En menos de lo que toma decir Viggo Mortensen, la película más mala del año se robó el Oscar 2019.
Esto sucedió anoche, y dicen los que pudieron verlo, que Spike Lee lanzó una maldición y que levantó de la luneta sus nalgas enfundadas en velvetina malva con intenciones de abandonar la ceremonia.
Efectivamente, queridos fanáticos de NDDV: ¡el tío Oscar cumplía noventaiún añitos! La mota de Donald Trump, en acrílico subliminal, sirvió de cortinaje al espectáculo más sensiblero, pontificante y soporífero de estos años. Después de todo, ese pelucón platinado que recorre el mundo como un fantasma es la creación suprema de la Sociedad del Espectáculo.
Anoche el pueblo afroamericano bajó a Hollywood como si hubiera desembarcado allí todo Dahomey elegante. Maya Rudolph, la hija de Minnie Riperton, que tiene de afro lo que yo tengo de esloveno, se envolvió en una cortina de baño, como hiciera en otro siglo Scarlett O’Hara, matrona de plantación sureña. Pero, ¿no es el teatro Dolby una nueva plantación adaptada a los prejuicios de una aristocracia de izquierda no menos elitista y neurótica?
El show comenzó con un homenaje a los fabulosos años 70, aquellos tiempos dorados en que unas locas divinas imponían las reglas del juego sin pedirle permiso a nadie, ni escudarse en otra cosa que no fuera la fuerza de su genio. Comparados con el David Bowie de Aladdin Sane, el Lou Reed de Transformer, el Michel Foucault de Vigilar y castigar, el Severo Sarduy de Cobra, o el R.W. Fassbinder de La pócima de Satán, el moderno movimiento LGBT nos parece una clase de macramé en algún liceo del Medio Oeste.
Freddy Mercury de Zanzíbar, inmigrante y sadomaso: ¡qué grande le queda tu corona de reina a nuestros plebeyos pedantes!
Una vez enjauladas las cimarronas de color (Nicky Haley, Mia Love, Jeanine Pirro, Condi Rice, y Collin Powell interpretado por Madea Simmons), cada presentador vino convoyado con su afroamericano au pair. Eran como las bolsitas de regalos que reparten en los guateques post-ceremonia.
Hasta las pausas comerciales parecían diseñadas en algún Departamento de Orientación Revolucionaria. Solo que, en la isla de la Fantasía Igualitaria, allí donde ya pasó lo que la izquierda sanderista quiere que pase en Hollywood, una junta militar de gallegos nonagenarios reprime a los negros disidentes a golpe de bastonazos y patadas por el culo.
¡Ay, pero Hollywood solo cree en sus propias lágrimas! El chavista Gustavo Dudamel, batuta en mano y con banderita venezolana en la solapa, dirigió una preciosa obertura. La mayor debacle hemisférica pasó sin penas ni glorias por los escenarios del Dolby. Nadie alzó la voz por los pobres venezolanos, ni aun la pálida aristocracia mexico-hollywoodense: el gordo Del Toro, el fresa Cuarón y el pillín Iñárritu. ¡Y qué esperar del Peje sino alguna cantinflada! ¡México solo cree en sus propias desgracias!
La policía ideológica nunca estará opuesta a que un burguesito blanco del otro lado del Muro nos cuente la triste historia de las domésticas oaxaqueñas. Lo que sí no permitirá jamás es que un eurotrash (interpretado por un danés-argentino) maneje otro coche que transporte a un afroamericano por las detestables interestatales sureñas. Sobre todo si esa película políticamente incorrecta le roba otro Oscar al eterno adolescente de América: el caprichoso Spike «Purple Rain» Lee.
Un bello lavado de cerebro
Todavía los braceros aztecas no habían barrido el confeti en la platea del Dolby, cuando ya Justin Chang, crítico de cine de The Los Angeles Times, trinaba: «¡Green Book es el peor premio a la mejor película desde que se lo dieron a Crash!«.
Las razones de Chang para condenar el galardón no podían ser más altruistas. Para él, Green Book es «deshonesta y decepcionantemente retrógrada, un ideal trillado de reconciliación racial sostenido por una historia que se presenta casi exclusivamente desde la insensible perspectiva del protagonista blanco».
Chang pasa a enumerar a los críticos de cine que habían denunciado la nueva variante de sentimentalismo barato (Mark Harris, de Vulture; K. Austin Collins, de Vanity Fair) y sugiere como alternativas al premio a BlacKkKlansman, de Spike Lee; a If Beale Street Could Talk, de Barry Jenkins; y a Widows, de Steve McQueen. A pesar de que coincido en lo fundamental con el estimado de Chang, quisiera exponer aquí mis objeciones a su argumento.
