Che anticipado por Piñera, Borges, Papini y Galdós

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1.

En la página setenta y cuatro, fragmento 403, del tratado Sabbat Gigante: Hojas de Rábano (Bokeh, Leiden, 2017) aparece expresada la idea de la anticipación de Che Guevara en La carne de René, la novela “argentina” de Virgilio Piñera. Los prólogos de las más recientes ediciones de la obra, que debieron encargarse a escritores con experiencia en internados y penitenciarios guevaristas, cayeron en manos de críticos que degradan el augurio a mera coincidencia y que malinterpretan la profecía como distopía.

El señor Mármolo, director del internado adonde llevan a René, es el primero en advertir la “divina” presencia del Che anunciado: “Lo estuve mirando desde el piso alto”, declara Mármolo de entrada. Seguidamente, formula el lema de la teleología guevarista: “La impresión que su cuerpo me ha producido es que tendrá que sostener una gran lucha antes de obtener la victoria”. La anunciación ocurre en el momento previo a que René se instale en su celda; el lema se expresa de forma coloquial antes de adoptar el tono perentorio de la consigna. La declaración de Mármolo sufrirá una leve mutación lingüística al asentarse en “¡Hasta la victoria, siempre!”.

En una celda jesuita tiene lugar la revelación. La efigie del Che permanece oculta tras una cortina. “Cuelga de los ganchos la cortina, la cual separará el lugar Santo del Lugar Santísimo” (Éxodo 26:33). Virgilio escribe: “Sintió deseos de darse un baño y empezó a desvestirse. Al entrar en la bañadera y abrir la ducha, su vista chocó con una cortina negra situada al extremo del cuarto […]. Hubiera jurado que alguien se encontraba tras la cortina, sin mover un músculo ni apenas respirar. Su curiosidad fue tan intensa que la descorrió de un tirón. Ante sus ojos apareció la consumada reproducción de sí mismo, en el trance de la crucifixión. Inspirada en la de Cristo, el escultor había introducido una modificación capital: en vez de la patética y angustiada faz de Jesús, la cara de René en yeso se ofrecía, no caída sobre el pecho, sino erguida, y la boca mostraba la risa de una persona satisfecha. Podría afirmarse que acababa de oír un chiste”.

El misterio guevarista, en tanto simulacro de espiritualidad, ha de ser necesariamente paródico (la salvación por el monigote: un mesías lunfardo revelado a Cuba); su dulce dolor es el último oxímoron del origenismo. David Bowie, ese otro mesías extemporáneo, parece hablar por Virgilio en un verso de la oda Quicksand (Hunky Dory, 1971): Can’t take my eyes from the great salvation of bullshit faith. Recién expulsado de la academia lezamiana, Virgilio anuncia el advenimiento de la espiritualidad mierdera.

2.

Che Guevara es también Carlos Argentino Daneri, el poetastro del cuento El Aleph, de Jorge Luis Borges. El sobrenombre del Che –como el apellido de su contraparte– es un gentilicio, y traspone el significado de “lo argentino” a una interjección rioplatense típica: “che” expresa un nodo lingüístico nacional, no el valor patronímico de la individualidad (Saul Kripke, Naming and Necessity, 1980).

La relación de Borges y Che no es precisamente antitética, sino dialéctica y profética. Borges mismo es un revolucionario, particularmente en El Aleph, donde la poesía “mala” que no reconoce como propia, la escribe el personaje de Carlos Argentino, su alter ego. Sin embargo, esa poesía, y no la prosa, es lo verdaderamente subversivo en el cuento. Los zigzagueos semánticos parten de la escritura excelsa e irónica –siempre a medio camino entre la originalidad desbocada y la más desaforada parodia– y llegan a la chocarrería barroca que subvierte el orden de las bellas letras.

