Mi amigo me absolverá

Andrés Carrión

Hace 30 años yo estaba en la misma situación en que se encuentran en estos momentos los 75 periodistas encarcelados. Fuí, en el Cienfuegos de 1973, una especie de reportero independiente. Si el gobierno decidía cambiarle el nombre a la avenida Carlos III, yo protestaba mediante la escritura de un poema, copiado después al carbón (en la era pre Internet) y repartido entre mis compañeros de clase. Algunas copias llegaban hasta La Habana, dirigidas a los viejos amigos de la secundaria básica y de la Academia San Alejandro. Cargaba los poemas en mi carpeta, para que nadie tuviera acceso a ese archivo de atrocidades.

Había arribado al preuniversitario José Luis Estrada un año antes, huyendo de La Habana. En la capital, mientras cursaba estudios de bellas artes en San Alejandro, dirigida entonces con mano de hierro por el sinuoso Ahmed Safille, me busqué problemas y fui expulsado (en 1972), junto con otros «inadaptados» y «desviados». En la secundaria José Antonio Echeverría, de la Manzana de Gómez, adonde fui a parar luego de la expulsión, me sorprendieron leyendo Fuera del juego. El director de esa escuela, un tal Iván, me advirtió que si persistía en mis lecturas arriesgaba también la salida de aquel plantel, donde me habían acogido en la desgracia. Me pidió que no volviera a usar el crucifijo que llevaba al cuello.

Unos semanas más tarde, el director de la J. A. Echeverría convocó una reunión de los hijos de miembros del Partido. Me presenté, cargando otra vez con mi cruz y mi ejemplar de Fuera del juego. (Mi padre era entonces el delegado de Educación en un pueblo de provincia, y hacía poco el Partido le había encargado buscarle albergue a una pareja de «castigados» que venía de La Habana. Los castigados eran Belkis Cuza Malé y Heberto Padilla. Años más tarde, en Miami, hablé con Heberto sobre ese cruce de nuestros destinos). Cuando el director me vio entrar, quiso saber qué me traía por allí. Le expliqué que mi padre era miembro del Partido y que, desgraciadamente, la reunión me concernía. Se trataba de un encuentro con oficiales de la Seguridad de Estado que venían a reclutarnos. Nos explicaron que necesitaban “cuadros” dentro del estudiantado. Pedí permiso, y salí, aduciendo incapacidad para servir de chivato. Tenía entonces 16 años y ya cargaba también con el estigma de contrarrevolucionario.

Decidí dejar La Habana por un tiempo. Mis amigos me aconsejaron que me fuera. Mi padre pensaba que estaba “quemado” y que debía regresar a Las Villas. Mi abuela, que me dio albergue en La Habana, tampoco podía soportar más mis noches de arresto, cuando salía de una fiesta y terminaba en la estación de Zanja, llamándola y colgándole, para engañar al policía y evitarle que fuera a sacarme de madrugada del calabozo. Así fue que llegué al preuniversitario de Cienfuegos con expedientes de hippie, contrarrevolucionario, católico, diversionista, desviado y desafecto, entre otros. Lo leí en las caras del director, Rolando Cuartero, y el profesor de Historia y jefe del núcleo del Partido, Armando Pérez, el día que fui a matricularme: allí no era bienvenido.

A pesar de todo, tuve la fortuna de que me tocaran varios excepcionales compañeros de clase. Uno de ellos, el actor y dramaturgo Oscar Álvarez, se convirtió enseguida en mi amigo inseparable y, pasado un tiempo, en cómplice de mi amargura, en interlocutor de mis argumentos, en lector y crítico de mis poemas. Caminábamos las calles de Cienfuegos componiendo versiones de los lemas oficiales, burlándonos de la ubicua imbecilidad, desmontando el sistema. Nosotros “entendíamos”, y estábamos en la obligación de iluminar a los otros. Mi poema contra Salvador Allende, como todos los poemas contrarrevolucionarios que escribí entonces, fue a parar, naturalmente, a las manos de mi querido amigo, el único que me comprendía.

