La segunda venida

Disidente
El general Raúl Castro habla desde el altar, y recuerda emocionado que Juan Pablo II “visitó nuestra patria hace catorce años”. El criminal bloqueo, explicó el general, continúa en pié catorce años más tarde.

No se le ocurre a Raúl Castro que también su hermano, pese a todas las profecías, continúa en pie catorce años después de la visita de Juan Pablo, y que él mismo sigue mandando catorce más catorce más catorce más catorce años más tarde. El pueblo escucha al general sin detenerse a sacar cuentas: fue adoctrinado y minuciosamente alfabetizado, entiende que la Virgen cumple 400 años, y que el señor del gorrito rojo debe andar por los noventa, pero su aritmética no alcanza a sumar los años de dictadura. El cubano de hoy suma en números orwellianos. Para él, 2 más 2 son 5.

Escuchando los cálculos de Raúl, el Papa Benedicto XVI debe haberse sentido orgulloso de lo bien que los jesuitas del Colegio Dolores prepararon a los hermanitos Castro. ¿No vino Benedicto XVI a festejar un milagro que ocurrió hace cuatro siglos, mientras que los cubanos esperaban uno para esa misma tarde? ¿No representa Benedicto XVI otro reino castrista destinado a durar por los siglos de los siglos, amén? ¿No es Benedicto el homólogo del general, un mensajero infalible de la Verdad revelada? ¿Y acaso no gobiernan los Papas desde un Palacio de la Revolución levantado sobre las ruinas de un batistato que se llama paganismo?

El general y el Papa comparten el altar con una Virgen que miró impertérrita cómo un millón de Juanes de todos los colores perecían en las aguas infectadas de tiburones del Estrecho de la Florida. Si alguna vez tuvo divinos poderes, debió ser en la maravillosa época colonial, cuando comandaba las aguas y aplacaba tormentas. A partir de 1959, sin embargo, o perdió la gracia o se nos ha virado. El destino de tres infelices pescadores, se convirtió en la desdicha de todo un pueblo. Toda Cuba zozobra, un ciclón bate sus costas desde hace medio siglo. El bote de los Tres Juanes es un yate de lujo comparado con los medios de flotación con que sus fieles se han presentado ante la Virgen. La maldita circunstancia del agua por todas partes –como dijo un hereje llamado Virgilio– ha llegado a ser la constante escatológica de la vida nacional.

Nuestras plegarias cayeron en el mar, nuestras lágrimas en la arena, o tal vez sea culpa de la superstición, la brujería y los trabajos sucios realizados en el nombre de Cachita. Quizás hemos provocado, con nuestra impiedad, la ira de la diosa. ¿Tendremos que castigarla y retirarle las ofrendas para que nos sea propicia? ¿Haremos penitencia? El cubano que celebra hoy sus bodas de zafiro con la dictadura, podría exclamar con el Cristo de Caná: “Mujer, ¿que tengo yo que ver contigo?”

Ahora sabemos que los hermanos Castros son los representantes de la Compañía de Jesús en América. Como jesuitas han gobernado y como Jesus Freaks han conquistado a Latinoamérica para la fe. El castrismo devino una doctrina universal, un dogmatismo. Sus fieles acuden en peregrinación para besar la mano del Líder espiritual del sincretismo político caribeño.

Desde el principio de su carrera, Fidel Castro se presentó como Mesías, como redentor y como una especie de santón. Periódicos y revistas recogieron su imagen carismática y la difundieron, y el pueblo ignorante llegó a confundirlo con el Salvador. Ahora sabemos que absolvimos a Barrabás y que crucificamos al Mesías (que no era un hombre de carne y hueso, sino una gracia, un momento singular); que se trata menos de portentos políticos que de milagros socioeconómicos; que nos dejamos obnubilar por las barbas y los sermones; que desconfiamos de los terratenientes y los usureros y que expulsamos a los mercaderes del templo, solo para venir a pedir limosnas al Partido.

La misma caridad cristiana que nos embarcó en 1953, cuando un obispo intercedió por Fidel, pretende convertirse ahora, a los sesenta años de aquellos errores, en la alcahueta de nuestra redención. La misma Iglesia que hace cinco décadas afrontó todos los riesgos, la que dio el pecho a las balas, es hoy cómplice de la represión y represora de herejes dentro de sus propias filas. La Iglesia que recibe a Benedicto ha traicionado a los jóvenes que fueron al paredón con un “¡Viva Cristo Rey!” en los labios. La Iglesia Católica le ha dado la espalda a los creyentes que la rescataron del escarnio y a todos aquellos que, a costa de enormes sacrificios, le devolvieron su lugar en la sociedad.

La tribuna en Oriente parecía más bien una escena de Monty Python en la Vida de Brian: un malentendido cósmico, un conciliábulo grotesco. En Santiago de Cuba un cimarrón salió de entre las filas de palestinos y, atravesando cordones policiales, llegó hasta el micrófono: “¡Abajo el comunismo!”, gritó el inocente. Ese grito debió sonar a los oídos del mundo como “¡Abajo los albigenses!”. El pobre ermitaño no se daba cuenta de que el comunismo había muerto durante la última visita del Papa.

Enseguida los esbirros se le abalanzaron y lo neutralizaron. Un miembro de la Cruz Roja (la capacidad de ironizar de Jesucristo es infinita) se acercó al detenido y le propinó una salvaje trompada. El bofetón, retransmitido por una estación colombiana, ardió instantáneamente en la mejilla de cada cubano. El hombre con la Cruz Roja en el pecho procedió entonces a esgrimir la camilla como un mazo. Estaba dispuesto, por la tranquilidad del general y de Benedicto XVI, a caerle a camillazos al mismísimo Mesías si se le ponía delante. ¿Habrá que preguntarse de qué parte estaba Cristo en ese momento? ¿Habrá otra escena que simbolice mejor la segunda venida del Papa?

Marzo 26, 2012

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