En alguna parte de Los Ángeles, en algún rincón encontrado por casualidad al giro del volante, de la misma manera que William Holden topa con la mansión de Norma Desmond en Hancock Park, como aparece el Pacífico al final de un agujero recortado en el telón de la urbe, así debe haber un barrio persa en el oeste, quizás en los remates de Brentwood y Bel Air, donde se hable farsi exclusivamente, donde la mafia iraní opere un contrabando de éxtasis, diamantes, tigres de Sèvres, donde un palacio exagerado muestre en la concavidad de sus conchas una hilera de columnas salomónicas, donde una muchacha en chador asole las aceras sombreadas, no identificadas, orientales y, a la vez, muy angelinas, mientras que en cualquier otra parte otros seres vivan en carne propia una novela de Pynchon, desmoronándose en un idioma angélico inducido por el PCP, sin llegar a entenderse jamás, ni a coincidir nunca en el inmenso valle de lágrimas, entre cañones confusos separados por lugares inexactos con nombres como Studio City, donde las personas reales semejan hologramas y donde una criatura irreal puede nacerle a una familia cualquiera de productores (de cine, naturalmente), ser la hija de Minnie Riperton, cantante negra de los setenta que murió a los 31 de cáncer fulminante, y en esos mismos predios sembrados de palmeras y sicomoros encontrar de pronto la respuesta al enigma de América, a su nacimiento venusino en las alborotadas aguas del Pacífico, océano bordado en la madreperla del respaldar de un butacón búlgaro, allí donde la ciudad emerge absoluta, obsoleta, insolente en toda su vileza, en toda su patraña y franqueza, en toda su vulgaridad, virginidad y lujuria, en toda su regresión y autoagresión, avaricia y beneficencia, porque hablarla, contarla requiere un lenguaje hecho de caricias, tropiezos, toses, gritos y disparos, en tagalo rociado de azucenas, en spanish espolvoreado de harina blanca, allí donde los vampiros deambulan en la noche cubiertos con caperucitas de seda, allí donde la foto del Shah ocupa la pared donde debió estar el Che, donde cepillarse los dientes y pulirlos como un piso de mármol de un palacio de La Brea es un deber, las cámaras lo exigen, un afilamiento dental que permita entrarle a la carne tumefacta del cuello de América, allí donde la aorta late de tráfico y las transacciones ocultas ocurren en pantalla entre un Benicio del Toro y un tal Joaquin Phoenix, allá donde los mundos subalternos se tocan, conducen a otro set, a otro sequence, a otros ambientes ahumados, anegados de llanto, sin salir jamás de la superficie, porque Los Ángeles se presta a todo, su Historia es solo historia del cine, y sus calles son puertas irreconocibles para quienes no tienen la llave, la dicha y la desgracia de haberla vivido, ni saben que el cuento es siempre acerca de ella, también llamada Ciencia, Gomorra y novia de Frankenstein.
Estas dos películas retratan a LA otra vez y la tratan como el reflejo de algo situado más allá, aquello que cae del otro lado del frame, el recuadro que es el marco narrativo del cine, llámese Vista, Cinerama, Azteca o Arclight; es la presencia real (en el sentido de lo real que Velázquez da al reflejo de una pareja de actores en el azogue), porque Los Ángeles se encuentra, como ciudad, como entidad, en la misma relación de Velázquez con su cuadro: ella es la pintora de la corte (y quizás así haya nacido la idea imperial del cine). De la misma manera solipsística, Paul Thomas Anderson reduce la exuberancia barrueca de Thomas Pynchon a los confines de un retablo que lo incluye también a él como observador de la polis, que aquí aparece bajo el seudónimo de Gordita Beach, pero que no es otra, en su manipulada congregación semiótica, que Studio City, la cuna multifacética del director. La Sodoma de P.T. Anderson fue trajinada antes por otros, prostituida por cada arribista capaz de montarla, de hacerla sufrir, aunque nadie como Raymond Chandler para ofenderla y darle voz de puta, millonaria y neurasténica, de manera que Pynchon en Manhattan Beach, en los sesenta, donde viene a escribir Gravity’s Rainbow, se empata con una tal Phyllis Coates, la primera Lois Lane, y queda preñado de la idea de Lalaland que reaparece bajo las olas sulfúricas de su prosa hiperrealista en la novela Inherent Vice (2009), llevada al cine por Anderson, y parte del gran ciclo pynchonesco californiano que incluye, además, The Crying of Lot 49 (1966) y Vineland (1990).
