‘The Room’: Algunas consideraciones sobre la apoteosis de Tommy Wiseau

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¿Qué angelino no recuerda las vallas de la película The Room en Sunset Boulevard? ¿Cuántas veces no nos preguntamos quién sería el extraño que nos miraba con su ojo caído desde un cartel espantoso? El efecto de la campaña propagandística fue el rechazo instantáneo. “He ahí una película que nunca iré a ver”, me dije y, efectivamente, pasé mil veces por delante de la valla y nunca vi The Room, desatendiendo la regla de oro de la cientología hollywoodense: cuando algo parezca abominable, ríndele culto.

La esencia de Hollywood es la repulsión, y el que caiga aquí y transite los bulevares no sentirá otra cosa. Muy poco a poco comenzará a vibrar con pequeñas descargas de entusiasmo y, luego de largos años, le sobrecogerá una excitación de baja estofa. ¡Cuidado!, ese Hollywood negro se está perdiendo y solo quedan trazas de él. Es el Lalaland de la Diva Angelyne, que también habitó las vallas y que hizo su aparición tras el volante de un Corvette rosado sin que nadie averiguara quién era.

Culto que borra a la persona en favor de un quimérico, genérico estrellato, ¿no fue eso siempre el artistaje? Quemarse en la sobrexposición, ¿no es ser una luminaria? A mayor desastre, máxima revelación. Lo mismo pasó con Bansky, según el docudrama Exit Through the Gift Shop (2010). La silueta del grafitero queda plasmada en pantalla, mientras que el retratista, asomado a un ángulo de la obra, planea su venganza. “El arte ha muerto”, dice Bansky –y su maquiavélico videógrafo: Death is CA$H!

Nada más rentable que la muerte de Hollywood, por eso la ciudad debe permanecer en un estado de estupor crepuscular, algo que no entenderán nunca sus modernizadores. Su sino es lo falso, y la muerte de lo real comienza en casa. Porque la Pelona ha vendido más que cualquier producción en vivoHollywood debe seguir siendo un ghost town. Allí irrumpe Tommy Wiseau como quien entra a un salón de póker del oeste donde las apuestas son astronómicas. Su cine B es un cruce de spaghetti western y neorrealismo californiano.

El Johnny de Tommy es un Jim Dean para después de nuestra era, pues la menguante capacidad de la generación milenio no alcanza a procesar más que lo paródico. El dumbing down of America, o la palurdización del Imperio, está completa. Ciudadanos de medio pelo toman las escuelas, la prensa, el cine o el senado, y esta buena gente no se anda con sutilezas: “¡Todos somos iguales!”, le gritan a la cara a los carapálidas de la realeza hollywoodense. La chusma necesitaba espacio y, debido a esa carencia, tuvo que crearse la “serie”, campo de refugiados que acoge el excedente de temas, de lemas y géneros con sus respectivas tragedias. El cine de Wiseau nació antes de tiempo.

You’re tearing me apart!, dicho por Wiseau, el alien fatal, vuelve a tener resonancias heroicas y, acaso, hasta sartreanas. Lo que fuera, en Rebelde sin causa (1955), la enunciación de un drama local, parroquial, es ahora el lema del cataclismo globalizado, o del existencialismo redistribuido. Habría que ser americano para entender la ironía: ¡que un forastero salido de dios sabe dónde venga a ponernos un espejo en la cara! Sin olvidar que pasaron quince años entre el estreno de The Room y su epifanía comercial: América demoró en darse cuenta de la situación, pero Tommy Wiseau estaba de vuelta de todo.

Porque The Room es toda una estética que habla en nombre de una corriente ideológica inclasificable. La bondad endémica degenera allí en tontería programática, un positivismo que se declara continuamente ofendido, y que es capaz de denigrar y castigar en nombre de la coexistencia. Para Johnny solo existe el amor, aunque este no sea ya más el Peace & Love de los sesentones, sino el de la vendedora de rosas bañadas de glitter a la salida del metro: un sentimentalismo volátil.

Johnny compra todas las rosas y las arroja sobre el lecho nupcial: una nueva ideología demanda grandes gestos. Velos de gasa soplados por indiscriminados ventiladores; pases de fútbol con los amigotes en la azotea; traje y corbata y musculatura de gimnasio; pelo largo teñido y acento irreconocible: ¿no es eso nuestro Hollywood? ¿El demos bizarro californicano? ¿Cómo pudo pasar inadvertido tanto tiempo?

A pesar de los años, The Room sigue siendo un caso atípico del neorrealismo. El televisor sobre dos columnas dóricas de yeso, el espejo de Wal-Mart, y San Francisco de trasfondo, la perfecta imagen apocalíptica, con su Coit Tower y su seudo Queen Anne, y su Oakland a mano, recordatorio de lo que se avecina, y de cuán fácil resultará a los bárbaros cruzar esos puentes en tiempos de crisis. Pero, ¿no están ya los bárbaros de este lado de la cámara?

