Uróboros-Kuquine, o las dos mitades del sargento

A Lord Baltimore, en John Hopkins

La fiesta considerada como atavismo del Antiguo Régimen es una idea común a la historia y la mitología cubanas. Los memorialistas suelen referirse al “fin de la fiesta”, y el pueblo, a la pachanga que “el Comandante mandó a parar”.

En La fiesta vigilada de Antonio José Ponte (Anagrama, 2007), el problema se presenta como una traslación desde –y hacia– una región ideal que el escritor identifica con la isla de Citera: una bahía separa, en el corto PM (1961), la vida festiva y la existencia ordinaria.

En el filme de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, la fiesta es la reliquia del antiguo joie de vivre. Ponte observa el vaso de cerveza que ondula al vaivén de una pareja de bailadores: es el emblema del “pequeño mar” alquímico, el residuo de las olas que acaban de cruzar. La fiesta reducida a un temblor, el oro de una época destilado en un trago amargo. Después, los juerguistas vuelven a hundirse en las sombras, atraviesan la bahía de regreso a la “otra orilla”. La fiesta es el meridiano que separa ambos mundos.

Sin embargo, aquello que se ha tomado por el excedente de la época clásica, no antecede, sino que coincide con el advenimiento de la revolución: la entrada triunfal de los rebeldes provocó el arrebato festivo. Los jóvenes comandantes y su tropa de sátiros escenificaron una especie de “rapto de los cubanos” que quedó omitido de la plástica y la literatura contemporáneas. La revolución elevó lo festinado al plano orgiástico y dio inicio a un “Período Especial” de libertinaje.

Lo homoerótico también entra en juego en ese momento, según queda expresado en el comentario de Virgilio Piñera sobre los héroes viriles bajados de la Sierra, o en los iconos de musculosos milicianos del pintor Servando Cabrera y las escenas de amor entre reclutas de Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas. Los rebeldes, licenciosos y  recién licenciados, eran los silenos de la comitiva de Baco.   

La fiesta debe ser transportada, como una diosa, de este lado del tiempo, del lado del después, pues es allí –y no antes– donde ocurre la bacanalia. Es falso que PM y Tres tristes tigres (1964) conmemoren el divino relajo de La Habana prerrevolucionaria: esas obras expresan, más bien, la idea de la revolución como free festival.

En cambio, la celebración orgiástica que sirve de colofón a la República es un constructo ideológico. El famoso baile del fin del año 1958 es una fiesta falsa, producto de una falsa conciencia. Rubén Batista Godínez, hijo del general Fulgencio Batista, ha contado cómo pasaron el 31 de diciembre en familia, en una ceremonia íntima, sin mucha fanfarria. La fiesta de Francis Ford Coppola, en The Godfather Part II, pertenece a lo mitológico, no a lo histórico. De estas festividades en conflicto me ocupo en los párrafos que siguen.

Ideología del tocador

La representación de la fiesta, tanto en PM como en Tres tristes tigres, cobra significado en yuxtaposición a la crisis política: en el caso del cortometraje, se trataba de los preparativos militares ante la inminente invasión de Bahía de Cochinos, y en el del libro, de la lucha armada  contra el antiguo orden batistiano. La fiesta sufre un desliz de significado: es la parranda en medio de la guerra, la kermés de la muerte. A los comisarios que censuraron el filme no les faltaba razón: si se eliminan las viñetas revolucionarias y se escamotea la causa del desenfreno, la fiesta es utopía (Citera), un mero capricho literario.

Porque la bacanal fue otro aspecto del Triunfo: las concentraciones multitudinarias, el llamado a las trincheras, la alfabetización y las grandes ofensivas agrarias ocasionan un alza en el número de embarazos y abortos, tasas inflacionarias de nacimientos. Ocurre entonces la clonación de los nombres y símbolos asociados a Fidel, Ernesto, Celia, Abel, Camilo, etc., en sucesivas hornadas de hombres y mujeres “nuevos”. La fiesta no concluye, sino que continúa en letrinas, literas, barracas y surcos, malezas y cañaverales. En otras palabras: la orgía pasa a la clandestinidad.

El idealismo revolucionario cayó rápidamente en el determinismo carnal. A partir de 1959, Fidel Castro gobierna desde la alcoba: una habitación del hotel Habana Libre es su cuartel y su posada. La escena final de Los 120 días de Sodoma en que el Marqués de Sade contempla desde un promontorio la destrucción de Pompeya, evoca la imagen de La Habana mirada por el Che desde la fortaleza de La Cabaña.

