El simulacro CASTRO y la risa del Joker

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Una larga genealogía de actores ha encarnado al personaje de The Joker, cuyo nombre intraducible los mejicanos insisten en verter al español como «El Guasón».

Pero nada tiene que ver un guasón con el arcano de la baraja: The Joker es El Joker, aunque en cubano sería más justo llamarlo sencillamente «Castro».

El Joker y Castro comparten la misma capacidad para la sorpresa criminal. Sesenta años de Jokers y Castros nos han enseñado a esperar de ellos lo inconcebible. Hay mucho de chiste macabro en sus salidas, algo espantoso en sus bromas pesadas, y la idea recurrente de la criminalidad como choteo.

Igual que Castro, el Joker mata con una sonrisa en los labios. El mundo lo teme, pero le ríe la gracia. El Joker es un payaso abusado por el Padre o por el Capitalismo, lo cual parece otorgarle derechos extraordinarios. Cuando lo vemos disparar a la cabeza del conductor de un programa televisivo, recordamos la manera en que Castro revertió en pantalla el veredicto del juicio del coronel Sosa Blanco. Entonces el público calificó el atropello de «circo romano», pero se divirtió en secreto y aplaudió al Joker.

El Joker sabe que el público disfruta del sufrimiento y que anticipa la próxima sorpresa malvada. Por eso el Joker debe cambiar de aspecto en cada entrega. A lo largo de siete décadas ha sido interpretado por Conrad Veidt, César Romero, Jack Nicholoson y Heath Ledger. La más reciente encarnación del choteo castrista es Miguel Díaz-Canel, que corresponde al sociópata de Joaquin Phoenix.

Se dice que, cuando era joven, el Joker cayó en un barril de químicos corrosivos y que entonces perdió el color y adquirió el rictus permanente que lo identifica. Esto explicaría lo incoloro del canelismo y su mueca congelada. Castro utiliza a Díaz-Canel para infligir al público su último chiste macabro: un canje de moneda como el de 1961, repetido en el 2019.

En la última década, el castrismo condujo un estudio secreto de mercadeo a espaldas de las mulas y los traficantes. Los renglones de importación más comunes, desde las piezas de repuesto hasta los pañales, los chorizos y las aspiradoras, fueron identificados y catalogados por los controladores castristas a fin de establecer, en el momento más cínico, una cadena de tiendas oficiales que usurpara el negocio de los cuentapropistas.

He comentado en otra parte una obra de ese Joker del arte moderno llamado Maurizio Cattelan, Another Fucking Readymade, de 1996, en la que el italiano se roba las piezas de una exhibición de Paul de Revs en la Galería Bloom, de Ámsterdam, y las cuelga en De Appel Art Centre, que le había encargado un show. Cattelan habló entonces de “táctica de sobrevivencia” y los críticos le dieron a esta modalidad interpretativa el nombre de “obra de arte criminal” o “arte delictuoso”.

El castrismo ha abierto una tienda idéntica, reproducida hasta en las más mínimas pinceladas, justo al cruzar la calle de donde ocurría el primer simulacro de libre empresa en Cuba; y hay que admitir que, desde el punto de vista artístico le asiste, indudablemente, el derecho de robarse la idea capitalista. Desde la perspectiva ética, sin embargo, el villano Díaz-Canel pasa a engrosar el elenco de cuatreros y guasones de esa historieta nacional de la infamia llamada «castrismo».

 

 

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