Paul Virilo dice que los trenes à grand vitesse producen un arte impresionista, hecho de trozos entrevistos, de trazos rápidos. Francisco de Quevedo, ante la aceleración que Velázquez imprime al brochazo, queda ofuscado y ve en sus pinturas unas “manchas distantes”. Los recién llegados se quejan de que en Miami “no se camina”, que es “una ciudad para el auto”. El cubano sufre también de conmutación sensorial: desde la lentitud pedestre de la realidad habanera a la rapidez de un mundo que pasa por la ventanilla del auto. La pobreza de datos se transforma, paralelamente, en plétora informativa. Los medios lo bombardean con noticias –tragedias, intrigas, accidentes, fraudes, asesinatos: experimenta una súbita amplitud de onda, sus sentidos se abren a una gama inaudita de referentes. El artista cubano transportado a la Pequeña Habana debe crear para un espectador automovilístico; su mensaje debe captarse en el expressway. Mírala antes de morir, la segunda novela de Santiago Rodríguez (Chago), es un Porsche 911 yendo a toda marcha por una supercarretera interestatal.
Chago ha creído encontrar la cadencia miamense –lo que en otra parte ha llamado “la vida en pedazos”– en el universo cinematográfico; específicamente, en el sector poco iluminado del cine noir. Este discípulo de Sam Fuller mira el espectáculo de Miami sentado en una luneta, en las últimas filas de un cine de relajo. El auto es el dolly que lo transporta por las clínicas ilegales, las calles tomadas, los bares nocturnos y las casas de crack. La pantalla o el parabrisas son marcos de referencia, suerte de encuadres que le permiten aislar el drama; y el interior del carro es un pequeño anfiteatro para el drive-in tamaño municipal.
El carro es el móvil. Se muere por el carro, el carro se vuelve arma. Se lo lanza contra una víctima –un borracho pierde el control y le pasa por encima a una madre–, los muertos aparecen en maleteros. Mientras que en Cuba, los modelos anticuados de la máquina se convierten en atracciones de circo, en artistas del hambre
Con cada novela, Chago se interna un poco más en la gestalt automovilística, aprieta un poco más la marcha. Enormes falos, como émbolos engrasados, propelen la narración hacia el orgasmo inevitable.
Sister, el protagonista de Mírala…, es un policía que perdió su pistola.
Si te queda algo de hombre no me dejes un hueco sano. No quiero golpearte, Mildred. Hazlo, hasta que se te pare. Estás loca. Tú eres un bandolero, por el olor los conozco. Estás enloquecida. Cuando me encapricho con un macho soy una fiera. Mildred, te juro que nada de esto lo voy a recordar. Ni yo tampoco, dijo ella amenazándolo con un cuchillo, quiero ver sangre. Él se le abalanzó arrebatándoselo, le entró a golpes, la puso en cuatro patas y le comenzó a mamar el culo. Le metía una y otra vez los dedos. Ella pedía más. Fuera de sí le introdujo la punta de la pistola. Dispara, si no eres capaz de usar la pinga.
Las máquinas intercambian roles. Esta manera de narrar es tan aerodinámica y tan económicamente elegante como un modelo del año: sobre el guardafango niquelado resbalan la sangre y el semen.
El libro es un vehículo bien engrasado. Alonso, el policía corrupto que mata a Aliusha y que luego la entierra en los cimientos de un hotel en construcción, no hace más que disparar por la boca:
Ay, mi hombro, no seas bruto. La enorme rodilla como un yunque sobre el culo.
–Imbécil, me haces daño.
–¿A quién le diste la pistola?
–No sé de qué pistola me hablas.
–Mira, le dijo hundiéndole la cara en la arena, ¿quién te mandó a robarla?
–Habla, o mañana eres noticia.
Mírala… es una novela escrita a boca de jarro. Y si es correcta la acepción de argot que da la cábala –ars goth, arte gótico– entonces se trata de una novela gótica, escrita en un lenguaje cifrado, el miamense. Así, lo que podría señalársele como defecto parece después un logro: los personajes confunden sus voces en el stream of conciousness de una ciudad que no tiene conciencia.
