al divino Shah de Persia después de obligarlo a realizar unas reformas amañadas que condujeron a la revolución islamista del ayatolá Jomeiní y a la permanente desestabilización del mundo?

Jimmy Carter, que negoció el ascenso del sandinismo en Nicaragua y salvó a Fidel Castro en el Mariel, es considerado, hoy en día, un humanista de la estatura de Gandhi. Este es el tipo de blanqueado al que Trump, el realista socialista, jamás tendrá acceso. Para Donald no habrá Habitat for Humanity.

Trump alcanza sus momentos artísticos, sus momentos pintorescos, cuando dice que el covid-19 es una patraña (a hoax), o cuando habla del Clorox como posibilidad higiénica. No en balde se le ha asignado un color mediático específico, mientras que Barack Obama, que pudo haber sido el «presidente negro», tuvo que resignarse a ser un presidente incoloro.

Paradójicamente, Trump tampoco ha sido el «presidente blanco», como era de suponerse, sino el «agente naranja», líder carismático del hipotético Partido del mismo matiz. El naranja consigue definirlo con exactitud, aunque la etiqueta no haga más que revelar la nueva discriminación basada en el color de la piel como atributo mediático.

El naranja es el color de los payasos, y la izquierda expresa en clave cromática su desprecio por el mamarracho en jefe. Referida al cutis de un viejo que encubre su decrepitud con afeites y enjuagues, la designación acarrea una afrenta gratuita al anciano líder de la revolución artística.

Sin dudas, la política se degradó durante la presidencia Donald Trump, pues donde antes hubo un pantano estatista (the swamp), ahora encontramos un clown gesticulante hundido hasta el cuello en el lodo. El payasesco golpe de Estado institucional, perpetrado a la vista de un público que sancionó el putsch—cualquier putsch—solo por demostrar su disgusto con el hecho estético del trumpismo, es lo que se conoce hoy como «resistencia».

Pero el lodo seguirá siendo lodo, y un «agente naranja» de peluca empolvada será siempre una incongruencia en el marasmo adonde fue empujado por las circunstancias. A la marisma pestilente, Trump opuso la idea del Mar-a-Lago, el spa salutífero remojado en clorín y agua de Florida.

La izquierda respondió a la acusación de podredumbre creando la imagen del payaso naranja—pero la idea del swamp contenía una bella promesa de saneamiento civil y sanidad pública. La violenta reacción al veneno naranja, inoculado en el cuerpo político enfermo, confirmó la efectividad del bacilo.

Un enfermo crónico es aquel que, aun en la agonía de la muerte, insiste en que la enfermedad es la salud. Si el catarro chino lo está matando, apoyará la candidatura de un politicastro maoísta; y en el momento en que el comunismo demuestre su virulencia a escala molecular, pretenderá curarse por el anticapitalismo.

Consideremos ahora el hipotético caso de un virus modificado que escapa del Instituto de Investigación de Enfermedades Contagiosas, en Fort Detrick, Maryland. Los periódicos harán todo lo posible por culpar a las Fuerzas Armadas norteamericanas y exigirles una explicación de lo sucedido. Mencionarán repetidamente la localidad donde radica el instituto y bautizarán al virus con ese nombre. Es decir: harán exactamente lo contrario de lo que hicieron en el caso de China y el covid-19.

En el caso del coronavirus, se prohibió cualquier mención de China, sus Fuerzas Armadas o el Centro de Virología de Wuhan so pena de censura y ostracismo. Consideraciones de interés nacional no entran en el cálculo de la prensa «deshonesta», para la que el anti-americanismo no es xenofobia.

En la actualidad, cada tergiversación mediática viene estampada con un cuño de legitimidad ex cátedra, del tipo «Al menos siete agencias de inteligencia lo confirman», o «Es el consenso de la comunidad médica», o «En la opinión de los más notables especialistas», con el que se pretende dejar sin efecto cualquier disidencia. La verdad ha de ser infalible e irrevocable si las directivas vienen de un Comité Central y Santa Sede que determina—ex facie—qué es ideológicamente «correcto» e «incorrecto».

La narrativa incontrovertible sobre origen del covid-19, aparece expresada en la «firme conclusión» del buen doctor Robert E. Garry, de la Universidad de Tulane: «La naturaleza encontró una mejor manera de lo que cualquier humano podría haber diseñado para crear este nuevo virus». A lo que, Josie Golding, jefa de epidemiología de la organización Welcome Trust, agrega: «Así ponemos fin a cualquier especulación sobre una ingeniería genética deliberada».

Gracias a un discreto mecanismo de autocensura, entendemos qué debemos pensar, decir y ocultar en cada contexto. En caso de duda, la didascalia de la prensa deshonesta nos aclarará «las diez cosas que usted debe saber» acerca de cualquier asunto—mientras Google Doodles escoge por nosotros qué fechas celebrar en el nuevo santoral reformado.

Un pensamiento cautivo, sin dudas—con la diferencia de que el carcelero no aparece por ninguna parte. Si Trump nos resultara demasiado estridente, nos confortará saber que el gobierno en las sombras permanecerá por siempre indetectable.

Es por todas las razones expuestas anteriormente que Trump aparece, a la vista de muchos, como la encarnación de la «luz pública». Por eso, cada uno de sus faux pas lo hace más repugnante y vulnerable, pero también más auténtico y vívido, y más imprescindible. Cada grosería y cada impertinencia lo humaniza en una época marcada por la inautenticidad y el puritanismo sectario.

Deshumanización y politización de la vida cotidiana: situarse por encima del pensamiento cautivo, con todos los peligros que esto acarrea, provoca un irreprimible sentimiento de supremacía. Tal como lo enseña Nietzsche: si hay algo que el esclavo no soporta es la prerrogativa del hombre soberano. Porque «empoderamiento» es solo la mala imitación de la voluntad de poder: un poder cedido o compartido no es un poder legítimo. Es un poder hecho en China.

 

 

 

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