Benicio del Toro y la inminente puertorriqueñización de la Historia de Cuba (I)

 

 

 

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En un memorable pasaje de El nacimiento de la tragedia (1872), Federico Nietzsche habla del resentimiento de los pueblos bárbaros contra la Grecia clásica, un hecho que encuentra resonancia en la situación de Cuba entre las naciones de Latinoamérica, particularmente las del Caribe:

“…y de esta manera estalla siempre una rabia íntima contra aquel presuntuoso pueblecillo que se atrevió a calificar para siempre de ‘bárbaro’ a todo aquello no nativo de su patria: ¿quiénes son esos, nos preguntamos, que, aunque solo puedan mostrar un esplendor histórico efímero, unas instituciones ridículamente limitadas y estrechas, un dudoso vigor en su moralidad, y que incluso están señalados con feos vicios, pretenden tener entre los pueblos la dignidad y la posición especial que al genio corresponde entre la masa? Por desgracia, nadie ha tenido hasta ahora la suerte de encontrar la copa de cicuta con que semejante ser pudiera quedar sencillamente eliminado: pues todo el veneno producido por la envidia, la calumnia, la rabia no ha bastado para aniquilar aquella magnificencia contenida en sí misma”.

La falta de Cuba es haber considerado bárbaro –al modo griego– todo aquello que no fuera cubano, y haber desdeñado esos “pueblos de allá abajo”, las repúblicas del Cono Sur, que nuestros pensadores del XIX consideraron fallidas, indignas de servirnos de ejemplo. El pecado de Cuba es haber tomado con extrema cautela la idea sudamericana de “soberanía” y visto con horror la “independencia” de Saint-Domingue. El escándalo del cubano decimonónico fue preferir el statu quo colonial a la haitianización y la bolivarización.

Esa duda, esa negación, es la primera idea política cubana moderna. La noción de “independencia” que se articula en los países australes por la época de nuestro establecimiento como nación, resultó problemática o insuficiente para nosotros.

La soberanía sigue tomándose, entre cubanos, con extrema cautela, debido a que la duda en cuestiones de independencia constituye uno de los pilares de nuestra identidad. El cubano rechaza por principio cualquier sistema que no tome en cuenta su fatalidad geopolítica (Destino Manifiesto, maldita circunstancia, etc.), y ha demostrado preferir, también hoy, el statu quo colonial a las variantes contemporáneas de la haitianización y la bolivarización.

Por su parte, con la adhesión a la causa del castrismo, el latinoamericano saldaba una antigua cuenta con lo cubano: su conversión a la ideología castrocomunista obedeció al inconfesable deseo de humillar a los presuntuosos isleños. El intelectual converso, particularmente, contribuyó en no poca medida al establecimiento de las políticas que degradaron, y terminaron por liquidar, la cultura cubana clásica. Podría decirse que la temprana influencia de la intelectualidad latina plebeyizó el impulso aristocrático original de la Revolución Cubana.

El castrismo fue la coartada que permitió al latino malograr el excepcionalismo cubano. De esa manera, Latinoamérica castigaba al molesto pueblecillo que se creía superior a sus vecinos, el que rechazó el mito indigenista y restregó su chovinismo en la cara de los “bárbaros”, el pueblecito bullicioso que se daba aires helénicos, armado de un canon musical, literario y espectacular, y de un poder ideológico-político-militar, que no se correspondían con su relevancia estratégica.

Tras cuatro siglos de progreso ininterrumpido, lo cubano había alcanzado algo semejante a una apoteosis clásica. Un crisol de culturas, integrado por la inmigración europea y la confluencia de diversas naciones negras, y tramitado por el proceso de transculturación, es el fundamento de nuestra versión posmoderna de lo nacional. Con poco más de 6 millones de habitantes en 1958, Cuba llegó a ser la ciudad-Estado. El archipiélago gozaba –a la manera griega– de supremacía óntica en su Mediterráneo particular.