El libro puede verse también como un dramón de hospital, al estilo de General Hospital o de ER, pero habría que conocer la zona en que se mueve Chago para entender la plática de los jubilados en torno a sus achaques crónicos. En este panorama aparece la figura ilegal de las “cliniquitas”, pintorescos policlínicos que los cubanos establecieron en Miami con el fin de enriquecerse a costa del estado de Beneficencia. En el ghetto se trata siempre de la bolsa o la vida.
Es curioso que otras dos novelas paradigmáticas –Boarding Home de Guillermo Rosales y Accidente de Juan Abreu– se sitúen, cada una a su manera, en el sector de la salud pública. La primera se ambienta en un sanatorio –pequeña Mazorra, metáfora del exilio– mientras que la segunda evoca el siniestro que sufre Luz Torres y su agonía en el hospital Monte Sinaí.
Los buscavidas de Mírala… encuentran refugio en la clínica; el Medicare los ha salvado del infierno. Cada falsa consulta trae aparejado un estipendio por prestar sus cuerpos a la rutina de un examen médico. La visita al doctor –otro matasanos recién llegado de Cuba– se convirtió en industria, en bolsa negra. Lealtades mafiosas sustituyen el juramento hipocrático y la morgue es el lugar de reunión donde se parten dividendos. Los locos de Rosales son víctimas de un sistema de salud clandestino, instaurado por proveedores inescrupulosos: el excedente de la medicina socializada en la Isla va a parar a Miami, como cualquier otro detritus. La avaricia, reprimida durante décadas de dictadura, también hace matástasis, crea un estado ficticio (metafísico) de emergencia, de crueldad generalizada. Mahagonny provoca concupiscencia –voracidad por vivir la vida en pedazos, desasosiego por gozar la papeleta.
Del otro lado está la policía; sólo que el policía es quien va a la cárcel en esta comedia de errores. Al contrario de Mario Conde, el detective de Leonardo Padura, que opera dentro de un sistema y conoce su lugar (pertenece a un pueblo, a un barrio y a una lengua), Sister, el fiana de Chago, no pertenece a ninguno, no tiene origen; su nombre propio es ya un malentendido. Aunque esté bien dotado, tampoco es macho habanero: su sexualidad es función de imponderables: cambia, como un camaleón, como Cobra, o como Calibán.
Mildred lo lleva a ver a un negrito que le saca un daño succionándole el rabo: el negro escupe en la cabeza de una culebra, que luego corta de un tajo. Sister está a merced de dioses ajenos. Ningún método lo asiste en su locura. Ni siquiera es Red Scharlach, que basaba sus deducciones en la Gematria: los judíos están aquí tan perdidos como los gentiles:
Recogió un pedazo de papel, garabateó en mayúsculas las primeras letras del alfabeto. A y B estaban destinadas para Mildred y Mita, la C y la D para la secretaria de Eugenia y el usurpador de su casa. ¿Qué relación tenían entre sí? ¿A+B+C+D? ¿(A+B)+(C+D)? ¿A+(B+C)+D? ¿(A+B+C)+D? Nunca fue bueno en álgebra.
El crimen se distribuye uniformemente por todo el espectro social, toma una gama infinita de valores y de estados.
Escatología miamense: la urbe ha sido descrita como isla “paradisíaca”, rodeada por un mar poblado de monstruos que el navegante debe sortear. Durante la travesía el balsero se ve perdido, el Norte no resulta tan evidente; a lo lejos se divisa la sombra de un país fabuloso, la punta de un inmenso iceberg, la silueta de un continente, de un país de Jauja que él llama La Yuma. Debe ser un lugar frondoso, florido, un jardín. Pero al final del viaje el navegante sólo encuentra otro océano, un pantano poblado de leviatanes, un marasmo impenetrable e inhóspito –con una franja de roca y arena que se llama Miami. Otra desilusión: al fondo de la última calle comienza el país de los Miccosukees, el trillo se interna en lo profundo de una ciénega sin fin. Estamos en plena calle Ocho.