This is no party

Muchos han querido ver en la célebre fiesta de fin de año el símbolo de la decadencia batistiana, pero es probable que los estudiosos de lo festivo hayan corrido las cercas. Hubo más desenfreno inmediatamente después que antes de la revolución: los primeros sesenta, y no los últimos cincuenta, son nuestra edad del relajo. El vapuleado vaso de cerveza que registra el lente de PM se convertirá, con el tiempo, en el tonel de las ubicuas cerveceras castristas. Se cerró El Barrilito, pero se decretó la embriaguez unánime, políticamente inducida.

Nada más falso que la idea de cierta literatura cubana moderna como celebración de la nocturnidad prerrevolucionaria. El Casanova de Memorias del subdesarrollo (1965) y los peripatéticos tarambanas de Tres tristes tigres, son paradigmas del primer período erótico revolucionario. Memorias es el monumento artístico de la edad conocida como «la dolce vita«.

La antigua fiesta republicana –y su apoteosis de libertinaje y bandolerismo– había engendrado el caos y la revolución. A partir de 1959, algo tan solemne como un fusilamiento tomaría la forma del espectáculo: la fortaleza de La Cabaña se transformó en un circo romano donde los condenados a muerte entonaban su “¡Viva Cristo Rey!”. Hubo visitantes extranjeros invitados a presenciarlo. Por entonces, La Habana era una fiesta.

El casting es la coartada

En El Padrino, parte II, Fulgencio Batista es Tito Alba, un actor de tercera, mientras que el rol de Meyer Lansky recae en el gran Lee Strasberg. El desplazamiento de protagonismos es una maniobra política: había ocurrido antes, por diferentes motivos, en las páginas de The New York Times, cuando la reaparición de Fidel en la Sierra, en febrero de 1957, anuló, efectivamente, cualquier pretensión de objetividad batistiana.

El casting es la coartada, y el guion de Francis Ford Coppola populariza la narrativa histórica fidelista. Lo gansteril es reubicado, e imputado a la República, a pesar de que un gánster había tomado el poder en Cuba­­ y una pandilla —la famiglia compleja o extensa de los Castro—se había instalado en el palacio de gobierno. Los papeles del Comandante y el Padrino eran en todo punto intercambiables.

Coppola traiciona la premisa de su propio libreto y transfiere los atributos del dictador al personaje de Michael Corleone. La traducción de la novela de Mario Puzo al dialecto de Hollywood solo podía efectuarse si el papel del villano recaía en un cierto señor Batista, italiano de nombre únicamente. Reconocer a Castro como el auténtico gángster hubiera expuesto el revés de la trama y hecho añicos el principio de realidad hollywoodense.

De manera que la secuencia del baile no se escenifica a escala histórica sino de acuerdo a las reglas de la mitopoeia. El traspaso de mando de Vito Corleone a su hijo Michael –ley gangsteril de relevo generacional– corresponde a la transferencia de poderes de Don Batista al joven Fidel. A una regla de honor lenitiva sucede, en ambos casos, otra más cruel.

La traslación festiva provoca el corrimiento de las coordenadas simbólicas. La “proyección” cinematográfica adquiere el carácter de una transferencia edípica: lo que se proyecta, además del contenido ideológico, es un complejo de alegorías. Fidel, el hijo de inmigrante europeo, el hombre de acción que opera dentro de la regla de la Cosa Nostra habanera, es el verdadero modelo del héroe fílmico.

En cambio, Batista queda relegado simbólicamente al papel de Don Ciccio, el antiguo patriarca de la aldea Corleone, en la Sicilia arcaica, ajusticiado por el joven Vito (née Andolini) en la secuencia de la vendetta. La traslación de la fiesta y el trueque de locales permite expresar la idea de la guerra de sucesión (Erbfolgekrieg) sin necesidad de echar mano a otros recursos.

Contrabando de fiestas

The Godfather Part I comienza con una fiesta siciliana de la que el festejo de fin de año en La Habana, en The Godfather Part II, no es más que la extrapolación. Si en el ámbito batistiano –según el recuento de Rubén Batista, entrevistado en 2006 por el escritor Emilio Ichikawa– ocurrió una celebración tensa pero íntima (in famiglia), en la mitopeia de la Paramount se escenifica una fiesta palaciega canonizada como historieta. En The Godfather Part II, confluyen, finalmente, las viñetas revolucionarias y las festivas que habían sido separadas en PM y Tres tristes tigres por un sutil mecanismo de autocensura.

