Los obituarios de Nelson Mandela por Carlos Alberto Montaner y Bertrand de la Grange, aparecidos en Diario de Cuba, son justos en la valoración del estadista sudafricano. El mundo entero está de luto por la muerte de un gran hombre. Raúl Castro y Obama asistieron a los funerales. Los cubanos deberíamos aprovechar el velorio para reflexionar sobre nuestra situación.
Que un ejemplo de dignidad humana, el luchador intachable que padeció la cárcel, exaltado a héroe universal con todos los honores y reconocimientos que supone el cargo, un personaje venerado por las multitudes, el campeón de la causas justas, mitificado por la cultura de masas, el action figure de los oprimidos y los humillados, fuera también el amigo fiel de Fidel Castro, de nuestro verdugo, el negador de los altos principios que el difunto personificaba, habla volúmenes acerca del malentendido cubano, de nuestra incómoda situación en el mundo, pero sobre todo, de las categorías morales que el izquierdismo impone a la opinión pública, y de las ideas corrientes sobre lo “bueno” y lo “malo”, lo “ruin” y lo “admirable”.
La situación del cubano es así de extraña: la dictadura castrista es celebrada; la más larga tiranía hemisférica es racionalizada y tolerada. En vez de dejar a Mandela en paz y despedirlo sin más explicaciones, la ocasión fúnebre obliga a meditar sobre el fenómeno más desconcertante de la Historia posmoderna: el ascenso del castrismo, la fascinación de nuestro fascismo.
Quizás no deberíamos cuestionar a Mandela personalmente, pues, como ha dicho Montaner, en lo tocante a la amistad con Castro, fue “otro de tantos” (en nada distinto de Carlos Andrés Pérez, por ejemplo), sino enjuiciar más bien su política: interrogar las extrañas creencias de los líderes mundiales que, rodeados de un cortejo de Premios Nobel, filósofos y sicofantes, profesan admiración incondicional a Castro.
¿Por qué?, nos preguntamos los exiliados. ¿Estarán ciegos? ¿Puede más la Realpolitik que cualquier consideración humana? ¿Acaso no fue el Comandante en Jefe de una junta militar quien concibió las campañas mussolinescas de las que Mandela habla tan arrobadamente? ¿Están orgullosos lo cubanos de las campañas africanas?
La guerra de África estaba afincada en la represión y apuntalada por el terror. Cada cubano en edad de tomar las armas fue obligado a ser un mercenario. Por otra parte, hay quienes vieron en la guerra de Angola nuestra entrada triunfal en la Historia: esa Cuba rampante y guerrerista podía considerarse por fin una nación moderna. Si antes producía azúcar, ahora exportaba dulces guerreros, guerras edulcoradas.
Las guerras castristas, las guerrillas e intervenciones cubanas, no fueron sancionadas como actos criminales ni reprobables, a la manera en que se reprueban las guerras imperialistas. La injerencia en los asuntos internos de un país situado a miles de kilómetros de nuestras costas se consideró una demostración de altruismo, un gesto solidario. Mientras tanto, los cubanos eran reclutados en masa, secuestrados en la noche, sacados de la cama y acorralados en camiones militares. Desde sus lechos calientes fueron a dar a un barco negrero: la Historia cubana se repetía, al revés. Regresábamos a África, maniatados de pies y manos, como esclavos de un poder colonial que no tenía que rendir cuentas a nadie.
Nuestros soldados no conocían el destino del barco que los transportaba al otro lado del Atlántico, iban camuflados como mercancía. La marina mercante, incapaz de proveernos de alimento, servía a los objetivos de una guerra fantasma. Así vinimos a ser la carne de cañón de los delirios geopolíticos castristas.
La guerra de África es nuestra Guerra Sucia y debería provocar la vergüenza, no la admiración de los africanos. El castrismo traicionó allí a sus viejos aliados, a Holden Roberto y a Jonas Savimbi, e instauró a un régimen títere en Angola, con Agostinho Neto a la cabeza. La terrible batalla de Cuito Cuanavale le costó cara a Cuba. Además de las incalculables bajas, los mutilados y el trauma que provocó la contienda africana, habría que contar los juicios sumarios, la cárcel y los actos de repudio a quienes se negaban a participar por objeciones de conciencia o por miedo.
Todos los años que duró la guerra, se pudría en una cárcel cubana el preso político más antiguo del mundo, Mario Chanes de Armas. Todos el tiempo que duró la guerra existió en Cuba un sistema de apartheid, que el régimen castrista no desmontará jamás por tratarse de la permanente segregación de los desafectos y los opositores. Existe también el apartheid de un millón de exiliados, sin voz ni voto, que vive en el Soweto (South West Township) que es Miami.
¿Nos hizo superiores a nuestros adversarios sudafricanos la Guerra Sucia? Lamento disentir de Mandela, un velorio no es la ocasión de sacar los trapos sucios, pero hay que recordar que los negros de Johannesburgo tenían una noción clara de las hostilidades y acceso a las noticias de la guerra. La prensa y el derecho de asociación estaban menos restrictos en el régimen de P.W. Botha que en el de Castro. En cambio, para los cubanos, la Guerra Sucia fue también una guerra secreta, tergiversada y censurada por la propaganda.
Por eso, cuando Mandela apareció en Miami, me uní al puñado de compatriotas que fue a protestar frente al Centro de Convenciones. Una brigada de partidarios del líder sudafricano vino a agredirnos y, por unos instantes, ocurrió una trifulca entre cubanos y afroamericanos, una especie de Cuanavale en South Beach, con la diferencia de que en nuestro bando había también negros expresos políticos.
Otra vez nos hacíamos odiosos al mundo; otra vez el mundo miraba, incrédulo, cómo los exiliados atacaban la imagen de un santón, protestaban contra un anciano venerado por las multitudes. Y nosotros, por supuesto, éramos incapaces de explicarle al mundo nuestro dilema.
Y es que habría que abstraerse de la Historia cubana reciente e ignorar el momento en que ocurrió la Guerra Sucia para poder tratarla como una épica; habría que ser un cínico para ver en la intervención castrista algo noble o desinteresado; habría que ignorar las condiciones objetivas de la sociedad cubana de los setenta y los ochenta, la situación precaria de esa edad oscura, y olvidar el Mariel, la embajada abarrotada de desesperados, desestimar la corrupción del ejército mercenario y los negocios sucios del Estado Mayor cubano, el fusilamiento de Ochoa, o la misma existencia de Sebastián Arcos Bergnes y el movimiento que fundó, para considerar a Mandela un gran hombre.
Con un abrazo Mandela selló su suerte. Hay una mancha cubana en el expediente del Premio Nobel. Porque, al abrazar el castrismo, en realidad Mandela estaba abrazando al Contra Mandela, al que no hubiera entregado el poder, al que hubiera fusilado y desterrado a sus adversarios en lugar de perdonarlos e incluirlos.
Que olvidemos todo eso sería mucho pedir: la posteridad de Nelson Mandela está inextricablemente ligada a su relación con Fidel Castro, porque esa relación es tal que redefine universalmente los conceptos de “bueno” y “malo”, de “ruin” y “admirable”, para la eternidad.
Diciembre 9, 2013