Kcho Degas

 Kcho-Fidel

Hablando del poeta esclavo Juan Francisco Manzano, el profesor Antonio Vera León se refiere al «estilo bárbaro» de la nación cubana; y Enrico Mario Santí, comentando al crítico, dice: “Para los escritores blancos que a un tiempo lo amparaban y explotaban [Manzano se había convertido] …en una metáfora rentable dentro de la naciente narrativa”.

El estilo bárbaro (o “desaliñado”, como también lo llama Vera León), se hace popular; los blancos lo acogen, lo “amparan”, y al mismo tiempo lo “explotan”.

El estilo bárbaro de Kcho, como antes el de Manzano, se ha vuelto igualmente rentable dentro de la narrativa nacional contemporánea. Pareciera que el tema del amo y el esclavo, y su contrapunteo, regresaran con él a nuestra escena: teatro bufo en el que el blanco se pinta la cara de negro. En este intercambio interesado, Kcho le presta su máscara a la dictadura.

Habría que comenzar por advertir que, a diferencia de los tiranos criollos, los déspotas peninsulares poseían enormes reservas morales y que, en ningún caso se hubiesen atrevido a “comerciar con el dolor ajeno”. La incuria extrema del fidelismo, por el contrario, lo ha obligado a expropiar a sus víctimas hasta del sufrimiento. (Es lo que ocurrió con el martirio de la madre de Elián González, Elizabeth Broton: fue confiscado y nacionalizado). El sufrimiento se convierte entonces en fetiche, en mercancía seudo artística o seudo religiosa.

Caso curioso: al forzar el regreso de los que huyen, se da la situación absurda de que los cimarrones devueltos sean obligados a tratar en términos familiares al negrero. “Después de mandarme años preso, después de botarme de la isla, después de robarme a mi sobrino-nieto, ahora va a resultar que somos hermanos”, se ha quejado a un periodista el mayor de los González, al enterarse de que el niño Elián llama a Fidel “abuelo”.

En esta comedia de errores hace su entrada Alexis Leyva Machado, en el papel de Kcho. ¿Quién es este pedazo, o desprendimiento de un ente mayor, del cual es sólo trozo o parte? Si lo escuchamos explicar una pieza suya, (Obras Escogidas, 1994, en el Walker Art Center, de Minnesota) que representa una balsa hecha de libros, quizás lo entenderemos: “Mucha gente mira esta pieza y ve únicamente libros de marxismo, y cree que se trata de una obra política. Pero también hay allí libros de ciencia, de matemáticas y de geografía. Esta obra trata de literatura universal; es sobre el intercambio de ideas”.

Podemos ahora, perfectamente, imaginarlo sentado en las piernas de un ventrílocuo. A fin de cuentas, ¿qué cubano no sabe lo que significa una balsa? Kcho se limita a explicarla con las palabras del amo. Aprovecho esta declaración de Kcho para ilustrar una nueva, y rarísima, especie de sincretismo: la falsa conciencia del mayoral se introduce en el discurso del esclavo –y no como lenguaje artístico, sino como lenguaje de conveniencia, como lengua diplomática: el esclavo aprende a mentir como los blancos.

Los despojos del Monte han servido a Kcho para expresar la mitología y la ideología del cimarrón –es decir, del que escapa en la balsa, del que cruza el mar. En realidad, es un objeto sacralizado (un objeto de altar, en tanto que objeto encontrado) lo que se coloca en la capilla de la galería. Son los fetiches quienes cuentan ahora la narrativa nacional: todos los que alguna vez han escapado hablan por ellos; los dioses de las travesías bajan allí. Sin embargo, en los catálogos elegantes y en las revistas de moda habla, por la boca del artista, el espíritu del amo.

Cierta explicación de cómo llegó a ocurrir la simbiosis de panteones católicos y yorubas durante los siglos de transculturación, refiere que los esclavos ocultaban sus ceremonias y sus deidades de los ojos de los señores, y que aprendían a fingir veneración por los dioses ajenos mientras invocaban en secreto a los propios. Si hay algo de cierto en esta teoría, mucho de la doblez y del doble lenguaje de aquel proceso sincrético perdura en el doble sentido que representan la vida oficial y la obra pública de Alexis Leyva Machado.

