El historiador David Irving pasó un año en prisión por un crimen que, cuando lo comete Aviva Chomsky, es alabado y remunerado. El premio que la izquierda otorga a la hija de Noam es la distribución irrestricta de su pérfido The Cuba Reader: History, Culture, Politics (Duke, 2004) en escuelas secundarias, colleges y diversos departamentos de estudios latinoamericanos.
El delito de Aviva, como el de Irving (trivializing, grossly playing down and denying, reza la acusación al malvado historiador), es tirar a basura todo un holocausto.
Debo advertir que David Irving, además de negador del Sho’ah, es una autoridad en la historia del nacionalsocialismo, y aprovecho para expresar aquí mi convicción de que si un escritor va a la cárcel por endosar doctrinas odiosas o malévolas, entonces la ley debería ser extensiva a todas las denominaciones y pelambres políticas (sin exceptuar a Aviva, a su padre chavista, apologista de Pol Pot, y a algunos de los redactores de Wikipedia).
Resultaría inútil y hasta contraproducente reclamarle a Aviva el escamoteo de personajes clave de nuestra historia pasada y moderna, hombres y mujeres tan imposibles de ignorar como Huber Matos, Jorge Mañach, Polita Grau, Oswaldo Payá, Dulce María Loynaz y el anexionista Narciso López, o pedirle cuentas por la bochornosa omisión de los documentos del Proyecto Varela, de la Constitución del 40 y del libro Contra toda esperanza (1985), de Armando Valladares, por poner tres ejemplos fáciles que superan en cubanía y legibilidad cualquier bodrio de Nancy Morejón.
El Reader de Aviva echa al fuego los cien mil tomos de testimonios de presos políticos cubanos: ni las mazmorras, ni las “gavetas”, ni la “mojonera” figuran en su proyecto político bibliográfico. La voz cantante de su historieta la llevan Fidel Castro, Che Guevara y Herbert Matthews: es decir, dos extranjeros y un hijo de inmigrante gallego de primera generación.
Falta del Reader el presidente Fulgencio Batista, que redactó una constitución y veinte libros de non-fiction, pero está Achy Obejas, que viene a ser a la literatura cubanoamericana lo que el limpiador Windex para el abuelito de My Fat Greek Wedding.
A los compiladores de un hipotético European Reader no se les permitiría (¡no se les ocurriría!) juntar en un mismo florilegio a Ana Frank y a Hanns Johst, pero en el vademécum cubano de Duke Press desfilan, hombro con hombro y cachete con cachete, Saul Landau, Sandra Levinson y Raúl Castro, el terror de las sinagogas.
Las editoras Aviva Chomsky y Pamela María Smorkaloff son como el dúo de Tattoo y Sr. Roarke en el Fantasy Island de la izquierda procastrista: reciben al lector –acompañadas de Barry Carr, escritor comunista australiano a salvo de acusaciones de trivializing, grossly playing down and denying los crímenes del marxismo-leninismo– a las puertas de The Cuba Reader, con un mojito en la mano y una gran Cohiba en la boca.
2.
Traigo a colación ese denso prontuario del diversionismo yanqui porque sospecho que debe ser el ladrillo de cabecera de Benicio del Toro, la cartilla donde aprendió a entender y a “amar a Cuba” (y ya sabemos que cuando la izquierda dice “Cuba”, en realidad quiere decir “Castro”).
¡Qué afortunado el judaísmo, que tiene de detractor al convicto David Irving! En cuanto al fidelismo, ha gozado de un largo rosario de celebridades trivializadoras que va desde Herbert Matthews, C. Wright Mills, Errol Flynn, Ernst Hemingway y Naomi Campbell, hasta Henry Louis Gates Jr., Steven Spielberg y Robert McNamara, Danny Glover, Michael Moore, Frank Gehry, Paris Hilton, Dan Rather, NPR y PBS.