Es una fiesta móvil que, en cuestión de dos horas, se traslada desde el jardín de una mansión en Staten Island (la boda de Connie, que abre The Godfather Part I) a un palacio republicano habanero (The Godfather Part II). El “hecho real” recreado en el estudio suplanta al original. Tal es la razón por la que el cubanólogo Ted Henken, en su libro Che Guevara (Alpha, 2001), puede afirmar que “En una fiesta de fin de año (la famosa escena recreada en El Padrino, parte II), Batista renunció al poder, entregando a otros la presidencia y el mando militar”. Henken no es el primero, ni será el último, en tomar la película por la realidad.   

La secuencia del baile final de El Padrino, parte II dura cuatro minutos y abre con un plano general del salón. Es un establishing shot en el sentido lato y también en el semiótico, pues sirve para establecer tanto el espacio de la representación como la idea de la decadencia y el mal gusto batistianos.

Hay cariátides y columnas jónicas, entorchados y zapatillas de seda. Lo que la escena del baile muestra es la perversión estética de una época fallida, que merece morir. Se trata de un clásico ejemplo del “grotesco republicano”, una clave artística a la que volveré a referirme más adelante.

A fin de conseguir una imagen completa de la fiesta, recurro al montaje por yuxtaposición, la misma técnica descartada por Cabrera Infante en su obra maestra y por Jiménez Leal en el célebre cortometraje:

1. Una bella mulata baila con Michael Corleone. Se oyen doce campanadas. Los niños abandonan la fiesta de la mano de aceitosos generales. Se ha roto el hechizo. Michael suelta a su pareja y se aproxima a Fredo, le agarra la cabeza, pega su frente clásica a la bárbara frente del hermano. Declama: “Hay un avión esperando que nos llevará a Miami en una hora. ¡No hagas una escena!”.

2. Como mismo los brujos se roban una misa, Coppola se roba la idea de la fiesta cubana. Ahora es Michael quien aborda el avión de Fulgencio Batista y es Fredo, el apóstata, quien traiciona a la familia extendida que es la Patria: “¡Sé que fuiste tú, Fredo!”, grita el Padrino, y le planta en la boca el beso de la muerte. “¡Me rompiste el corazón! ¡Me lo rompiste!”. Corte. Se escuchan los funerales acordes de La guantanamera.

3. Flashforward: Cuando, años más tarde, el documentalista George Hickenlooper llegue de parte de Francis Ford Coppola a pedirle una entrevista a Marlon Brando, el actor montará en cólera: “¡Dile a ese gordo singao (fat fuck) que si me paga los dos millones que me debe le permitiré filmarme cagando!” Pero, en The Godfather Part II, Coppola ha filmado a Cuba cagando sin haberle pagado un centavo en reparaciones.

4. Mientras tanto, en el segundo piso de una casona del cuartel Columbia, el ambiente es lúgubre. No hay cariátides, ni guirnaldas, ni capiteles jónicos. El estilo podría ser federalista tardío, arquitectura cubana de WPA. Los muebles, posiblemente Mid-Century. Una mujer lleva pantalones; hay una niña en piyama. Todo sucede sin ceremonias. Por los ventanales se ve el obelisco de la Rotonda y, en las alturas, fuegos artificiales.

5. Estamos en las escuetas barracas de una ciudad militar, no en un elaborado palacio de utilería. En la alegoría de Coppola, La Habana es el San Marcos de Woody Allen (Bananas, 1971), pero dentro del cuartel Columbia tiene lugar nada menos que la escena final de la República: allí Cuba exhala su postrero estertor, llega a la culminación de casi quinientos años de Historia. Se profieren entonces las últimas órdenes humanistas, civiles; se agilizan los últimos traspasos dentro de la muriente legalidad constitucional. Es la hora aciaga que debió ser recogida y guardada bajo una campana de cristal para toda la eternidad: en cambio, ha sido el momento más adulterado y caricaturizado de la posmodernidad.