El artista va a vivir a repartos en ruinas, remanentes de otra civilización perdida –la civilización de los anglosajones– que huyó a su vez, abandonando la ciudad al paso de los invasores cubanos. En los territorios abandonados floreció una cultura parásita. El idioma en que se expresa esa cultura no se habla más allá de los límites de Flagler. Innumerables novelas y poemarios ven la luz allí cada año: ninguno sobrevive; nada llega a oídos del mundo exterior. A pesar de ser una ciudad menor, y acaso insignificante, a menudo Miami fue comparada a Sodoma y destruída con la imaginación. Berltold Brecht jugó con la idea de escribir una pieza sobre la Apoteosis y caída de la ciudad paradisíaca de Miami. El boceto de su Mohagonny, la gran Babilonia, estaba basado en reportes verídicos sobre el paso del ciclón del 26 por el sur de la Florida.
El compromiso anti romántico –al que el género policíaco presta su seductora urgencia– es característico de la literatura miamense actual. Al contrario del tono nostálgico del exilio, y de la literatura académica que se cultivó en los primeros talleres literarios (Pura del Prado, Rita Geada, Angel Casas: lo que podría llamarse el laúd del destierro, anclado en el prerrafaelismo previo a la aparición de Reinaldo Arenas y la generación del Mariel), los escritores actuales desdeñan la lírica y van directamente a la narración. Es la literatura de gente que sufrió severas mutilaciones: en eso no son muy diferentes de Sister, de Doris Weissman o de Aliusha. Desde una condición dañada reorganizan su obra asumiendo las limitaciones de la producción tardía, la malformación lingüística y las inevitables lagunas intelectuales. Casi todos han retomado la escritura luego de un desastre personal (la cárcel, el destierro, la purga, el ostracismo), y a los cincuenta, a los sesenta años de edad, comienzan de nuevo.
Chago recrea la suya desde un modesto estudio de la Sagüesera, rodeado de gatos domésticos y apartado de la farándula: su tarea parece haberse reducido a la observación resignada del espectáculo que lo rodea. Atrás quedaron los años sesenta y el grupo Los Diez, que lanzó su carrera literaria en Santiago de Cuba. Del kitsch de CDR –con que volvió a reinventarse en los ochenta, al amparo de la pintora Antonia Eiriz– sólo queda un par de cotorras de papier maché colgadas en las paredes. Le ha costado trabajo –me dice durante una visita a su apartamento– reproducir la atmósfera de este pueblo engañoso. “Mucha película vieja, muchacho. Hace falta ver mucho clásico.”
Tal vez los clásicos del noir le hayan enseñado a reproducir, efectivamente, la bidimensionalidad de los bajos fondos y le aguzaran el espléndido oído que tiene para el small talk. Pero la obscena desolación de sus libertinos viene del cine porno. El único crimen auténtico que comete Sister es acuchillar una muñeca inflable, en una escena que podría tener de fondo la música de In Every Dream Home a Heartache, un clásico de los setenta –la década que nos trajo a Linda Lovelace en Deep Throat y a John Holmes en La autobiografía de una pulga.
Esa canción (I bought you mail order/ Your skin is like vinyl/ The perfect companion/ You float my new pool/ Deluxe and delightful/ Inflatable doll/ My role is to serve you….) aparece en el álbum For your pleasure de Roxy Music y sirve de testamento a una época que dejó de creer en sucedáneos erógenos. La muñeca de polietileno exhala sus últimas palabras entre los brazos del policía: Se le prendió del cuello. La mordisqueó. Fuck me, son of a bitch, fuck me (…) En medio de juegos de agua, abrazos y zambullidas, Sister continuó apretando controles. La voz del maniquí se transformó en un ronquido masculino. Igual que el lenguaje –el paisaje o la vida misma–, el coito se mecaniza. La máquina se ha convertido en la Amada. Como en el largo monólogo interior de esa otra Metrópolis –Miami– que es en el fondo Mírala…, la autómata eructa obscenidades mientras se descoyunta en el arrebato de un trance inducido por la aceleración de una ciudad que se debate entre la nostalgia de sus desarraigados y los últimos desmadres del capitalismo posindustrial.