Tras la muerte de Fidel Castro, el presidente Barack Obama declaró: “En el instante del fallecimiento de Castro extendemos una mano solidaria al pueblo cubano. La Historia se encargará de juzgar el enorme impacto de esta singular figura en su gente y el mundo”.
Esa declaración atroz, que minimiza el enorme saldo en vidas humanas de la dictadura más larga del Hemisferio, cabría perfectamente en las páginas de The Cuba Reader. Extender una mano al pueblo cubano en ocasión de la muerte del sátrapa es como ofrecer condolencias al pueblo afroamericano en el aniversario de la muerte de Leopoldo II de Bélgica.
Cuando Obama cumplía un añito en su cabañita de Honolulu, los desafectos cubanos eran reconcentrados en los teatros de la isla durante los “días luminosos y tristes” de la Crisis de Octubre. Mientras Obama soplaba la velita, nuestros burgueses y sus familias temblaban de miedo, a la espera del holocausto provocado por un giro desfavorable de los acontecimientos.
Lo mismo ocurrió en las Circulares de Isla de Pinos, cuyos cimientos también habían sido dinamitados (con TNT Made in Canada), y si Aviva, Pamela o Benicio se molestaran en arañar la superficie de la historieta revolucionaria, encontrarían numerosos reportes sobre el hecho. Un futuro museo de artefactos en La Habana deberá acoger la artesanía que los presos fabricaron con los tubos de dinamita desactivados por sus compañeros con experiencia en explosivos.
3.
Después de peinar los convulsos 60, trivializando y minimizando a diestra y siniestra, los “amigos de Cuba” pasan a los fabulosos años 70, pletóricos de cubanerías. Buscan a alguien con expediente criminal entre las filas de la gloriosa Brigada 2506, y lo encuentran: el abominable José Miguel Battle-Vargas, Sr.
Benicio está interesado en encarnar, y en llevar a la pantalla grande, esa perla barroca de la cubanía. El director de su nuevo vehículo propagandístico será un típico producto del Exilio: Jaydee Freixas, diminutivo, ambicioso y third generation Cuban. Su compañía de producciones se llama Exilium.
La historia de Miami ofrece incontables oportunidades de explotación ideológica. Una película anticubana B equivale a una tonelada de dinamita en los cimientos de la Calle Ocho. A fin de redondear el argumento de La batalla de Battle (título tentativo de mi cosecha) se acusa al héroe de sicario, se dice que fue mula del dinero sucio que cambiaba de manos entre Santo Trafficante y Fulgencio Batista. Un bad lieutenant que deviene, en la próxima secuencia, un Bad Gusano. Es obvio que el problema aquí, como el de todo lo referente a Cuba, es de valoraciones.
Porque el argumento arranca de una valoración equivocada de Fidel Castro (y del castrismo) como evento separado y privilegiado con respecto a la mafia de la cocaína de los 70, a los barones de la bolita de los 60, o a los corredores de qualude de los 80. El caso Battle exhibe múltiples conexiones con la Cosa Nostra castrista, pero ésta retiene su situación ventajosa en relación a sus oponentes y negadores. Los matones de Benicio del Toro van cuidadosamente marcados con todos los timbres políticamente correctos: Trafficante, Batista, Bahía, sicario, Tropicana, Cochinos, Miami…
4.
En The Killing of a Chinese Bookie (1976), John Cassavetes introduce el personaje de Cosmo Vitelli (Ben Gazzara), dueño del bar a gogó Crazy Horse West, en Hollywood. Cosmo está forzado a pagar una deuda de 30,000 dólares a los mafiosos que controlan una guarida de póquer clandestina. La muerte del incómodo corredor de apuestas chino es el precio de la condonación de la deuda.
El narra apuntador queda situado en un plano superior al de los mafiosos. Por debajo de este cae Cosmo, que mata para salvar el pellejo. Cosmo sube al bungaló de la montaña donde vive el chino, mientras que los gángsters (Flo, Mort, Will, The Boss) quedan al nivel de la calle y de la guarida. Hay tres niveles: Crazy Horse West, con sus putas multicolores y su escenografía barata; el túrgido tugurio de póquer; y la pagoda de oro.