6. En el fresco de Coppola, una cinta de parlamento sale a medianoche de la boca de Tito Alba, el Seudo-Batista: “Debido a serios reveses de nuestras tropas en Guantánamo y en Santiago, mi permanencia en Cuba es insostenible. Renuncio para evitar más derramamiento de sangre y salgo de la ciudad inmediatamente…”, declara, en español, el fantoche hollywoodense.

7. Enseguida, el general alza la copa y propone un brindis: “¡Salud, salud, salud!” El triple salutífero, que hoy nos parece de una ingenuidad irresistible, habla volúmenes sobre la portentosa higieía batistiana. Esa noción se había materializado en una red de policlínicos, dispensarios y farmacias, en las ONDI (Organización Nacional de Dispensarios Infantiles), en las campañas populares de vacunación, las cooperativas de salud y las maternidades obreras, en los grandes hospitales y sanatorios públicos, todavía en existencia, pero, sobre todo, en la misma integridad física de la República, en el nacimiento clínico de la nación. Desde la distancia de medio siglo, “¡Salud, salud, salud!” proclama el Mens sana in corpore sano de la despolitización preventiva.

Corazón de Cadillac

Rainer Werner Fassbinder, en la toma final de Cuidado con la puta sagrada (1971), hace caer la claqueta sobre una pizarra que lleva escrita la consigna ¡Patria o Muerte!. Esa imagen debe insertarse aquí, en la claqueta que da inicio a la apoteosis de la secuencia festiva.

Si Fidel fue Robin Hood, Corleone es el gángster con el corazón de oro. Nuestro héroe habita en la sierra de Sherwood, que tras la visita de Herbert Matthews se convierte en la floresta de Birnam (Macbeth, IV-1), la jungla móvil: Matthews, como un shakesperiano Walt Disney, reanima un bosque que había sido dado por muerto.

En El Padrino, parte II, ese bosque animado irrumpe en La Habana de los últimos días, avanza en camuflaje por entre el tumulto de patéticos ejemplares de la burguesía criolla –o  tal vez sea la burguesía la que corre entre los árboles que no dejan verla–. Cada árbol va armado y vestido de verde olivo.

El murmullo del bosque en desbandada es la música de altoparlantes, ruido de botas sobre adoquines, ráfagas de ametralladoras, clamor de cláxones y consignas. La salida de Batista es tocata y fuga, bachata y contrapunteo de imágenes barajadas. Entran jeeps atestados de revolucionarios; salen ministros, embajadores, gangsters, fiesteros y policías. El Padrino, parte II muestra, justamente, la yuxtaposición que habían escamoteado PM y Tres tristes tigres.

Entonces, Fredo, confundido en el tumulto, escapa como una miserable rata. Michael Corazón de León, instalado en un bello Cadillac, se ofrece a llevarlo: “¡Ven conmigo, que tú todavía eres mi hermano!”. La turba se dirige al Club Náutico de Marianao, desborda lanchas y paquebotes. Es Citera en estado de emergencia. Lo galante se presenta en su aspecto dinámico-dionisíaco: es fiesta y revolución, la borrachera del triunfo y el post coito tristísimo de la derrota.    

Abraxas del obelisco

Claro, fue una salida tranquila. Nada de fuga. Incluso se firmó, y hasta se publicó, creo que en la revista Carteles el 4 de enero de 1959, un acta de renuncia que suscribió mi padre aquella noche. Nuestra última noche en Cuba. [. . .] El asunto es que no hubo tal fiesta. Al menos no la fiesta lujosa que han inventado. Que nos íbamos a ir esa noche no lo sabía yo, pero que había una crisis, sí. Entramos al campamento militar por el obelisco [. . .] Pues por esa puerta entramos a Columbia [. . .] Llegamos a casa de Robaina y allí estaban celebrando: Luisito mi cuñado, con la novia de entonces, celebrando sencillamente con otros familiares. Pues allí dejo a mi gente y solo, caminando, fui a la residencia principal que estaba al lado. Nada de grandes vestidos, mi hermana Mirtha estaba en pantalones, mi hija en piyama, mi esposa en un vestido normal; nada de ropas fastuosas, como se ha dicho. Fui al lado, la reunión era en un segundo piso, subo y había algunos militares, algunos políticos y algunos miembros de mi familia. . . Y mi padre, claro está. Aquello no parecía una fiesta, sino todo lo contrario.

