Si Donald Trump está influido por los rusos, su fuente de inspiración no es Vladímir Putin, sino Mijaíl Gorbachov. Dentro de nuestro marco de referencia socioeconómico, el “trumpismo” es comparable a la Perestroika, mientras que su ofensiva contra la “deshonestidad de la prensa” podría equipararse al Glasnost.
Antes de las últimas elecciones, el congreso estadounidense era una suerte de Comité Central que aprobaba, con mínimo debate, las más absurdas políticas socialistas. Desde hace más de tres décadas, el bipartidismo es solo una pantalla que sirve para encubrir el unipartidismo de facto. Poco deciden los conservadores, cuyo rol secundario ha sido comparado al del equipo de los Generales: su tarea es perder cada juego de exhibición ante los Globetrotters.
Los Republicanos están encargados de proveer entretenimiento y validar la narrativa maniquea de la izquierda: son relleno y contraparte cómica. En California se ha prescindido de su presencia: nuestro primer estado de partido único gobierna sin el inconveniente de una oposición conservadora.
Que fuera un payaso, una grotesca criatura de los medios, un personaje del sainete televisivo, quien viniera a hacerse cargo del “gran problema”, habla volúmenes acerca de los efectos contraproducentes de las tácticas izquierdistas. Porque fueron los medios liberales los que crearon el ambiente propicio para la aparición de Trump, un personaje tragicómico sin conexión alguna con la tradición política, pero enchufado directamente al panfletarismo de un Bill Maher, a la pantomima de Alec Baldwin, al patrioterismo de Stephen Colbert y el lunacharkismo de Jon Stewart. Trump tiene más en común con los cómicos liberales que con ningún extremista de derecha.
En esos 30 años, el entretenimiento usurpó el lugar de la política y, de ser un simple medio –como en la época de Johnny Carson, Merv Griffin y Steve Allen– devino el mensaje. Por eso la filiación ideológica determina hoy el contenido: el mensajero es el masaje. Es la misma razón por la que McLuhan sitúa el génesis de este proceso en la personalidad televisiva de Fidel Castro.
Castro es el performero universal. Es Robin Hood en la Sierra; es Doctor Castro en los juicios televisados; es Elvis en su primera visita a New York; es el fantasma a la luz de un tabaco, en la fotonovela de Herbert Matthews; es un boyardo en ushanka en el mausoleo del Kremlin; es basquetbolista en chándal, en su retiro de la Villa Jabón Candado. Nadie ha podido arrebatarle la corona: cada aspirante a demagogo en Norteamérica aprendió de su Método: él es el Stanislavski del socialismo, y los conductores de late night shows son sus émulos.
En cuanto a Trump, fue tratado como “contenido” y como “talento” por esos mismos medios que hoy no saben qué hacer con él. Tampoco cabe duda de que Trump fue el candidato de CNN mucho antes de llegar a serlo del partido Republicano. Que tomara vida propia, que proyectara el personaje del circo electoral en la realidad real, que respaldara con millones de dólares el papel que le había sido asignado y que lo humanizara con millones de asociaciones subliminales propias de la psicopatología del entretenimiento, que proyectara su candidatura desde el chiste hacia el inconsciente colectivo, que ocupara el terreno de la comedia situacionista y repoblara el escenario con su familia de nuevos ricos, una “Modern Family” que incluye a una inmigrante eslovena escapada del comunismo, un banquero judío, una beldad inversionista, tres triunfadores y un Mini-Me, y que a partir de ese impulso inicial se convirtiera en la respuesta autoinmune a los ataques de la misma prensa que lo había soñado, y a la que pertenece por derecho de tabloide, es una de las mayores hazañas políticas de nuestra época.
Tampoco es secreto que Trump tuvo que camuflarse y venderse como lo que no era, que su arte de la negociación contenía capítulos que no saldrían a relucir hasta después de las elecciones. Si Gorbachov, se hizo pasar por comunista, Trump tuvo que fingir ser un politicastro.
Porque la política, como sucede en las tiranías, acabó por envenenar cada aspecto de la vida civil en América. La epidemia de politiquería afecta hoy a la mitad de la población norteamericana: la otra mitad ha salido a las calles armada de mazos y estacas, lista para atravesar el corazón de los camaradas, pues no parece existir otro remedio contra la enfermedad pueril del izquierdismo. Para millones de ciudadanos de segunda, obligados a esconderse en el armario de la autocensura, el payaso Donald Trump representa –quizás erróneamente– el fin del oscurantismo y el principio de la más vulgar transparencia.
Si no fuese así, estaríamos delante de otra revolución traicionada. No habría motivos de celebración, pero quedaría la euforia pasajera de saber que la izquierda probó su propia medicina. La batalla es desigual: los socialistas controlan la alta cultura y la baja, llevan ventaja en todos los renglones, desde el entretenimiento, los deportes y la educación hasta el periodismo, el cine y la radio pública. Integran un gobierno fantasma dentro de la federación, hablan de minorías pero aspiran a ser mayoría en cada departamento, prefieren a sus correligionarios, son una secta cristera que se niega a conceder la palabra, o el triunfo, a sus contrincantes.
Al rechazar el resultado de las elecciones, y resistirse a acatar la realidad, la izquierda se destapa por fin como fanatismo. De paso, vuelve el revés en victoria, la transparencia en doblez, y usurpa el título de “resistencia”.
no seria mejor Putin u otro autócrata disfrazado de Gorbo? Es decir, Trump, como el archi impostor que los mejores filósofos conservadores, buena parte del controvertido Nietzsche, su parte no rebelde, creyó parte integral del pacto liberal con el orden republicano? Trump dictador, autócrata, pero como show man, pura impostura.
I think you’re onto something, my friend!