Los diálogos de The Room tampoco tienen nada de artificial, al contrario: son fieles a la sintaxis de la hiperdemocracia. En la famosa escena de la florería, Johnny y la florista recitan bocadillos de carretilla: ¡Hola! ¡Hola! Una docena de rosas rojas, por favor. Aquí están. ¡Así soy yo! ¿Cuánto es? Quédate el vuelto. ¡Lindo perrito! ¡Eres mi cliente favorito!

Así hablaremos todos en el futuro; o acaso, así hablamos ya. Sin que nadie nos pregunte, nos declaramos inocentes, sometidos a un interrogatorio subliminal que rueda constantemente dentro de nuestras propias cabezas. Johnny es la hipóstasis de esa falsa conciencia y el superego de una historia patas arriba. Todas sus peculiaridades faciales corresponden a alguna represión, a alguna perversión, a algún pecado pendiente. La imagen que nos miraba con un ojo muerto desde las vallas de Sunset era nada menos que nuestro Zeitgeist.

La película de Wiseau costó seis millones, y nadie pudo averiguar de dónde salió el dinero. Un halo de misterio envuelve la fortuna de la figura más intrigante de la década. También su país de origen sigue siendo una incógnita. Hay quien cree que es francés, mientras que otros lo juzgan centroeuropeo, polaco tal vez. Una investigación privada lo sitúa en New Orleans, recién llegado de Francia, donde fue a visitar a unos tíos, los Wieczor. Ese nombre quiere decir “noche” en alguna lengua eslava: Wieczor pudo haber mutado en oiseau, y luego en Wiseau, a su paso por Francia. La reticencia de Wiseau en revelar su procedencia es un dato del mayor interés.

Cuando Tommy habla, con acento endiabladamente espeso, y se declara “americano”, queda claro que hasta la llegada de los cubanos, que lo malearon todo, cada persona que recibía la ciudadanía estaba obligada a honrarla, cívica y legalmente, bajo pena de traición a la patria adoptiva. Tommy vendría a ser, entonces, un americano de modelo antiguo, de los que enterraban nombre e historia y comenzaban de cero, descargados de la responsabilidad de un pasado y un patronímico.

Bien visto, no hay nadie más americano que Wiseau, el freebird y vogelfrei, el cómico de la legua que llegaría a escribir, filmar y producir la película más mala del la historia de Hollywood –pero una película mala que haría época y que sería comparada, en tanto hecho estético, nada menos que a Citizen Kane. Porque, si The Room es el Ciudadano Kane de las películas mediocres, entonces Johnny será el Monsieur Oiseau de la próxima Era Vulgaris.

El camarógrafo de Bansky, en el filme Exit Through the Gift Shop, también era un francés de Lalaland, reverso del tópico “americano en París”. A propósito, no olvidemos que en 2010, epatando a los burgueses parisinos, Heidi Slimane trasladó la sede de Saint Laurent a Los Ángeles: es difícil imaginar la segunda ciudad de México como último arrondissement, pero tal ha sido su peculiar marginalidad en la última década. Es también la razón por la que el cine de Wiseau cae más cerca de Goddard que de Elia Kazan, y que el demimonde de Slimane tenga mucho más en común con un pawn shop de Whittier que con la boutique de Dior.

Las similitudes entre los casos del videógrafo Thierry Guetta (Mr. Brainwash) y Tommy Wiseau son patentes. Después de filmar a Bansky, Guetta no supo qué hacer con los rollos de cinta. Ese “no-saber-qué-hacer” es lo opuesto del know-how hollywoodense, y define la situación del arte a principios de este siglo. La divina ignorancia es la clave, lo mismo en Bansky y Slimane que en Guetta y Wiseau. Un arte menor, para menores, que acapara las primeras planas: hasta Karl Lagerfeld lució un poco infantil en un frac de Dior Homme. Si la pintura sufre de aniñamiento en manos de Bansky y Fairey, la política es una constante perreta en manos de Trump y de Obama.

En Wiseau, la ingenuidad encubre al hombre que revendió chamarras de cuero coreano en San Francisco, y en el caso de Guetta (Mr. Brainwash), al ente ficticio inventado por Bansky como suplemento de su discurso anticapitalista. Mr. Brainwash debe encarnar al millonario accidental, porque es el vehículo con que Bansky monetiza su arte.

Los métodos de monetización de Wiseau son más sofisticados. La procedencia de su dinero seguirá siendo un secreto, pero el golpe de genio de una película mala que nos deja pensando, cuya comercialización incluye el rechazo, la mala crítica y el abucheo, tuvo todas las trazas de un jugoso contrato futuro. Así sucedió, efectivamente, y hoy Tommy Wiseau es quien se carcajea de camino al banco.

Un Comentario

  1. loli

    trópico asterisco para el óleo de D J Trump…
    un paréntesis de cercado potrero… (abreviadura kantiana…)cosquillas de la razón impura…
    Ay mamá Inés, ay mamá Inés,
    todos los negros tomamos café.
    y todos los bellos mulatos queremos ser rubios… o güeros…

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