(Ichikawa, 2006)

Teoría del Big Ben

El mecanismo por el que, en un momento crítico, se separan la guerra y la fiesta –o el batistato y el castrismo, o la luz y las sombras– no es trivial. Por el contrario: ha sido explicado por la teoría inflacionaria del Big Bang.

De acuerdo a Alan Guth, profesor de Física nuclear en el Massachusetts Institute of Technology (antigua alma mater de Vilma Espín Guillois), es en ese instante universalmente ulterior que sucede a la magnificación acelerada, creadora del tiempo y el espacio, una inflación que permanecía en potencia en el universo pre-Nuevo (Koons). La campanada de medianoche marca, en los prolegómenos de una futura termodinámica cubana, el evento Big Ben de la revolución castrista.

El Big Bang, o Gran Dispersión, entra al campo de las consideraciones literarias con la poética de Severo Sarduy, donde los procesos paralelos de crear y singar (banging) se conjugan. Existe, por demás, un corrimiento hacia el rojo, que acontece en el plano ideológico: es el rouge mêlée de Virgilio Piñera en Presiones y diamantes, (1967).

La expansión óntica, precedida de la ruptura espontánea (P>M; T-T-T; guerra-kiss-kiss-fiesta-¡bangbang!), encubre la unidad primordial subyacente como resultado de un valor energético-simbólico del orden de 1016 GeV. Lo que significa que, a niveles de altas energías, lo bélico y lo erótico se presentan como un campo unificado. Las estructuras metaestables (la kryptonita, por ejemplo, o los cristales ortorrómbicos del topacio) están sujetas al mismo proceso espontáneo de disrupción simétrica.

La fiesta galante es la superficie: el carnaval sarduyesco, la apariencia, Cuba, Cobra, Maya y Maitreya. En cambio, la guerra –la Pelona, Vilma, la Señora– reside a nivel subatómico y, sin ser distinta de aquella, adquiere una realidad separada solo a niveles de energía por debajo del límite.

La muerte de un período periódico

Hay otras dos fiestas que sirven de trasfondo a los procesos que acabo de describir y sin las cuales es imposible entender el doble sistema aludido en estas páginas. Se trata del sepelio de Diario de la Marina, un entierro de la sardina al que acudieron en masa los mandarines de Lunes de Revolución, acompañados de los cineastas, dramaturgos y poetas del momento. Un crimen artísticamente motivado: la muerte de la libertad de expresión a manos de una turba de debutantes.

Es un sepelio festivo. Los dolientes arrollan, cargando en hombros un sarcófago. Más que un periódico, van a enterrar un período, aunque aún no estén a la vista el inminente destierro de los enterradores, las lamentaciones, los golpes de pecho y las ulteriores justificaciones. Ahora tienen el poder de pasarle la cuenta a sus rivales, y lo ejercen gozosamente. ¿Quién podría culparlos? La pachanga baja por Teniente Rey y avanza por el paseo del Prado.   

La segunda fiesta tiene lugar en la elegante terraza de un “trópico tapizado” (Walter Benjamin, Kafka), en la famosa secuencia del filme de Soy Cuba (1964), la fantasía criolla de Mijaíl Kalatozov. Esa extraña película nos permite ver a la Perla del Caribe a través del «cine-ojo» de Dziga Vértov: hay bikinis, piscinas, cócteles, un conjunto de jazz y un enjambre de fotógrafos atareados en retratar a la crema y nata de nuestra decadencia. El Riviera y Focsa son jardines colgantes. Hay guitarras eléctricas, chaise longues, saxos y sexos, sol bueno y agua templada. La Habana es La Zona. La escena de la piscina dialoga con la secuencia onírica de Stalker en la que el detrito de la catástrofe está sepultado bajo la superficie del agua.

A city called Batista

Si el fin del castrismo pudiera señalar el comienzo de alguna restauración, entonces habría llegado la hora de regresar a Kuquine. Allí, en Arroyo Naranjo, la Historia se muerde la cola.

Abandonar, por la puerta de Melrose, los estudios de la Paramount, y retrazar nuestros pasos hasta la rotonda de Marianao, donde se alza el obelisco a la Revolución del 4 de Septiembre, erróneamente llamado obelisco de Finlay. Recorrer los edificios de la ciudad militar, erróneamente llamada “Libertad”; abrazar las mussolinescas columnas hechas de piedra de Jaimanitas. Con la frente apoyada en el mármol negro de la base del obelisco, llamar al castro por su nombre: Ciudad Batista.

