La primera vez que presentí lo que estaba pasando fue a los dos meses de haber visto El silencio de los corderos: abrí el periódico de la mañana solo para confirmar mis peores pesadillas; un tal Jeffrey Dammer se había comido a un afroamericano y guardaba pedazos de otro en un refrigerador. Jamás había oído hablar de un caso de canibalismo hasta que conocí a Hannibal Lecter y, de pronto, conjurado por el cine, aparecía un segundo caníbal, esta vez real.
En abril, el tabloide Weekly World News confirmaba en su portada la noticia de que por lo menos doce miembros del Congreso de los Estados Unidos eran extraterrestres. Compré el periodiquito mientras la cajera me cobrara una cajetilla de Marlboros… “Y este periódico, por favor…” Me devoré la historia mientras caminaba de vuelta a casa. Ayer el Daily Mirror admitió que había falsificado las fotos de las torturas en Iraq. ¡Qué alivio! Había empezado a creérmelo. Pero, no, no… desde el primer momento presentí que eran falsas. Sí, lo presentí. Demasiado oportunas, demasiado cobardemente apegadas a las faldas del escándalo. No podían ser reales. Pero, ¿quién sabe ya lo que es real y lo que es fantasía?
No sé si los lectores de otras latitudes conocen el programa de Jerry Springer. Jerry trae cada tarde, a un estudio de televisión que imita las cloacas de las urbes en ruinas, las heces de la civilización occidental: putas apaleadas, cojos vociferantes y gordas de quinientas libras; niños afectados por la progeria que aprovechan para casarse frente a las cámaras antes de morir prematuramente. Jerry es en realidad el ex alcalde de Cincinnatti, y se ha convertido en el demócrata más famoso en un partido afectado, como el otro, por el descrédito crónico. Su influencia se hace sentir en todas partes. Las fotos de los abusos contra los presos iraquíes responden a una imparable jerryspringización de la prensa.
Hace unos años David Letterman le preguntaba a la entonces Primera Dama, Hillary Clinton: “¿Es cierto que el gobierno de los Estados Unidos controla el clima?” Hillary estalló en carcajadas. Pero este año, la señora Clinton regresó al popular programa de televisión, como senadora por el estado de New York.
Dave: “Entonces usted cree que existe una conspiración…”
Hillary: “Oh, Dave, sí. Una conspiración de la derecha, pavorosamente vasta…”
No sé cómo la gente no se ha dado cuenta de que John Kerry es el puro retrato de la máscara larga y pálida que sale en la película Scream. Es como si el asesino en serie se hubiese quitado la careta y debajo apareciera la máscara de un aspirante a la presidencia. Por cierto: dos recién casados que viajaban en el Titanic la trágica noche del desastre reaparecieron en una balsa, en el Ártico, todavía abrazados y vistiendo trajes de bodas. Las fotos de los terroristas islámicos con fundas blancas escritas con caractéres árabes –Los Angeles Times, edición dominical, 5–15–04– son idénticas a las del Ku Klux Klan. Los árabes han aprendido todo lo malo de los americanos, y nada de lo bueno: Al Jahzira es el Jerry Springer islámico y las Brigadas de Mártires son el Klan de los nietos de Ismael. Ayer vimos el primer linchamiento televisado.
Lo del linchamiento nos trae al tema de las decapitaciones. Al padre del decapitado lo entrevistan frente a su casita de los suburbios, recortado contra un hábitat de filme de George Lucas, y lo que dijo resume en cuatro soundbites toda la superficialidad ética de Middle America, y de Middle Earth: “Son lo mismo… Rumsfeld, Bush y Al Queada, exactamente lo mismo…” Todavía sentado frente al televisor, levanté el teléfono y llamé a mi hijo en Miami: “Oye Uly, ¿cómo se llamaban los personajes de Mortal Combat? Ulysses: “Oh, papi, claro… se llamaban SubZero, Raiden, Kano, Scorpio…” “Gracias, hijo. Ah, por cierto… ¿has entrado al portal de Internet donde muestran el beheading?” “Sí, claro…”, (me da la dirección de la página.) “Cuando entres”, explica, “vas a ver un cartel que dice: tenemos la película de la decapitación, por favor, tenga paciencia, toma unos minutos bajarla…” “Gracias hijo”. “I love you, dad.” Los muchachos me mantienen al tanto de las últimas imágenes grotescas que uno debe ver si quiere estar al día. Así me enteré de las fotos de la autopsia de Tupac Amaru Shakur; así visité la página donde aparecía Nicole Simpson acuchillada. Una especie de submundo adonde se baja clandestinamente: el Hell’s Kitchen de la Biblioteca de Babel.