Chandler, el agente de Dabney Oil, el dandy de la Universal: su ciudad está bañada en perfume de Marlowe, festoneada con corbatas de guinga, empapada en martinis secos, atenazada por la más incurable y definitiva manía de persecución. Los doctores borrachos, los dentistas encubiertos, las herederas funambulescas y los altos sanatorios geriátricos, vienen de Chandler y pasan de Pynchon a Anderson como una cálida ventolera de Santa Ana. Y qué duda cabe de que Joaquin Phoenix es puro Pynchon, que así debió haber lucido el escritor por la época de los hippies, dientes encaramillados y quijada prognática, que en Phoenix se traducen en labio leporino, en el momento horrible en que los soixante-huitards descubren a un asesino en la fiesta: Charlie Manson, el magnicida, el matador de lo groovy. Esta es la punta del arco iris, el punto de giro de la Historia, con mayúscula, y de la story (en bastardilla y versalita). Allí comienza el segundo tomo (toma) de la ciudad, también llamada Rosa de Sharon (Tate) y Dalia Negra.
Por otra parte, en West L.A., occidente local que define toda una modalidad óntica absolutamente separada de su hábitat oriental –Pasadena y alrededores–, aparece una joven vampiresa cubierta de burka. Ella habla farsi solo porque es el idioma oficial del vecindario de UCLA; ella ha sido creada en la escuela de cine de alguna escuela de moda, instalada delante de las cámaras, criatura esencialmente calif, emparentada en el crimen con Manson y Chandler, ciudadana de un mundo que comienza en el paso de Sepúlveda y el 405, no lejos de la tumba de Marilyn, Spago y la sinagoga Nessah. Ella es bella como la amapola que crece en las tumbas. En su casa comen pan barbari y siguen Who Wants to Be a Millionaire en armenio. Una película persa rodada en Barkerfield y Taft, que sucede en un pueblo fantasma llamado simplemente Bad City, donde hay un chulo típico y un vendedor de drogas, un mundo en blanco y negro mucho más natural que el verdadero. Si tuviese que escoger una sola escena memorable de 2014, sería el momento en que Arash, acabado de salir de un baile de disfraces donde tomó éxtasis y se puso colmillos postizos y una capa negra, topa en la calle con la vampiresa real que camina sola de noche como un capullo coránico negado a la decadencia, ambos boquiabiertos debajo de un poste de luz, él arrebatado y ella buscando el elixir de vida en la vena. . . cuando, de pronto a Arash se le ocurre presentarse con un absurdo ¡Soy Drácula! Comedia de errores, juego de espejos donde Los Ángeles no se refleja en su talante cotidiano, sino en su esencia secreta.
Aclaro, de paso, que al referirme a lo pynchonesco estoy pensando también en el nombre de un estilo de pintura –tal vez, de toda una escuela del saber– creada por mi amigo Julio “Pichón” Consuegra, de la Pequeña Habana. Quien desconozca la obra de Pichón, artista conceptual que ya va por los 22625000 mil lienzos, se está perdiendo la lucidez del pichonismo, el último fenómeno del arte moderno cubano.
