Su éxito comercial es el mejor comentario sobre su obra. Debajo de todos esos matorrales –y aunque esté implícito– debería colocarse un cartel que dijera “sin palabras”, pues la mudez es su esencia. Virgilio habla, en Presiones y diamantes, de una especie de viaje turístico o campismo profundo que la burguesía cubana emprendió en las postrimerías de la República. Nunca sabremos hacia dónde se dirigían –a horcajadas sobre témpanos de hielo– nuestros escapistas, aunque sí conocemos qué le pasó al país de donde escapaban. He imaginado muchas veces que huyeron a una caleta de Tomás Sánchez.
Las intenciones de la burguesía miamense al invertir una millonada en un acrílico inane no son distintas: volar lejos, a una Cuba precolombina, anterior a Miami; anterior, incluso, a nuestro pasado ibérico; a un lugar donde, según cuenta el Padre Las Casas, se podía marchar muchas leguas debajo de las frondas.
Es decir: al Paraíso.
En el bosque primordial del último Tomás Sánchez, la burguesía borrada ha llegado a decir con el Friedrich Nietzsche de la Genealogía: “¡Fuera yo!” Y esa renuncia del ego emparenta al pintor de manglares con el budista shopenhaueriano de los primeros basureros. Sus plácidas lacunae mentis pueden adornar lo mismo un comedor de Kendall que la cubierta de un CD de Pablito o una oficina del Comité Central.
¿No será Tomás Sánchez otro acuarelista de lo antillano? ¿Acaso no hay algo intrínsecamente batistiano en lo acomodaticio de esos paisajes que van tan bien con un juego de living?
Penúltimos Días
Octubre, 2007