En el mundo electrónico de Combate Mortal no hay buenos ni malos, como dijo el buenazo de Berg. Frente a la pantalla, el niño escoge al álter ego que desea encarnar, dentro de un menú de opciones que no hace distinciones entre Scorpio, SubZero o Kano… Cualquiera, sí, da lo mismo. El asunto es ganar. Y al final del Combate aparece en pantalla un cartel en grandes letras rojas que propone la ineludible pregunta: Finish Him?, ¿Lo eliminamos? Y el jugador no puede menos que permitirse esa última satisfacción: arrancarle la cabeza de una patada al contrincante acorralado. Detrás de Raiden o Scorpio no hay ideologías ni partidos, sino solo estilo. Y uno elige el estilo que más le convenga: los malos, en este reino ideal, son tan atractivos como los buenos. El niño puede encarnar incluso a un comandante de las SS en un popular juego de video. Todo da igual. Anything goes.
La consigna de la Cocacola (It’s the Real Thing) fue suplantada por la de Memorex (Is It Real? Or is it Memorex?) introduciendo así, en el mundo virtual, la duda metódica. Freddy Mercury, de la banda Queen, se preguntaba hace tres décadas en su famosa rapsodia: Is this the real thing, or is this just fantasy? El asunto tiene otras posibles reverberaciones: Mantegna pinta la decapitación de Santiago en la capilla Ovetari de Padua; el santo está bocabajo, con la nariz en el fango, y el verdugo levanta el hacha contra un cielo descascarado. (Tres muchachones conversan casualmente en el fondo, recostados a una cerca.) En 1942 la capilla fue bombardeada y de los frescos solo quedan las fotos, lo virtual. Aunque un pedazo de la cúpula puede visitarse todavía, como una cabeza separada del cuerpo –otro pedazo incompatible en el rompecabezas postbellum de ese territorio fragmentado que el secretario Rumsfeld llamó despectivamente, “la vieja Europa.”
De hecho, Dresde se ha convertido en una especie de capital fantasmagórica de los juegos de video. Por sus calles bombardeadas avanzan diariamente las huestes de niños videotas ametrallando a diestra y siniestra. Al contrario de la moderna Dresde, reconstruida según el gusto de un sátrapa estalinista, en la “vieja” Dresde continúa el mismo fragor y la misma frenética carnicería de hace 50 años. De alguna manera la ciudad real resulta menos apasionante que la ciudad “fantasma.” Lo mismo sucede con La Habana: sus ruinas prostituidas tienen más portales de Internet que la higiénica, púdica e intacta urbe republicana. A los americanos, especialmente, les encanta caminar por esas calles salpicadas con los cráteres que dejó la Batalla de Ideas. Una batalla virtual, un derrumbe ideológico provocado por una guerra anunciada.
Como sucediera en La Habana, en Norteamérica se sienten ya los primeros cañonazos de la guerra que libra contra sí misma la nación más poderosa y mejor armada del mundo. (La batalla de Bagdag, igual que la de Playa Girón, es solo una distracción.) Las bombas inteligentes, como aparatosos fuegos de artificio, se levantan al aire y caen en el mismo lugar de donde salieron. La verdadera batalla que libra hoy el Imperio es también una batalla de ideas. (¿Están puestos de acuerdo los tabloides y la CIA? ¿Controla el gobierno el estado del tiempo?) Es curioso comprobar cómo el cine malo, los periodiquitos y los animadores de programas-basura son los primeros en reportar desde el nuevo frente –unas barricadas virtuales que nadie ve, aunque están delante de los ojos de todo el mundo.
En el juego de las decapitaciones, descrito por Thomas Mann en su novela Las cabezas trocadas, uno debe hacer girar la espada enérgicamente, de manera que el impulso imparable que le imprime la fuerza centrípeda haga caer la hoja en el propio pescuezo. Desde que leí la noveleta en mi adolescencia, me preguntaba qué pensaría en ese primer instante la cabeza cortada –pero todavía viva– que observa a su verdugo desde el suelo. Ahora, me temo, en Occidente estamos a punto de averiguarlo.
Mayo 22, 2004
El Nuevo Herald