Carlos Argentino es el anti-Borges, el diletante que escribe las estrofas anarco-ultraístas que el insigne autor rehúsa reconocer. Pero lo revolucionario no le era ajeno al Borges aventurero, epígono de London y Stevenson: Borges y Argentino son Doctor Jekyll y Mr. Hyde, mientras que Guevara y Daneri encarnan, simultáneamente, al cuentista frustrado y al poeta fatal, contrapartidas ónticas del exitoso, del ácrata, del reaccionario Jorge Luis Borges.

3.

La manera en que Julio Cortázar trata la escritura de Lezama Lima guarda cierta similitud con la forma en que Borges comenta la obra de Carlos Argentino Daneri. El mismo deslumbramiento y el mismo rechazo de un poema monstruoso que, sin embargo, contiene el secreto del mundo. La mera proximidad de dos modalidades incongruentes del ego provoca la irrupción espontánea de lo crítico: en la primera lectura guevarista de la Revolución Cubana, Fidel Castro aparece como un líder pequeñoburgués (es decir: como un escritor malo); Guevara deplora en Fidel la expresión acabada de una “cultura filistea” que le resultaba harto familiar.

El lugar adonde Guevara dirige sus pasos –un viaje iniciático de sur a norte, luego de este a oeste– es la ciudad de La Habana. El Che desconoce la capital cubana hasta el momento en que la urbe dorada aparece ante sus ojos, a los dos años del desembarco en Oriente. Se descorre la cortina y se esclarece el sentido de Cuba: el alcance de su conquista, la clave de su misión. Lo que Guevara descubre se hace ostensible en el libro de viajes San Cristóbal de la Habana (1920), del escritor norteamericano Joseph Hergesheimer.

El hechizo de la polis es un efecto de la brujería, la prolongada promiscuidad con la magia negra: en sus entrañas, en sus rincones, en sus encrucijadas, en las raíces de todos sus árboles, han sido arrojados los restos de alquimias, clavos y plumas, menstruos, huesos de muertos y vísceras de gallos mezclados con orina de perro, sangre de chivo y rocío de la mañana. La formación espontánea del hechizo tiene como sustento la ciudad misma, su crecimiento y desarrollo orgánico. La Habana, para el Che, en su visión profética, es el multum in parvo de Carlos Argentino, y también la esfera (“sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí”) del Aleph, cuyo “centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”.

Quiero creer que donde Borges dice “esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor”, el Che vio los colores heráldicos que Hergesheimer describe en una hermosa página dedicada al vitral de su habitación en el hotel Inglaterra, “…a semi-circular fanlight of intensely brilliant colors –carmine and orange and plum-purple, cobalt and yellow. It was extraordinarily vivid, like heaped gorgeous fruit […] It was fascinating merely to sit and watch that chromatic splash, the violent color, shift with the afternoon, to surrender the mind to suggestions…

De esas “sugestiones mentales” Hergesheimer dice que “[T]hey, as well, were singularly bright and illogical…”, y que la ciudad contemplada “was wholly expressed by the fanlight sparkling with the shifting radiance of the blazing day”. En cuanto a la interiorización del Aleph, el viajero cree que “It was possible, without leaving the room, to grasp the essential spirit of a place so largely unseen”.

4.

Más que la “ciudad de las columnas”, La Habana fue la ciudad de los cines. El cine es siempre un vacío y La Habana fue una ciudad agujereada por no-lugares. El Aleph está en La Habana clásica. Se ha atribuido ese nombre borgeano a demasiadas cosas, pero la manera en que Carlos Argentino hace reclinar a Borges en el sótano, como si ocupara una luneta (de enfrente, por así decirlo), es cinematográfica.

Así aparece el cinema como problema metafísico: un no-lugar que es, al mismo tiempo, el Lugar: Ha’makom, el espacio contrafactual, o el universal en una esquina de barrio. Lo inane de la locación (Main Street y calle Garay universales) responde a una razón poderosa: se construye un cine para convocar la Presencia; se dispone el estar para producir el ser.

Tomamos por popular y ordinario lo que es nada menos que el misterio de nuestro tiempo: ir al cine, ver la película y quedar involucrados en sus hechos. El cine es la prueba de que los arcanos aparecen en los sitios más anodinos y no en los santuarios. Los nombramos “Palacio”, “Alcázar” y “Novia del Mediodía” por decir algo, pues carecemos de la palabra justa (kinei denota apenas la ficción fílmica del movimiento estacionario).