De todas maneras, Joaquin Phoenix (llamado primero Leaf y hoja) tiene sus propios problemas angelinos. Su hermano River es un mártir de Los Ángeles. Cayó en la santa acera del Viper Room, centro mundial de peregrinaje, a unos pasos del antiguo apartamento de Orlando Jiménez Leal en West Hollywood. Esta es una zona traumada, aquí las cosas toman dimensiones estelares. Si las palabras más dichas en Inherent Vice son “hippie” y “hippie de mierda”, entonces Joaquin es simplemente mierda de hippie, deyección y desecho de la cultura que ahora le tocó representar. Hijo de fanáticos nacido en Puerto Rico de padres entregados al culto de los Hijos de Dios, Joaquin es la estampa del asesino en serie y, en circunstancias menos propicias, pudo haber sido un Manson leporino, seguido de sus hermanastras Rain, Liberty y Summer. Da escalofríos verlo en The Master, que es la obra maestra de Anderson, porque allí el mal de nacimiento y la maldad contranatural firman un acuerdo en pantalla. Vender el alma al diablo, para Joaquin y Anderson, es hacer cine.
Esos chusmas que retrata Pynchon, esos Phoenix que aterrizaron en California con las tropas vencidas del 68, esos que protestaron por Vietnam y quemaron la cédula y la bandera, pero que llevaban la guerra en las venas y la locura en el cráneo, esa canalla, digo, trajo labios hendidos, gonorrea y sicosis, fanatismo político y religión de Estado. Intermediaria en el proceso de aberración social es la policía, porque Los Ángeles, entre otras cosas, es el Primer Estado Policíaco, y no en balde Pynchon tuvo su epifanía detectivesca en Manhattan Beach, donde concibe, en un estudio de planta baja, lo que hoy conocemos como surf-noir. Si es cierto que nadie lo ha visto nunca, algunos creen que asoma en Inherent Vice en una foto de prensa, detrás de Eric Roberts, ese otro desaparecido. Anderson fue siempre un cazafantasmas, y ahí está su fantasmagórica mujer en el pequeño papel de recepcionista: Maya Rudolph, un cruce de salamandras artísticas. Su madre murió demasiado joven dejándonos un falsete, una noche podrida en los suburbios de La Habana con un radio portátil al hombro de un bello adolescente, y una mala noticia que no se nos entregaba: Minnie Riperton, después de cantar como el fénix, moría de cáncer de seno. Creo que, por macabro que parezca, Maya aparece en el filme como otro prop de la época, recordatorio de lo que fue la muerte en los tiempos del casette y el corte campana.
El asunto del deterioro estructural, de cualquier vicio inherente, es llegar hasta el primer engaño, que en este caso es un magnate secuestrado, versión libre del novelista borracho Roger Wade, en The Long Goodbye, y alcanzar el yate fantasma The Golden Fang, tan chandleriano, pasando por la rubia Shasta, de pezones como ovnis, la elusiva ninfa de Phoenix, que aquí es el enmariguanado detective Doc Sportello, y por Ojai, locus de Jiddu Krishnamurti, a dos horas luz de Los Ángeles, y por una larga cadena de intermediarios y otras tantas matrioskas pintadas por un chino, infinitas versiones de lo mismo que desembocan en el vacío (filmar el vacío es el genio de Anderson), y por el coño de una muñeca, abierto en la puerta de un salón de masajes llamado Pussy Heaven, y por el despacho de un degenerado y absolutamente brillante Martin Short, y por el precinto del detective Christian “Bigfoot” Bjornsen, mamador de plátanos y paleticas de helado, y por la fiesta en la piscina de Sloane Wolfmann, la escena del año, la secuencia para la que Anderson se había preparado desde los tiempos de Boogie Nights, y todo esto solo para empezar a mentar a Los Ángeles, para rozarlos apenas con el dedo como si fueran tetas, solo por disipar la niebla del Pacífico que nubla la conciencia y que ya en el XIX llamó la atención de la parejita de R. L. Stevenson y Fanny Van de Grift Osbourne, unas leguas al norte, en la más grande aventura de prófugos avant Hollywood.
C’est dommage!!! Soy el primero q comenta aquí 😦
Impresionista pero entretenido
Gatito guta pescadito 🙂