Por fin, la mañana del 14 de Octubre de 1974, mientras me encontraba en la clase de Historia, dos muchachos de la Sección Cultural asomaron a la puerta del aula y le pidieron al profesor que me permitiera asistir a una reunión “muy importante” que tendría lugar en la delegación provincial del Ministerio de Educación. La cosa, dijeron, tenía que ver con una “asignación de libros». Sospeché que se trataba de algo más, aunque nunca imaginé lo que me esperaba. Caminamos Prado abajo, hablando de Carpentier, a quien yo, –¡por supuesto!– consideraba un escritor malo. ¡Hasta el último momento estuve añadiendo páginas de horror a mi expediente policial!

Recuerdo que esa mañana llevaba en la carpeta unos poemas críticos y un análisis del papel represivo de los CDR, y que cuando salía del aula, los compañeros de la Sección Cultural insistieron en que dejara la carpeta debajo del pupitre. Me negué a hacerlo, por miedo a un registro. Unas semanas antes, a la hora del receso, había encontrado a una alumna de tercer año en mi aula de segundo, sospechosamente cerca de mi puesto. La muchacha –la típica gordita de espejuelitos gruesos y dientes botados– era una rabiosa militante de la Juventud Comunista, y su nombre reaparecerá en esta historia municipal de la infamia: Marianela Ferriol. Pero ahora llegábamos por fin al Ministerio, donde mis guías me dejaron, con la promesa de que pronto alguien me llamaría a la famosa reunión.

Acto seguido vi asomarse en el descanso de una escalera al mismísimo director Rolando Cuartero. Al momento volvió a meterse y no lo vi más. El director Cuartero había dejado de hablarme hacía meses, en el único caso que conozco en que un maestro de escuela se peleara a muerte con un alumno. Varios compañeros me habían venido con el cuento de que Cuartero les había ordenado darme la espalda si yo me acercaba. No pude creerlo; pero una tarde, después de las clases, cuando todos se disponían a discutir un nuevo discurso de Fidel y yo pedí permiso para retirarme, una explosión de ira en el estudiantado me ratificó los reportes de mis confidentes. Algunos muchachos se quejaron de que mi indiferencia rayaba en lo delictivo. De todas maneras, (aunque muy asustado y esperando lo peor) enfrenté mi destino en la recepción de aquel venerable edificio, ruina de la República y símbolo de una clase media educada –maestros normalistas y pedagogos maristas convertidos en cuadros fidelistas– que blandía su filisteísmo como un arma afilada. No tuve que esperar mucho.

Cuando, sudando copiosamente y con la vista nublada por el miedo, alcancé a ver a dos policías bajarse de un auto Alfa Romeo frente al Ministerio de Educación, quedé petrificado. Se acercaron a mí y me pidieron que los acompañara. Así y todo, atiné a exigirles que me mostraran la orden de arresto. Perplejos, abrieron una carpeta roja y me enseñaron un documento donde aparecía mi nombre y algo borroso sobre el «diversionismo ideológico». Eran las nueve de la mañana. A las diez estábamos frente a la puerta de mi casa en Cumanayagua. Por el camino les expliqué que era mejor que me llevaran directamente a mi destino, sin pasar por mi casa: mi madre se moriría del susto cuando me viera escoltado. Me explicaron que eso era imposible, pues debían efectuar un registro. Así que mi madre abrió la puerta y cayó redonda al piso. Los dos guardias la recogieron y la condujeron a un sillón. La requisa duró hasta las cuatro de la tarde. Los policías estaban interesados principalmente en libros, libretas y cuadros. Y como yo, siendo niño, había sido internado en la Escuela Provincial de Arte de Las Villas, conservaba varios trabajos de clase de mis compañeros de esa época. Esta revelación –que no es secreto para mi familia, ni para mis amigos íntimos, ni tampoco para la Seguridad del Estado– tomará por sorpresa a varias estrellas de la plástica cubana actual: en el juicio donde me condenaron a seis años de cárcel en el Tribunal Provincial de Santa Clara, en noviembre de 1974, un perito en Artes Plásticas asignado por la policía analizó y encontró reprobables un óleo de Flavio Garciandía  –la modelo era la profesora Adelita, tocada con sombrero de paja, durante la época en que la EPA estaba en el barrio Buena Vista, en Cienfuegos–, un dibujo de Zayda del Río, y una tempera de Leandro Soto, que colgaban en la sala de mi casa, y que los investigadores de la Seguridad me adjudicaron, a pesar de mis protestas. Cumplí condena, entre otras causas, por lo que un perito policíaco consideró degenerado y decadente en la obra temprana de Zayda, Flavio y Leandro.