Algo importante ocurre dentro. Más que deslumbrar, la decoración del cinematógrafo busca enmarcar a la plebe, cuya presencia es irreal. Un fantasmagoría habla desde la pantalla, que es el altar. La caseta de proyección viene a ser el sanctasanctórum, donde, en otras épocas, el celuloide cogía candela e incendiaba el templo.

El poeta Carlos Argentino quiere salvar la casa de su prima Beatriz Viterbo en la calle Garay, a punto de ser derrumbada para dar paso a la ampliación de la confitería de Zunino y Zungri: “…dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph”. Borges nunca había visto un Aleph (como el Che nunca había visto una Habana) y sin concluir la conversación telefónica en la que Daneri anuncia el desastre, parte hacia la que fuera morada filosofal, la estancia de Beatriz, verdadera estrella de su narrativa.

El escritor baja al sótano, donde Carlos Argentino lo obliga a adoptar la posición “decúbito dorsal”. Igualmente indispensables son “la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular”. Borges recibe esta orden: “Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera”. La acomodación, las gradas, la fijeza, el enfoque, así como la inmovilidad y la oscuridad son cinematográficos. Al entrar en La Habana, el Che recibe una impresión similar: la ciudad aparece ante sus ojos como la actualización de todos los contenidos artísticos, políticos y metafísicos de su época: La Habana es Sodoma, Roma y Arcadia. Una vez recibido el regalo del Aleph, Daneri llama a Borges, quizás por primera y única vez, “che”: “¡Qué observatorio extraordinario, che Borges!” No tengo noticia de que esos nombres divinos aparezcan juntos en ningún otro pasaje de nuestras literaturas.

5.

No sería desacertado hablar de la “modernidad barata” de la literatura guevarista, la misma que, en los albores de otro siglo, Ezra Pound definió como tawdry cheapness (en Hugh Selwyn Mauberley, 1920). Suelen ponerse de ejemplo los versos del Canto a Fidel: “Vámonos/ ardiente profeta de la aurora/ por recónditos senderos inalámbricos…”. Las diversas glosas y referencias intertextuales del canto dan una idea de la trastienda literaria guevarista, revelan el alcance de sus lecturas.

El adjetivo “inalámbricos” modifica el sustantivo “senderos”, y conduce directamente al Pablo Neruda del poema XVIII de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (los pinos en el viento, / quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre), aunque sin conseguir la delicada atonalidad del original. Esa y otras alusiones revelan a Guevara como el representante americano de lo que Nietzsche llamó –en la primera de las Consideraciones intempestivas, y en el contexto de la decadencia europea– “cultura filistea”. Su biblioteca pertenece al salón del humanista pequeñoburgués: Marx, Engels y Bujarin comparten anaqueles con Mark Twain, Giovanni Papini, León Felipe, José Martí, Jack London y Aleksandr Fadéyev.

Evidentemente, Che leyó con atención el libro Gog (1931), del italiano Giovanni Papini, un pastiche de fragmentos ficticios pertenecientes al diario de un millonario. Papini describe su encuentro con Gog en el manicomio donde va a visitar a un poeta dálmata amigo suyo:

“Era un monstruo que debía tener medio siglo, vestido de verde claro. Alto, pero mal garbado: no tenía ni un solo pelo en toda la cabeza; sin cabellos, sin cejas, sin bigotes, sin barba […] La cara era de un escarlata oscuro, casi pavonado, y anchísima. Uno de los ojos era de un bello celeste un poco ceniciento; el otro, casi verde con estrías de un amarillo de tortuga”.