Aún aquí, en la más sublime neutralidad cassavetesiana, hay una estricta escala de valores. Pero hacer cine, ¿no era descartar toda valoración? La existencia en pantalla supercede, en principio, cualquier axiología.
Cosmo Vitelli triunfa. Mata al chino de la charada y, contra todo pronóstico, escapa ileso de la refriega. El pago de la deuda equivalía a su muerte segura, pero él es veterano de esa Bahía de Cochinos que fue Corea. Así vemos cómo los elementos para la construcción de una mitología gansteril vienen dados también en el cine de autor y en el pensamiento independiente (indi) de Hollywood, y no únicamente en las superproducciones, como Scarface y El Padrino.
5.
José Miguel Battle está más cerca de Cosmo que de Michael Corleone. La batalla de su existencia es salvar el Tropicana (del aire) que destruyó el castrismo. Sabemos que en alguna parte del territorio norteamericano –ese escenario que queda fuera del libro The Corporation, de T.J. English, y de la película de Jaydee Freixas– operaban por entonces los gemelos De la Guardia. Sabemos que hubo un comando fidelista dedicado al asalto, el secuestro, el espionaje, el homicidio y el tráfico de estupefacientes. Pero la mafia castrista no tiene nombre ni popularizadores en América, si exceptuamos Dulces guerreros cubanos, de Norberto Fuentes, que debía ser el libro acompañante de The Corporation.
En 1982, Fidel Castro Ruz, el embajador en Colombia, Fernando Ravelo Renedo, y el vice almirante Aldo Santamaría Cuadrado fueron fichados por el Drug Enforcement Administration del gobierno de los Estados Unidos como vaqueros de la cocaína. Parte de la conspiración consistía en un arreglo de contrabando entre el embajador Ravelo, el ministro consejero de la embajada cubana en Bogotá, Gonzalo Bassols Suárez, el entonces presidente del Instituto de Amistad con los Pueblos, René Rodríguez Cruz, y el internacionalmente conocido traficante de drogas Jaime Guillot Lara.
Se acusaba a Ravelo, Bassol, Cruz y Guillot de “usar a Cuba de estación de carga y fuente de suministros para los buques que transportaban tabletas de metacualona (qualudes) y marihuana desde Colombia al sur de la Florida, pasando por Cuba”. Nueve cubanoamericanos estaban implicados en el mismo caso.
La simultaneidad de acciones queda omitida de la narrativa de Benicio del Toro. Ni en la serie televisiva Narcos, ni en la telenovela Pablo Escobar, aparecen estas escenas, estos personajes, ni estos cubanos. Los vaqueros castristas caen por los intersticios de una historia paralela que Freixas y T.J. English rehúsan contar.
Pero toda violencia cubana, especialmente la miamense de esos años duros, arranca del castrismo, tiene su origen y centro de gravedad en la matanza del 26 de Julio de 1953. De allí, de aquel hecho sangriento, toma su santo y seña la Violencia.
El marimbero miamense emergió de las filas de los rebeldes, los conspiradores y los saboteadores antibatistianos. Una vez trocados los signos y las lealtades, la guerra de la droga vino a ser la secuela más visible del castrismo.
Fidel Castro es el director ejecutivo de la Corporación. Ni Joan Didion en su extraordinario Miami (1987), ni Thomas English en su más reciente libro anticubano, ni ningún director (Soderbergh, Stone, Coppola, etc.) han establecido inequívocamente esa conexión: La plus belle des ruses du diable est de vous persuader qu’il n’existe pas.
Fabulous, fabulous, fabulous! Néstor’s toe-nails have ten times more knowledge of history than the whole genealogies of the Chomskys, Del Toros, and Obamas combined.
¡Excelente!