Hay un momento en la dialéctica del amo y del esclavo, condicionado, en nuestro caso, por las relaciones comerciales capitalistas –por el relativo éxito literario o artístico del segundo– en que el amo exige de su víctima un tanto por ciento de las ganancias que ha obtenido con la venta de su “arte del sufrimiento”. En unas relaciones clásicas de producción esclavistas, ese dividendo o plusvalía artística resultaría inconcebible: la espiritualidad del esclavo era una zona que permanecía, por principio, improductiva. El supuesto de la improductividad espiritual del esclavo es, precisamente, el concepto erróneo en el que está basada toda esclavitud.

Pero, con Manzano, el esclavo canta. La canción del negro (ese producto espiritual por excelencia: en los Estados Unidos llegará a llamarse simplemente “spiritual”, como si el amo se asombrara de encontrar “spiritu” en quienes suponía privados de esa cualidad) es el primer producto exclusivo, auténtico, del esclavo; una mercancía que únicamente él puede producir.

Andando el tiempo la canción llegará a ser mucho más rentable que el algodón o la caña de azúcar, (en Cuba ha llegado a suplantar la economía basada en la agricultura.) En la canción de Manzano, en su “spiritual”, asistimos a los orígenes de la comercialzación del sufrimiento, al nacimiento de la tragicomedia del espíritu de la música

Hay que tener en cuenta que el electroproletariado norteamericano estaba listo para consumir lo “spiritual” cubano. Desi Arnaz había convertido a Babalú en un nombre de pila de la baja cultura. Tropicana, lo mismo que Babalú, es un tropo de la discografía yanqui: nuestra música de cabaret tiene nicho propio en la industria de las estrellas. (Por cierto: que haya sido Babalú Ayé, deidad de las desgracias y de las plagas, quien entrara primero al templo de la cultura de masas, cae dentro de una especulación puramente cabalística.) El hecho es que Babalú, como doble encarnación del sufrimiento y de lo “spiritual”, ha servido, desde su aparición en los años 50, para divertir a un billón de televidentes de todo el mundo.  Su capacidad de entretenimiento, en lugar de disminuir, aumenta con cada retransmisión de I Love Lucy.

Es a un escenario del Babalú –pero globalizado, y como anunciado por Ricky Ricardo– al que sube Buena Vista Social Club y, en cierta medida, Kcho. Su arte del balsero busca entretener a un público entrenado en el valor terapéutico del sufrimiento, y viene como anillo al dedo a unos productores acostumbrados a sacarle provecho a las “cubanerías”.

Entre los sincretismos permitidos por el multiculturalismo en boga, lo taíno y lo kalabalí se confundieron. Podría rastrearse una pizca de “canibalismo” temprano incluso en la música de los Lecuona Cuban Boys: desde entonces se le ha estado sacando lasca al taíno chic. Curiosamente, el arte “desaliñado” y “bárbaro” que hoy podría llamarse karabalí, traía asociada la permutación de la letra C por la K. Así tenemos un self-serve en La Habana con el nombre de Wakamba, un club Karabalí, una finca Kuquine y un balneario Kawama. Esta moda, este Modern Karibe, responde igualmente a un sincretismo –mezcla de “negrismo” con “indigenismo”– que hizo furor entre la burguesía batistiana.

El coco, el yute y las semillas se pusieron de moda. Se creó entonces un folclor de Tencent y una campaña publicitaria alrededor del tema de Tropicana que dió acogida a las chucherías artesanales de lo karabalí. El cabaret Babalú y el self-serve Wakamba deben encontrar su ancestro común en la escuela de diseño interior “atómico” de los 50, que gustaba añadir algún toque “bárbaro” a la eficiencia calvinista de sus entornos.