Una vez traspasado el peristilo de la hermosa hacienda, penetrar en los despachos, los salones de banquetes, los dormitorios y las bibliotecas. No olvidarnos de llevar en brazos los cuadernos de apuntes de la Maison Carlhian, célebres anticuarios y decoradores parisinos encargados de la renovación de la finca presidencial en 1955. Cargar en andas, como si fueran rollos de alguna sinagoga, las lámparas, los frescos, las sillas y mamparas sobrevivientes de la catástrofe, pero, ¡ay!, solo en los negros cartapacios apilados en la caja número X del Getty Research Institute de Los Ángeles.

Batista Redux

El desfile de modas de la Casa Chanel, en el Paseo del Prado, el 2 de mayo de 2017, sirve de colofón del evento Maison Carlhian en la villa de Arroyo Naranjo, en 1955. Si cotejamos los bocetos de tapizados de la firma parisina y los estampados de la colección Chanel en el paseo habanero, veremos que se trata de pura prolepsis, del más vulgar regreso-al-futuro. El “grotesco batistiano” de Francis Ford Coppola queda formalmente exonerado y reincorporado al repertorio de tropos post-post. Lo que El Padrino, parte II consideró cursi, se reconoce hoy como el fundamento de nuestra modernidad: Chanel en el Prado es Batista redux.  

El cola-de-pato de Michael Corleone muda el tono funerario y mimetiza, en una flotilla de variopintos almendrones, los alegres colores de Stonewall. El fidelismo es mercancía, y aun fetiche de la mercancía (el mundo exige que no se le retire del estante, lo prefiere a McDonald’s), y el Che resultó ser la marca comercial de un jugoso contrato futuro.

Hasta las ruinas dejan de ser ruinas, debido a la Ley de Jarry (“Para arruinar las ruinas basta levantar con ellas bellos edificios”) y evolucionan hacia un estado terminal de ruinera. El coito de dos limosneros se escenifica en medio del depauperado bulevar como evento paralelo al desfile de modas.

Por la pasarela baja al fin el personaje definitivo (“El gobernante que no hace al país pagar por sus placeres, es un imbécil”, afirma el siniestro Saint Fond, en Juliette, o las ventajas del vicio, 1797) conocido simplemente como “El Hombre”. No es Tito Alba, sino Karl Lagerfeld vestido de frac Hedi Slimane, la versión habanera del Sargento Pimienta, que es otra versión libre del sargento Batista.

Lagerfeld regresa de las fiestas de ultratumba, sale del sarcófago luciendo gafas de sol; su bronceado paleobatistiano no se debe a ningún astro físico, sino metafísico. Ha estado en Citera y regresa a Realia. Así como en el kabuki se asignan números generacionales a los sucesivos maestros que encarnan un personaje (Ichikawa Danjuro XII, Onoe Kikugoro VII), en Hollywood debería existir una cifra para aquellos que, a lo largo de seis décadas, han representado a Fulgencio (Mulato Lindo, El Hombre, El Indio, etc.).

Ciudad Batista. Exterior. Noche. . .

Al final del Prado, en dirección de los muelles, Lagerfeld va en busca de su Hombre. Bajan las luces, las cadavéricas modelos se limpian las últimas trazas de colorete con el dorso de las manos. Termina el desfile. Parten los Cadillacs. Las dos mitades del sargento se saludan.

Un Comentario

  1. Anónimo

    ¡Magnífico! No hay otra palabra. Recuerdo bien la entrevista de Ichikawa que citas (no comprendí bien, sin embargo, por qué Rubén Batista negó en ella que su padre fuese un socialista y prefirió dejarlo como populista). Pero, querido Villegas, me pregunto cómo dejas fuera, hablando de las grandes fiestas cubanas, la gran juerga, la de la melodramática noche del sábado, 27 de octubre de 1962, la llamada “noche de la sin[…]”. Al respecto, todavía me pregunto quiénes fueron los verdaderos padres de aquellos que nacieron nueve meses después, no solo entre los hijos de los líderes, sino también entre la gente de los medios, pues, todos milicianos, unos andaban acuartelados con las mujeres de otros, esperando lo que, desafortunadamente, no llegó. Los cuentos todavía corrían muchos años después en las redacciones…

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