Considero que su rechazo al «ideal trillado de reconciliación racial» tendría sentido si Justin Chang lo enfilara a la ceremonia de los Oscar como tal. Porque no es el premio a Green Book, sino el mismo concepto de espectáculo artístico-político lo que resulta «deshonesto y decepcionantemente retrógrado». Y no solo este espectáculo, sino la escenificación mundial de una comedia de igualdad y pacificación que corre paralela a la identificación ciega con los lineamientos de un solo partido. Del Partido. No es que el cine sea desleal a la vida, sino que la vida acata cada vez más rastreramente los dictámenes de Hollywood.
Si la película de Peter Farrely apela al sentimentalismo más ramplón, Justin debería conceder, al menos, que la manipulación ideológica hollywoodense responde a un programa extraoficial de reeducación. A ese lavado profundo de cerebro se aspira en las escuelas, desde la primaria hasta la universidad. Un paseo por Berkeley y Stanford, por los prescolares de Boyle Hights y las secundarias del Bronx, le darán la medida de hasta que punto el «ideal trillado» se ha convertido en credo y catequesis.
Si el crítico del LA Times estuviera al tanto de lo que sucede en Venezuela, Nicaragua y Cuba, se daría cuenta de que cualquier ideal agotado termina imponiéndose por la fuerza, y que en este punto tampoco los Estados Unidos son la excepción.
¿Cómo denunciar la muerte del ideal chatarra en el ambiente exclusivo de la realeza hollywoodense y celebrarlo cuando se transforma en instrumento pedagógico partidista? Si Justin llevara su argumento hasta las últimas consecuencias, debería condenar también que el Oscar al mejor diseño de vestuario le haya sido otorgado a Ruth Carter, y el de mejor diseño de producción a Hanna Beachler, y que cada vez más los Oscar respondan a una política de cuotas «decepcionantemente retrógrada».
Green Book se merece el Oscar, precisamente, por formalizar una variante de idealismo «deshonesto y retrógrado» que la nación ha aceptado como una panacea. Ese idealismo es post-ideológico y post-partidista, y es el primer producto de exportación de los Estados Unidos de América. Viene incluido en los alimentos, en las noticias, en cada mercancía, en cada plataforma y en cada campaña comercial: es el odioso fetiche del que habló Marx.
Si la peluca de Trump recorre el mundo como un fantasma populista, el fetiche izquierdoso es el remedio que terminó siendo peor que la enfermedad. Tal es la imagen grotesca de los Estados Unidos que los Oscar 2019 dieron al mundo: un país prejuiciado y plebeyo, cuya insensible perspectiva de protagonista nos obliga a verlo todo en blanco y negro.
Pero hay otras tonalidades. Pregúntenle a NDDV quién fue la Pantera Negra del 2019, y les dirá que Chocolate MC: pero esa apoteosis afrocubana ocurría en los confines del Miami retrógrado, mientras que Hollywood estaba ocupado en lavarse el cerebro.
¡Albricias, Alvar Fáñez! Leyéndote -disfrutándote- quiero suponer que para fortuna de quienes te seguimos, hayas decidido al menos posponer tu jubilación anticipada de las letras, caro Nestorius… Ojalá sea para las calendas griegas. Patético lo de los Óscar, cada día peor, si fuera posible. Se superan a ellos mismos en su mediocridad, que ya es «con penthouse y vista al mar». Tú pusiste tus banderillas de fuego, como el Mago del Epíteto y el Enrique de Lagardere del Apóstrofe, certeras, implacables, inmisericordes. Me hiciste recordar aquel panfleto de los 70, «Para leer al Pato Donald», de Mattelard y Dorfman. Ahora creo que pasa lo mismo, sólo que al revés. Esa «aristocracia de izquierda» o «izquierda sanderista» (paladeo tu delicado juego de palabras casi imperceptible, con fruición sibarita, en el Camino Correcto del Camarada Bernie) realizó en Hollywood lo mismo que los bárbaros en Roma: no entraron una noche (como en aquel cuadro célebre), sino que lo fueron haciendo poco a poco, como una incesante invasión hormiga… y ahora estamos viendo el resultado. Un nuevo Quevedo gringo (¿Frank Capra?), podría lamentarse con un quejido: «miré los muros de la patria mía (léase Hollywood), si un tiempo altivos…» En fin, maestro, que tal parece que el cisne angelopoilitano nada wagneriano y sin Luis II, entona su canto final, chapoteando en el alquitrán espeso de La Brea… Alesso, escudero cordial.
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