Sobre Gog sabemos que “su verdadero nombre era, según parece, Goggins, pero desde joven le habían llamado siempre Gog, y este diminutivo le gustó porque le circundaba de una especie de aureola bíblica y fabulosa; Gog, rey de Magog. Había nacido en una de las islas Hawaii, de una mujer indígena y de padre desconocido, pero seguramente de raza blanca. A los dieciséis años, embarcado como boy de cocina en un vapor americano, había llegado a San Francisco y vivido en varios puntos de California, a la ventura. Después de algunos años, no se sabe cómo, logró algunos millares de dólares y se trasladó a Chicago. Tenía el genio del business o un demonio de su parte, porque en poco tiempo su fortuna en dinero se hizo enorme… En 1920 se retiró, sin grandes pérdidas, de todas sus empresas y depositó sus millones, unos aquí y otros allá, en todos los bancos del mundo”.

A su vez, Giovanni Papini aparece en un discurso del Che, en ocasión del lanzamiento del programa televisivo de la Universidad Popular, en 1960: “Hace tiempo leíamos un ensayo de Papini, donde su personaje Gog compraba una república y decía que esa república creía que tenía presidentes, cámaras, ejércitos y que era soberana cuando en realidad él la había comprado”.

Las correspondencias de Gog y Che son evidentes: uno es el viajero incansable cuyos reportes van fechados en las más diversas latitudes (el primero, “Obras maestras de la literatura”, casualmente, en Cuba). Gog es el flâneur global que en cada puerto busca la confirmación de su gran teoría de la degeneración humana. “El mundo es y será una porquería”, parece decir el excéntrico hawaiano a dúo con su homólogo, el médico porteño.

Guevara, vástago de oligarcas y rancios terratenientes, sin genio para el business, pero con un demonio de su parte, puede permitirse dos peregrinaciones panamericanas, durante las cuales reafirma su diagnóstico de la enfermedad del mundo. La ideología guevarista resulta ser más goguiana que marxista, y el Che, más papinista que Papini. Si sus padres financiaron y apoyaron las correrías en motocicleta, pocos años más tarde la burguesía cubana sufragará la revolución socialista que lo lleva de la sierra oriental a las puertas de la ciudad áurea.

El dinero de la oligarquía cubana permite al Che comprarse una república. Durante más de medio siglo, el guevarismo nos hizo creer que esa seudorepública tenía “presidentes, cámaras, ejércitos y que era soberana cuando en realidad él la había comprado”. Tan temprano como marzo de 1959 lo encontramos en el balneario Tarará, repasando las “obras maestras de la literatura” y malgastando su considerable talento retórico en una carta a Carlos Franqui, editor del periódico Revolución, en la que defiende, por cuestiones de salud, la ocupación de la villa expropiada.

La pulsión infantil crea, eventualmente, una confitería del tamaño de un país: Fidel y Che son los Zunino y Zungri del infantilismo de Izquierda. Entre 1952 y 1965, los escritos del Che están fechados –a la típica manera goguiana– en Chuquicamata, Cuzco, Machu Pichu, Bariloche, Temuco, Guatemala, Argel, Kinasa, Vallegrande, Tanganica y Dar es-Salam. El guerrillero recorre el globo, como un Gog condensado, sosteniendo entrevistas con las grandes personalidades del momento: Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre, Ernesto Sábato, U Thant, Mao Zedong, León Felipe. El flâneur deviene souteneur: el poeta maldito es mantenido por los menguantes recursos de la república en quiebra.

6.

Por último, podemos imaginar una sala cargada de retratos de la señora Celia de la Serna, no muy distinta de la saleta en la que Borges repasa las representaciones pictóricas de Beatriz Viterbo. En la villa de Alta Gracia, el Che niño asiste a la tertulia de sus padres, donde hace su entrada la tropa de exiliados de la guerra civil española. Los Guevara de la Serna prodigan especiales atenciones al médico Juan González Aguilar, amigo del presidente Manuel Azaña. Ernesto Guevara Lynch, en su biografía Mi hijo el Che (1981), recuerda que también “la casa del doctor González Aguilar era un verdadero comité republicano español”.