Así vemos a los uruguayos, peruanos, argentinos, salvadoreños, colombianos, paraguayos, etc. llegar a Cuba en los primeros años, atraídos por los “logros” de la Revolución, para terminar descubriendo, paradójicamente, la nación clásica, la Cuba eterna, el Estado excepcional que había producido una revolución precisamente a causa de su excepcionalidad. Esa singularidad es la razón de que la Revolución Cubana fuera irrepetible e intransferible a otras naciones de Latinoamérica.

Lo que atrajo al latinoamericano a Cuba fue la excepcionalidad cubana, y de haberlo descubierto diez años antes, los latinoamericanos hubiesen encontrado un país en despegue, durante el gran salto adelante del primer lustro batistiano, una nación moderna en vías de desarrollo, con grandes planes constructivistas y un pujante programa de beneficencia social enfocado en la educación, las artes, la vivienda y la salud.

Lamentablemente, solo la debacle revolucionaria consiguió la fuerza de atracción precisa que colocaría a Cuba en posición deseable (y deseante). Los latinoamericanos, como extranjeros (metecos: meta+oikos), acudieron a presenciar la implosión de una gran cultura: entre ellos el argentino Che Guevara, que contribuyó como ningún otro al desmantelamiento de la República, a la acelerada desarticulación de la ciudad-Estado y a la humillación y dispersión de su aristocracia.

La Revolución nos colocó en estado de alerta permanente contra el peligro de invasión foránea: tal fue su primera política y el sentido único de su diplomacia. Un giro hacia lo meta-oikos, hacia lo externo. La alerta permanente aceleró la tendencia exógena.

Con el establecimiento del mecanismo revolucionario de alerta/dependencia, la isla consumaba el aspecto negativo de su Destino Manifiesto. En lugar de volcarse hacia adentro, hacia el escenario interno, como había ocurrido durante el segundo batistato (la Revolución fue el estado límite de esa fuerza centrípeta), toda nuestra atención y nuestras energías vitales quedaron norteadas, fijas en los Estados Unidos, el “afuera” radical. La violencia del vuelco retrógrado es el auténtico hecho revolucionario.

A partir de entonces, nuestra soberanía asumió el aspecto exterior (mimético) de los estereotipos norteamericanos, ya se tratara de populismo mesiánico, socialismo festivo, caudillismo latino, progresismo tropical, aborigenismo autoritario, tercermundismo culpable, izquierdismo evangélico, o, en casos extremos, la praxis del intercambio de rehenes por cornflakes, y la amnistía de prisioneros a cambio de prebendas y remesas: la independencia pasó a ser una función de la política de identidad y el comercio exterior. Ese traspaso de funciones es el resultado –y la culpa– de nuestro nihilismo, de nuestra sospecha. Todos los escrúpulos que nos separaron de la normativa latinoamericana vinieron a tomar forma vengativa en el “dependentismo» castrista.

Cuba dejó de ser entonces una entidad autónoma, dejó de ser un ser-aparte-en-el-mundo y se fundió en su contrapartida, se hizo apéndice. El “plattismo” quedó interiorizado: nos sometimos a la injerencia foránea por voluntad y conveniencia propias y no como consecuencia de una ficción legal que nos vinculara a la metrópolis.

No se trataba ya de colonialismo –un concepto obsoleto a partir del 59– sino de castrismo. Porque el “imperialismo” y sus funciones forman parte de la esencia del sistema: con el castrismo, el imperialismo deviene significante y tramitador de lo revolucionario, es el elemento que cohesiona el fidelismo en tanto auto-colonialismo. La metrópolis provee el principio de realidad soberana, mientras que lo foráneo (meta-oikos) deviene el ser-para-sí (être-pour-soi) de lo nativo.

Aun aquellos que reconocen los crímenes del castrismo, continúan afirmando que admiran al régimen a causa de su “enfrentamiento” a los Estados Unidos, aunque sin razonar que ese enfrentamiento no es más que el giro revolucionario hacia lo externo: una fijeza. Los defensores del “enfrentamiento” en realidad expresan admiración por la fijeza de nuestra dependencia, una función política que cumple ya seis décadas de existencia productiva.

