Melancholia: Von Trier monta en cólera

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El perverso atractivo de Melancholia radica en el asunto de nuestra inminente destrucción, y del tipo de fuerza, humana o divina, que obrará el milagro: el Islam, el Meteoro, la Bomba o la Epidemia.

En esta ocasión, el discurso de Lars von Trier no está circunscrito al celuloide, sino que viene acompañado de declaraciones paralelas, igualmente significativas. Que el director hablara en Cannes de Hitler es relevante, porque el lugar de ese führer mentado lo ocupa en la película la música de Richard Wagner. Algunos se escandalizaron al oír “el nombre” en labios del cineasta, aunque no hubo protestas en la sala de proyecciones, donde el espectro del nacionalsocialismo planea de manera simbólica, sintomática o, si cabe la expresión, melancólica.

En Cannes, Von Trier no hizo más que parodiar al modista John Galliano y epatar al estrellato que asiste al festival como quien va a Bayreuth. El director se mofaba sin dejar de hablar en serio, y tal vez mucho más seriamente de lo que nadie había hablado antes en Cannes. Para corroborar lo dicho, en jarana y entre dientes, ahí está su película, que es El triunfo de la voluntad para la era de El Rompebodas.

Justine, o los infortunios del estrellato

Melancholia es, entre otras cosas, el vídeo amateur de una boda. Cuando el chófer de la limusina no logra negociar una curva, la pareja recién casada de Justine y Michael (Kirsten Dunst y Alexander Skarsgaard) se turna al volante, y entonces el cine imita al reality show. La escarpada ruta conduce a la hacienda de John (Kiefer Sutherland), el perfecto cuñado cuya largueza ha hecho posible la fiesta.

La primera parte transcurre en una McMansion con campo de golf anexo. Podría tratarse del castillo de El último año en Marienbad o del palacete donde agoniza John Gielgud, en Providencia, de Alain Resnais, a quien Von Trier cita y recicla. Ese primer capítulo es también una sátira de películas americanas del tipo The Wedding Planner. Con su calamitoso epitalamio, Von Trier parece estar insultando personalmente a Jennifer López y Matthew McConaughey.

El ramillete de azahares le es arrebatado de las manos a la novia y tirado a mierda. La moralina y el arroz de colores caen bajo las botas de los convidados. Charlotte Rampling, en el papel de la madre (“¡Ahórrenme los cabrones rituales!”), es la encarnación fílmica de la vieja arpía llamada Europa. Udo Kier continúa siendo, aún aquí, el Drácula de Andy Warhol, y Sutherland aparece en uno de los roles rocambolescos asignados tradicionalmente a su álter ego, el Jack Bauer de la serie “24”, enfrentado ahora a la amenaza de terrorismo cosmológico.

Penetramos con ellos en el círculo mágico que pisó Norma Desmond en Sunset Boulevard, donde Cecil B. De Mille era realmente Cecil B. De Mille, y Gloria Swanson, realmente una estrella venida a menos. La ficción opera, en Melancholia, en dos niveles: uno actual y otro mítico. La publicitada neurastenia de Kirsten Dunst y el famoso gorrión de Lars Von Trier migran al celuloide: nos encontramos en el lote B de algún estudio universal donde cada actor está en libertad de ser él mismo.

El cine del director danés le habla a un público al que no le es ajeno el mito y que opera en una cultura donde los personajes de la pantalla han adquirido estatus divino. Por eso Dunst debe ser, simultáneamente, Ofelia e Isolda: la música de Wagner ha sido creada para ella, para la escena clave en que posa –ondina de Zentropa– como dios la trajo al mundo.

Nuevo Götterdämmerung

Todo gran artista anuncia el fin del mundo, pero Melancholia asume la perentoriedad de un Apocalipsis con figuras. La cámara en mano es el buril que inscribe el encuadre fílmico: la boda parece un baile de San Vito planeado por Durero. Una Arri Alexa digital esboza la neurastenia, el espasmo y la depresión, esos aspectos ínfimos de la maladie du temps que el costumbrismo hollywoodense ha proscrito.

Melancholia es, además, el nombre de una dolencia –la bilis negra o atra bilis–, y el título de un grabado dureriano (Melencolia I) en el que aparecen una estrella, una tabla mágica, un romboedro trunco y un perro. La imagen contiene al famoso ángel con la mejilla apoyada en la mano, en gesto de impotencia o de fatiga. Se trata, obviamente, de un ángel alicaído, anunciador del ocaso.