Pasé un mes en la Villa Marista de Santa Clara, que estaba –o estará todavía, supongo– situada en la carretera de Camajuaní. Allí me interrogaron según los métodos vigentes: una celda donde apenas cabe un hombre acostado; una cama de cemento; periódicos minuciosamente ripiados para poder usarlos como papel higiénico, sin que fuera posible leerlos; entrevistas a cualquier hora con el «reeducador»; pérdida de la noción del tiempo: estás bajo tierra, en un laberinto de calabozos, con las luces permanentemente encendidas. El reeducador se comunicaba por teléfono con una tal Marcia, que a la hora del juicio resultó ser la fiscal de mi “caso”. Al principio de mi encierro pensé que sería cuestión de días, que todo era una equivocación, pero pronto me hicieron comprender que de allí no saldría con menos de doce años. Presenté a los interrogadores los mismos argumentos que esgrimen hoy la esposa de Raúl Rivero, los parientes de los periodistas condenados, y hasta el mismísimo José Saramago: “¡Pero si no puse una bomba! ¡Pero si no he matado a nadie!” A las puertas de Villa Marista deberían colgar un cartel que advirtiera a los reos y a sus familiares: Abandonen aquí toda cordura.

Pero el asunto de esta memoria es la amistad. Volvamos a ese asunto. En mi juicio del Tribunal Provincial de Santa Clara se presentó mi padre, desgastado y perplejo –¿cómo iban a hacerle esto a su hijo, al hijo de un luchador del Escambray?– y un par de viejos curiosos que no tendrían otra cosa en qué matar el tiempo. Desde el vivaque provincial me condujeron al juicio esposado y escoltado por dos guardias con armas largas. Enseguida apareció mi abogado defensor, un leguleyo de la escuela del doctor Castro, que se enteró rápidamente de los pormenores de mi causa y que luego pidió que me condenaran «a menos de doce años», teniendo en cuenta que yo “aún no había nacido el día del glorioso asalto al Cuartel Moncada.” El reeducador me defendió mejor que el pobre abogado: dijo que yo era un muchacho confundido y que me había portado bien en la celda. Marcia, la fiscal, tronó, y ratificó la petición de doce años de la fiscalía. Entonces aparecieron los testigos.

Primero habló el director Rolando Cuartero: me describió como la papa podrida en el saco resplandeciente de manzanitas revolucionarias. (De ser nadie, ahora yo había pasado a ser una especie de Sócrates joven). No condenarme, sacarme a la calle, dejarme suelto en la ciudad, aseguró, equivalía a cometer un crimen contra la juventud cienfueguera. Después llegó Armandito Pérez, el jefe del Partido en el Pre: había leído mis poemas, escritos en las últimas páginas de mi libreta de Historia. Había consultado a los dos muchachotes que me llevaron al Ministerio aquella mañana. Ellos sabían más que él de esas cosas. Los muchachos opinaban que mi poesía representaba la maldad en estado puro, que era el producto de una mente degenerada. Después recordaron que yo les había hablado mal de Carpentier en el camino al Ministerio. Marianela Ferriol cerró las declaraciones de la mañana, antes del receso del almuerzo, con una vehemente petición de castigo. ¿Hace falta recordar aquí que esta joven de 19 años que me acusaba entonces llegó a ocupar un cargo oficial en las Naciones Unidas? Años más tarde, su padre, un funcionario castrista enjuiciado por malversación, fue a parar al campo de concentración de Ariza. Residimos la misma barraca; le dije que conocía a su hija; me aconsejó que, llegada la hora, emigrara a Estados Unidos, donde él había vivido una temporada feliz en su juventud.

