Antes de acercarnos a las fechas que nos ocupan debemos retroceder un lustro, a la época en que el joven Fidel Castro recibe su bautismo de fuego.
Es 22 de febrero de 1948. Manolo Castro, ex-presidente de la FEU, abandona un cine habanero en compañía de cierto maleante que lo conduce, engatusado, al callejón donde lo espera Fidel Castro. Los Castro en el callejón –como Martí en Dos Ríos con su Ángel de la Guardia– forman alegoría. ¿Qué hay en un nombre? La policía arresta esa tarde a Fidel en el aeropuerto de Rancho Boyeros, mientras intenta distanciarse del cadáver de Manolo.
En abril de ese mismo año Fidel participa en una intentona mayor, durante la IX Conferencia Panamericana, en Bogotá. Llega a Colombia el 29 de marzo, en compañía de Rafael del Pino y de Alfredo Guevara, con el fin de participar en un evento paralelo de estudiantes. El 9 de abril debe asistir a una cita con Jorge Eliecer Gaitán (a quien Hugh Thomas tilda de “Chibás colombiano”), que por entonces arrebataba al pueblo desde la tribuna. Fidel ha dicho que intentaba ofrecerle sus respetos y pedirle consejo: pero cerca de la hora en que debían verse, Gaitán cae abatido por las balas que le dispara Juan Rosa Sierra. Enseguida la turba lincha a Juan Rosa y, como de concierto, se escucha el grito de «¡A Palacio!», y la consigna «¡Revolución!». Siguen siete días de quema y de saqueo que dejan la capital devastada y a Colombia sumida en una guerra que dura todavía. Fotos de la época muestran a un Castro joven entre las ruinas –que serán, en lo sucesivo, su hábitat.
Por cierto, Juan Domingo Perón había costeado el viaje de los jóvenes putschistas. Años más tarde, Jorge Luis Borges vuelve a relacionar a Perón y a Fidel con un silogismo: «Perón es un delincuente, pero Fidel es un gángster», dicen que dijo a un periodista. Borges lo adivina: conoce de gángsteres y de carnavales. En carnaval no se sabe nunca quién dio la puñalada trapera, ni quién cortó la nalga con la navaja. La tragedia lleva máscara de comedia y, durante unas jornadas, la verdad y la mentira se intercambian las cabezas, como en el famoso patakí. Es el mundo al revés. Somos inocentes si, cuando ocurrió el crimen, «estábamos de carnaval». ¿Quién puede acusarnos? Se cree que los cubanos mataron a más de 30 personas en Colombia (a esos feroces “estudiantes” tuvo que enfrentarse después Batista). Fidel regresó impune a La Habana, rescatado por el embajador Guillermo Belt. Entonces terminó la carrera de Leyes y se casó con una Díaz Balart.
Vayamos ahora a nuestras eras imaginarias. Imaginemos primero a otros rebeldes aproximándose de madrugada a la finca Kuquine, y a Batista recibiéndolos y atendiendo a sus quejas con oído hábil: Carlos Prío prepara un autogolpe y es preciso detenerlo con un contragolpe, explican los conjurados. Sabemos que el 9 de marzo de 1952 era domingo de carnaval: aprovechémonos de esa imagen borgiana para trazar un rombo cuyos ángulos coincidan con los cuatro puntos adonde se dirigen los soldados. (En La muerte y la brújula Red Scharlach aprovecha su confusión festiva para pasar un muerto escoltado por dos arlequines).
La caravana abandona Kuquine a las dos de la mañana del lunes 10. Al timón va el capitán Luis Robaina; en el asiento trasero viajan Francisco Tabernilla, Roberto Fernández y Fulgencio Batista. Parten rumbo al cuartel de Columbia. Otros carros se dirigen a La Cabaña, a La Punta y a la jefatura de Policía: trazan, sin proponérselo, un paralelogramo.
