Dentro de pocos años las nuevas generaciones de cubanos no entenderán el sentido de ¡Azúca!, pues esa sustancia sagrada de nuestra mitología habrá dejado de existir, y su lugar en un ideario socioeconómico que se remonta a los tiempos del esclavismo habrá quedado vacante. Como queda vacante ahora el puesto de Reina de la Rumba. Habremos pasado del feudalismo al poscomunismo, sin transiciones.
En lugar de ¡Azúca! consumiremos otro cristal dulzón –un substituto, producto de otras destilaciones culturales: la música republicana pasada por agua, y la bastardización del imaginario asociado a ella. Innumerables «salseros» y otras antiguallas seguirán saliendo al escenario bajo los arcos de cristal del socialismo para representar la farsa de nuestro Ancien Régime. La realidad habrá sucumbido a la Idea. Viviremos, literalmente, del ayer.
Una era que debimos jubilar hace cuatro décadas va por fin a la tumba con la Guarachera de Cuba. Pero, como no hubo otra, no quedó más remedio que repetir eternamente la misma historia. La llamada “generación del Centenario” pudo destruir, efectivamente, la Cuba clásica, pero no fue capaz de sustituirla por una nueva. Sin reconocerlo, hemos vivido detrás del vidrio de un cuadro de las Hermanitas Scull: nosotros éramos los cadáveres; nosotros los embalsamados. Ahora, con la muerte de la Reina, no hemos hecho más que ponernos al día.
La Rumba –y la imago de La Habana que la creó– es hoy el principal producto de exportación de la dictadura. Con razón el gobierno castrista le negaba la entrada a la rumbera: Celia, arrollando en El Prado o cantando en Tropicana, hubiera sido, no el tan socorrido fantasma del pasado, sino una cosmonauta que regresa más joven de su viaje en el tiempo. Hubiera sido el fantasma del futuro. La reaparición de la rumbera significaría la destrucción del principio de realidad que mantiene vivo al régimen. La naturaleza de holograma del castrismo quedaría al descubierto.
Con Celia muere también el joie de vivre de una época que tratamos de enterrar antes de tiempo. Celia Cruz, como un ejército de una sola persona, defendió la alegría, la decencia, el patriotismo sencillo y la visión del mundo de aquella edad de oro. Tendida en la Torre de la Libertad, encarna la paradoja de un país que marcha hacia atrás para reencontrarse consigo mismo. Su capilla ardiente, y la procesión del pueblo que desfila por las antiguas oficinas del Refugio, iluminan el sentido de aquella absurda consigna de Jorge Más Canosa, «¡Adelante, adelante, adelante!». Hoy sabemos, por fin, que significa: “¡Marcha atrás, marcha atrás, marcha atrás!”
El principal producto de exportación cubano es la alegría de la República. La dictadura explota despiadadamente esa mina de oro, de grandes éxitos –en la arquitectura, en las artes, en la literatura, en lo social, y hasta en lo político– para mantener su averiada maquinaria. Venden (empaquetados por los estudios Unicornio) trozos de la época que destruyeron. Mientras tanto, en las nuevas galeras en que se han convertido los sótanos de los hoteles, el esclavismo light florece. Un ejército de camareras, valets, chóferes, mucamas y lavaplatos muele en los trapiches españoles el “azúca” con que los mayorales endulzan su inconciencia. Y sobre los escenarios del mundo, los músicos entretienen la clientela acubanada.
Celia Cruz, y Pedro “Motica de Algodón”, son los cimarrones del socialismo. Y las nuevas generaciones, que ya no entiendan el sentido de su grito guerra, los verán como esclavos liberados, como la imagen retrospectiva del futuro.
Julio 21, 2003