Para después del almuerzo dejaron la parte más emotiva del juicio: el reporte del perito que había analizado poemas propios y cuadros ajenos, aunque ya adjudicados, y que coincidió en que debía aplicárseme todo el rigor de la ley. Mis lecturas, reconstruidas gracias a los tomos que los guardias habían confiscado durante el registro, pintaban un mélange sombrío de rock and roll y marcusianismo, de religiosidad y psicoanálisis, algo que no podía desembocar sino en la locura y la contrarrevolución.

Al final del juicio subió al podio Oscar Álvarez, mi mejor amigo. No puedo negar que sentí una gran emoción al verlo: después de todo, había sido mi compañero de causa, el único que me había entendido. Todavía esperaba un milagro. En medio del horror y la persecución, cuando todos se tapan la boca y te vuelven la espalda, cuando otros encuentran subterfugios, cuando la mayoría se declara «comprometida con la esperanza» y apuesta por el socialismo, cuando te rehuyen y regresan al aula donde se discute el discurso, encontrar a ese amigo que sale contigo de la reunión dando un portazo, el que lee a Padilla y a Marcuse, el que entiende que «esto no sirve», equivale a una auténtica epifanía. Así volví a verlo esa mañana, con su camisita de mangas cortas y sus espejuelos de cristales culo-de-botella, abrirse paso entre los despreciados directores y los miembros de la Juventud Comunista, y subir al podio de madera, a la balanza de la Justicia, a ese Oscar Álvarez, actor y dramaturgo, maestro de la comedia y de la invectiva, satírico y polémico, con las trazas de una mueca en los labios, la sonrisa sardónica con que nos habíamos reído juntos de la santa Inquisición. Sólo que ahora venía a acusarme a mí, a su mejor amigo.

La Seguridad lo había «contactado» al principio de nuestra amistad, y él les había facilitado el acceso a mis opiniones, a mis papeles, a mis poemas. Sobre todo a mi carpeta, que yo nunca soltaba, y donde guardaba mis más terribles comentarios sobre las instituciones revolucionarias. Él había cumplido con su deber, y estaba dispuesto –afirmó, utilizando una fórmula de la que nos habíamos burlado tantas veces– «a cumplirlo de nuevo, si fuera necesario.»

Estuve preso en Ariza desde 1974 hasta 1979, el año en que partí hacia Miami. No pude decirle a mi amigo que, por tratar de apañarlo, había pasado más tiempo del necesario en la celda de Villa Marista. Mi caso era sencillo, pero el interrogador se pasó treinta días empecinado en complicar a Oscar Álvarez en un complot que habían maquinado sus superiores. Una declaración mía, me aseguró el teniente, y «Oscar estaría allí mismo, en la misma celda.» Pero ahora, después de verlo atestiguar en mi contra, ¿cómo podía estar seguro de que Oscar creía verdaderamente en lo que decía? ¿Sería él, o sería otro de sus personajes, otro papel, otra máscara la que hablaba? No, no podía acusarlo de nada. Yo estaba solo en esto. Solo con mi condena. Sentí entonces ganas de exclamar algo parecido a «Condenadme, no importa…», pero sabía que ni el reeducador, ni el fiscal, ni el abogado defensor hubieran entendido el chiste. Y el único que podía entenderme ya no estaba de mi parte. Porque sé que Oscar Álvarez me comprendió.

Abril 21, 2003

Encuentro en la Red

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