El “Fin”, pronosticado para el año 2012, se conocía entre los hindúes con el nombre de Kali Yugá, una edad de muerte, revolución y grandes migraciones. En anticipación de tales eventos, los cátaros aconsejaban comer vidrio molido, y los romanos, abrirse las venas. Los egipcios de la lejana época que describe el papiro de las Admoniciones de Ipuur, vieron a los esclavos convertidos en señores, y a los indignados clamando en las calles: “¡Acabemos con los ricos!”. En la película de Von Trier, Melancholia es un planeta de la constelación de Scorpio. Como un Tycho Brahe de Mecánica Popular, John hace coincidir un astrolabio de alambre con la circunferencia del planeta maléfico. La presencia de la estrella no tarda en hacerse sentir: a la manera de melancólicos pararrayos, los terrícolas reciben suaves descargas magnéticas, los caballos relinchan y la locura campea por su fueros, pero ni la ominosa presencia de lunas paralelas les persuade del inminente cataclismo.

El orden terrestre nunca estuvo preparado para el encontronazo con el orden celeste: si los partes oficiales presagian un desastre feliz, es porque el happy ending constituye el más elemental de los derechos humanos.

Iconografía saturnina

En su Filosofía de la magia natural, el sabio germano Cornelio Agrippa (1486-1535) afirma que los individuos melancólicos, regidos por Saturno, son “dados a la conjetura y reciben fácilmente las impresiones de los astros”. Este aspecto saturnino de la melancolía atañe particularmente a la obra de Lars von Trier, que es aquí el visionario y adivino que mira a lo profundo del espíritu europeo: si Melancholia es un planeta de materia gris –la sustancia de que están hechos nuestros miedos–, Europa es una nave al garete, a merced de su nefasta influencia.

Lo judío aparece de dos maneras: una, en el caballo llamado Abraham. Allí, en el establo, está el origen, o b’reshit, que Platón situó en la caverna de La República, donde aparecen un recóndito corcel de hierro y un jinete muerto. El judaísmo es ese misterio, y ese símbolo caballuno y cabalístico. La otra es Claire, la oscura: Charlotte Gainsbourg con su cara hebraica de caballo asustado.

La dualidad de las hermanas Justine/Claire podría ser una cifra del enfrentamiento entre Europa y América (la del norte, la de Hollywood, donde Von Trier nunca ha puesto el pie): Europa como el Inconsciente, y América como el Ego del mundo.

El eterno retorno de las fuerzas saturninas que encontraron expresión en Nietzsche y en Wagner resulta ineluctable desde el punto de vista de Melancholia. El Hitler “entendido” de Von Trier en Cannes hizo su más espectacular aparición en la estética de Matthew Barney y, últimamente, en el führer sincrético de Maurizio Cattlelan.

Aún otra exégesis descubriría la fuerza centrípeta del Islam como el último coletazo de un universo petrificado y lunático: un satélite fijo desde hace héjiras en el firmamento de Occidente, y al que no le queda más que estallar o estrellarse contra las torres gemelas de la Belleza y la Justicia judeocristianas.

 Muerte en el tipi

Por último, la traición de John y su suicidio en la cuadra dejan un regusto amargo en la boca del espectador, y resultan mucho más desmoralizantes que el choque del planeta. Creo que justamente en ello radica el antiamericanismo de Von Trier: en desconfiar de la salvación hollywoodense que representan Sutherland y su álter ego.

Refugiados en un tipi, Claire, Justine y el pequeño Leo (Cameron Spurr) esperan el Armagedón. ¿Por qué en un tipi? Quizás porque la extinción de los indios norteamericanos constituye la única instancia de holocausto no registrado por la memoria histórica, sino por el folclor cinematográfico. El tipi es el símbolo de un frágil castillo interior, tan inoperante para los sioux como habrá de serlo para los que alcancen a ver el fin de la Historia. Si antes, en Dogville, Von Trier había concluido su ópera con un videoclip de Bowie interpretando Young Americans sobre un collage de negros mordidos por pastores alemanes, aquí el tipi tiene la misma función alegórica –darle a los gringos su propia medicina–, aunque de manera mucho más rotunda.

Diciembre 27, 2011

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