Edmund A. Chester en A Sargent Named Batista dice que «los movimientos de los cuatro grupos estaban coordinados por relojes sincronizados con las señales de una estación de radio local». El radio como reloj: si ponemos encima un vaso de agua obtendremos una clepsidra, la máquina del tiempo de la mitología cubana. Desplazándonos por el territorio nacional en el sentido de las manecillas de uno de esos artefactos de quincalla, arribaremos a la provincia de Oriente, en el extremo opuesto del lugar donde dejamos a Tabernilla y Batista a punto de propinar el contragolpe anticipado.
De un almanaque cae una hoja con la fecha 26 de julio de 1953 (la víspera es Santiago Apóstol, fiesta gallega): ha transcurrido un año y cuatro meses desde el 10 de marzo. Rebeldes vestidos con uniformes idénticos al de los golpistas batistianos parten, en automóviles, de otra finca. Es carnaval otra vez: las calles están regadas de serpentinas, y los conjurados se dirigen a otro cuartel. El arlequín es ahora un doppelgänger: disfrazado de sargento, encarna a Fulgencio en el breve escenario de un automóvil. El tiempo transcurrido de carnaval a carnaval podría medirse en Olimpiadas; ambos hechos podrían sincronizarse por las señales de un radio reloj clepsidra.
En nuestro experimento dos hombres han llegado al mismo punto por más de una ruta. Si bien la ficción de causalidad quedó descartada, las leyes de la naturaleza nos impiden adjudicar simultaneidad a esos eventos. El primer golpe no es la causa del segundo: no hay ya más causas ni efectos. Pero las dos fechas tampoco pueden ser contemporáneas. En realidad, son una y la misma. El 26 de julio «es» el 10 de marzo. No existen otras fechas: el primero de enero de 1959 es sólo una invención de Herbert Matthews, un truco publicitario de Bohemia y de Carteles. Desde aquel doble asalto a nuestra vida pública «siempre es 10 de Marzo».
La idea de derrocar a Batista por las armas, la idea de la revolución («el momento es revolucionario y no político…», clama Fidel en El Acusador) es el resultado de la atmósfera gangsteril de aquellos años. Por tal razón las armas no deben ser entendidas aquí como «último recurso», en el sentido martiano. Esas pistolas tenían gatillo alegre. La pátina de idealismo con que las cubrió el tiempo es falsa: el revolucionario estaba más cerca del pistolero y heredó de él sus armas y su escudo de armas. Los Tigres de Masferrer eran una suerte de caballeros del temple. Los grupos de acción políticos funcionaban como hermandades. La revolución llegó, entonces, como plusvalía del gangsterismo, del priísmo –un priapismo, la ley de los cojones. Batista pudo haber sido, paradójicamente, el único hombre capaz de poner coto a la disposición mórbida de la sociedad cubana. En nuestra arlequinada, jugó más de una vez el papel de Il Dottore.
El Moncada es la obra de un gángster. Los participantes en el asalto fueron a la lucha engañados. Jugaron con armas en Artemisa y, de pronto las armas les jugaron una mala pasada. Gustavo Arcos Bergnes fue el único que objetó a la crueldad con que habían sido llevados a morir. Pero las armas son del diablo y con ellas nunca se sabe. Hugh Thomas cuenta que, en la granjita Siboney, Fidel arengó a los jóvenes sobre la importancia «histórica» del asalto, y se asombra de que no haya mencionado la importancia social o política del hecho. Pero las armas hacen Historia, no sociedad ni política, y era a esa capacidad de las armas a la que aludía el líder, y la que le interesaba.
La reticencia de la juventud actual, su negativa a armarse, denuncia la llegada de nuestra primera generación contrarrevolucionaria: vale decir, la primera generación que se resiste a resolver el problema de su libertad por la lucha armada –justificándola, teorizándola, idealizándola o mistificándola. Su pasividad, la escandalosa ausencia de hechos de violencia para sacarse de encima el “oprobio del castrismo”, delata una confianza en la vía pacífica, en la evolución creativa y el devenir. Se han confiado al tiempo.
Y quizás sea ésta la única señal esperanzadora de una época oscura: que hayamos dejado de creer –sinceramente– en la revolución. Que Castro haya logrado hartarnos de anarquía.
Julio 16, 2003
Encuentro en la Red