Como todo arte del buen salvaje –recordemos los fetiches de aquel otro gran navegante entre Puritanos, el bueno de Queequeg– los idolillos de Kcho fueron malentendidos y prontamente incorporados a una cosmogonía cuáquera, congregacionalista y mormona. (La galería de arte moderno es el templo frívolo de los espíritus subsidiados). Después de todo, la edad moderna comenzó descubriendo un nuevo mundo “salvaje”, y el arte moderno blanqueando las máscaras de otro arte negro. Pero, desde los tiempos de Ishmael y de Ahab, nada había asombrado tanto a los coleccionistas como nuestra educación artística.

A propósito de educación artística, se hace imprescindible la siguiente pregunta: ¿necesitamos tantos pintores? ¿Graduaciones multitudinarias de pintores? ¿No representa el arte de Kcho más bien un excedente de “lo artístico” en la economía nacional y en nuestra economía espiritual? Por lo visto, lo que había que decir en ese terreno ya había sido dicho, en un lenguaje plástico establecido durante la república, por un puñado de pintores ingenuos, incluso francamente malos. ¿No estuvieron emparentados los planes de crear artistas y los planes de crear café Katurra?

El arte de Kcho, o de los Karpinteros, ha usurpado el lugar de la artesanía karabalí de otros tiempos –artesanía con los precios inflados para la galería y el museo– y responde al mismo interés del espectador batistiano, o calvinista, por lo “salvaje” y por lo “tribal”. De todas maneras, nada podría salvar a un anillo de $4400, que representa una balsa hecha de plata, de su calidad de excedente en la economía artística cubana. (El anillo está disponible en una de las boutiques que vende joyería de Kcho en la Internet).

Hay quienes creen, incluso, que una balsa para llevar en el dedo no es más que un crimen cometido en nombre del arte. Ya se sabe: el arte ha demarcado sus fronteras por sucesivas transgresiones. Penetrar en las zonas prohibidas –de la muerte, del sexo, o de la patria– es la manera en que el arte moderno ha expandido sus territorios: es decir, por violación, por conquista. Sin embargo, los jueces en Norteamérica insisten en prohibir a los espectadores morbosos la contemplación de los lienzos de Charlie Manson, o los de Adolfo Hitler, que pintaba rosas.

La gente insiste en contemplar el horror: le da lo mismo las mujeres apaleadas de Nan Goldin que las lomas de esqueletos que retrató Lee Miller en Dachau. El arte de Kcho, sin embargo, no representa a los muertos directamente, sino el instrumento del crimen.

En la cámara de gas que es la balsa, la muerte es tan mortífera e insultante como en la otra, pero mucho más limpia. No deja lomas de huesos: los huesos son barridos, como si dijéramos, debajo de la alfombra. Sólo que debajo de esa alfombra nadie podrá mirar nunca.

En la cámara de gas tradicional la muerte es rápida y segura. En la balsa la agonía dura muchos días; a veces semanas. El reo sufre alucinaciones: cree ver islas, y ciudades con rascacielos, antes de morir de insolación. Algo peor: en su delirio el cimarrón se ve libre.

Alrededor de la balsa merodean tiburones, y por debajo de la balsa hay un abismo.

Una cámara de gas sólo puede ser una cámara de gas, una cámara de gas, una cámara de gas; pero a nuestra cámara de gas se la puede llamar recámara, neumático, llanta, balsa, o cualquier otro nombre engañoso y simpático.

Si alguna vez tuvo otro interés, es evidente que hoy, en el arte de Kcho, se representa la balsa con la intención exclusiva de satisfacer el morbo del público. Habría que comprender el sentido real del arte-facto para poder entender también su carga semiótica: la balsa es, literalmente, nuestra cámara de gas. La señora que compra el anillo de plata llevará en el dedo una cámara de gas. Es decir, sólo aire. Algo que no existe: la han timado. Y mucho me temo que el timo es, precisamente, parte de la gracia de nuestras revoluciones artísticas.

Febrero 2, 2004

Encuentro en la Red

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