No es este el lugar para la enumeración de todas las instancias en que la emigración republicana abusó de la hospitalidad criolla, o de los múltiples episodios en que los emigrados aparecen como agitadores, asaltadores y facilitadores de tiranías –¡otra cuenta pendiente para los historiadores del futuro!–. Baste recordar que la persona mediática y espectacular de Fidel Castro es la obra de un partisano que opera desde la trinchera de The New York Times: adelantándose a la era del sectarismo informático y el Fake News, Herbert Matthews interpreta el castrismo como parusía, la aparición estelar del salvador anunciado por la guerra española.

Tampoco es el complejo de ideas vagamente definido como “socialista” lo que se transfiere de un escenario a otro, aunque el padre del Che aporte su dosis de argucias y llegue a afirmar que “mi mujer y yo éramos de tendencia socialista, pronto fraternizamos con todos aquellos exiliados”. Lo que acarrean los exiliados es el virus ibérico, sin conexión alguna con los principios fabianos o estalinistas. Paradójicamente, la emigración republicana reactiva aquellos atavismos y propensiones que la independencia no había logrado desarticular.

La cepa hispánica recesiva consigue penetrar el cuerpo político latinoamericano. Lo español atávico es por fuerza antimoderno y provinciano. El trasunto profético del Homo guevarista no es ningún precursor de la posmodernidad, sino el personaje casposo de Don Lope Garrido, en la novela Tristana (1892), de Benito Pérez Galdós.

Debemos la última y más compleja prefiguración del Che a ese gran maestro del realismo socialista:

“Presumía este sujeto de practicar en toda su pureza dogmática la caballerosidad, o caballería […] mas interpretaba las leyes de aquella religión con criterio excesivamente libre, y de todo ello resultaba una moral compleja, que no por ser suya dejaba de ser común, fruto abundante del tiempo en que vivimos; moral que aunque parecía de su cosecha, era en rigor concreción en su mente de las ideas flotantes en la atmósfera metafísica de su época, cual las invisibles bacterias en la atmósfera física…

“La caballerosidad de D. Lope, como fenómeno externo, bien a la vista estaba de todo el mundo: jamás tomó nada que no fuera suyo, y en cuestiones de intereses llevaba su delicadeza a extremos quijotescos. Sorteaba su penuria con gallardía, y la cubría con dignidad, dando pruebas frecuentes de abnegación, y condenando el apetito de cosas materiales con acentos de entereza estoica…

“Si su desinterés podía considerarse como virtud, no lo era ciertamente su desprecio del Estado y de la Justicia, como organismos humanos. La curia le repugnaba; los ínfimos empleados del Fisco, interpuestos entre las instituciones y el contribuyente con la mano extendida, teníalos por chusma digna de remar en galeras…

“Con tales ideas, a D. Lope le resultaban muy simpáticos los contrabandistas y matuteros, y si hubiera podido habría salido a su defensa en un aprieto grave. Detestaba la Policía encubierta o uniformada, y cubría de baldón a los carabineros y vigilantes de consumos, así como a los pasmarotes que llaman al Orden Público, y que, a su parecer, jamás protegen al débil contra el fuerte…

“Sobre el Ejército, las ideas de D. Lope picaban en la extravagancia. Tal como lo conocía, no era más que un instrumento político, costoso y tonto por añadidura, y él opinaba que se le diera una organización religiosa y militar, como las antiguas órdenes de caballería, con base popular, servicio obligatorio, jefes hereditarios, etc.

“Solía decir: Los verdaderos sacerdotes somos nosotros, los que regulamos el honor y la moral, los que combatimos en pro del inocente, los enemigos de la maldad, de la hipocresía, de la injusticia… y del vil metal”.

A los cincuenta años de su maravillosa muerte, tendido como un Cristo, o un Borges, en posición “decúbito dorsal”, el Che llega por fin a confundirse con sus contrapartes. A través de los años, he imaginado las más tristes metáforas para expresar la desgracia de Cuba: ninguna tan exacta como la imagen galdosiana de la muchacha violada y forzada a convivir con un tirano, a la que, a punto de echarse a bailar, le amputan una pierna.

 

 

 

 

 

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