Es precisamente en el sentido esbozado en las consideraciones anteriores, que Puerto Rico –al contrario de Cuba– ha sido, según mi criterio, una nación independiente, y es por tales razones que cualquier intento de “independizar” el Estado Libre Asociado equivaldría a un salto en la dirección del sometimiento. Porque la seudo independencia colocaría a Puerto Rico en la zona de influencia del colonialismo castrista. Es decir: Puerto Rico vendría a ser un estado no-libre, aunque asociado por partida doble. Una situación absurda que solo tiene equivalencia en un mal chiste de puertorriqueños.

2.

Los exiliados y su historia vuelven a irrumpir en la pantalla grande. El nuevo Hollywood promete espectaculares producciones cubanoamericanas: mafiosos clásicos y gusanos de la Generación 2506, siquitrillados y Peter Pans captados en imágenes de alta definición por la prole de los vaqueros de la cocaína; marimberos apuntados por las Arriflex de cubanitos recién graduados de academias americanas de cine, prestos a reimaginar las viejas historias de sus tatarabuelos: Girón, Watergate, la Cosa Nostra.

Ahora son dependientes de Benicio del Toro, el independentista. Pero, aun en su destrucción, en su nadir, la Isla del Desencanto retiene la tan disputada supremacía óntica. Ha sido más grande que Grecia, porque a Grecia solo le queda la ruina de sus ruinas, mientras que Cuba es capaz de crear actualidad aun después de muerta.

No hay dudas: en Cuba reside la Presencia. Svengali del Toro visita la Isla, prueba cada manjar político y cada ricura palaciega, entrega ofrendas florales a las viudas de los mártires, y un sobre con dinerito de Hollywood.

Luego, como los asaltantes de siempre aparecen vestidos de esbirros amarillos en la época rosa de la Revolución Cubana, Benicio toma el traje de fatiga (fatigues, en inglés de Rodeo Drive), los pantalones verdes de grandes bolsillos, la camisa verde (que te quiero verde: el castrismo tiene dejo lorquiano) y la boina vasca con el pentagrama de la nueva idolatría, y se introduce de incógnito en la Historia de Cuba.

Benicio se viste del Che para la réplica, y recrea la épica. Pero ni viudas, ni fatigas verdes, ni pequeños comandantes non sequitur, ni discursos teatrales en la ONU, ni trovadores tergiversados para cursos televisivos de cubanerías le han sido suficientes.

Benicio necesitaba algo más. El Toro necesitaba a Miami.

Sobre el cuerpo de Cuba se proyecta, como en La invención de Morel, una patraña ininterrumpida, o el estado terminal de lo real, la creación de la Nada: por eso la devoción del actor caribeño por el arcángel Fidel no está en modo alguno reñida con la filantropía. Toda Cuba es el teatro de su artivismo. Vista con ojos de meteco, la desgracia cubana deviene arte povera.

Empujar a Puerto Rico hacia la zona de influencia castrista, es lanzarlo al ruedo de la gran escena artística. En el mismo programa aparecen la alcaldesa de San Juan, el terrorista liberto que besa la piedra del santo sepulcro y una interminable caterva de extras procastristas. El arte es otro de los riesgos de la independencia.

Sé que mi teoría podrá apestar a transvaloración de valores, pero a estas alturas deberíamos estar más acostumbrados a los vapores de la transvaloración que a las flatulencias de la sobrevaloración (como es el caso de la independencia). ¡Transvaloración sí, sobrevaloración, no!, es el lema de estas disquisiciones.  

Benicio del Toro sobrevalora nuestra revolución y nuestra cuestionable soberanía, y les transfiere los valores de su cuenta bancaria americana, una transfusión de stage money a las venas de dos infantas difuntas: puertorriqueñizadas, las gemelas saldrán dando trompicones por el panteón boricua del vampirismo histórico.

Pero, ¿no habíamos visto ya todo esto, con más humor y menos pleitesía, en Sleeper de Woody Allen?

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