‘La juventud’, de Sorrentino, y ‘El renacido’, de Iñárritu: los bárbaros a las puertas de Hollywood

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No recuerdo los detalles de La montaña mágica, y no voy a releerla sólo para dar peso al argumento de esta reseña. La novela de Thomas Mann es una vaguedad de mi pasado, la leí a los 17 años y aún sigue ahí, como una prominencia entre mis amontonadas lecturas. Hans Castorp y su primo Joachim Ziemssen son queridos espectros juveniles. En el sanatorio de mi mente toman el sol Settembrini y Madame Chauchat.

Esos fantasmas literarios saltaron a un primer plano a la sola mención de Davos, en La juventud (Youth, 2015), la más reciente película de Paolo Sorrentino. Pasó un cartel con el nombre del spa suizo adosado a un teleférico, y ya estaba de vuelta en Zauberberg, en la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial. Sorrentino recrea el sanatorio para convalecientes de esa cultura, o de la “Kultur”, con K y mayúscula.

La montaña mágica estuvo ahí, después no estaba, y finalmente está, como enseña el koan. Los aires bélicos requieren limpiezas alpinas y La juventud viene a ser la tercera venida de la montaña, ya de vuelta de todo, en el momento previo a la próxima conflagración: el zen corrió su curso y volvemos a entrar en materia, aunque materia histórica superada por el marxismo.

El marxismo envejeció y engordó. Es un lechón cruzado con futbolista argentino. Es torpe, cetrino y oleaginoso. Aquí aparece como el doppelganger de Maradona, un Janus que lleva la efigie del judío de Trier tatuada en la espaldota, entre sendos rollos de grasa.

Marx nació en 1818, casi doscientos años ha, un siglo antes de la guerra donde peleó Hans Castorp y que nos trajo a Lenin, Stalin, el gulag y los soviets: La juventud es el primer evento de las festividades luctuosas por su bicentenario.

Como aquellos, los personajes de este monte encantado también son arquetipos. Michael Caine representa, acaso, el imperio británico o alguna otra cultura dominante: es un conductor de orquesta retirado, con una mujer senil que yace, catatónica, en un hospicio para incurables. Harvey Keitel, compinche y sidekick, es el americano feo, e inevitablemente, director de cine, enmarañado en su último y más estéril guión. Son los dobles de Settembrini y Leo Naphta, la pareja de opuestos. Ambos envejecen: la maladie du temps los iguala en Davos.

Hay una Miss Universo (Madalina Ghenea), un alpinista tímido, una pareja de taciturnos aristócratas, un séquito de libretistas, y un joven actor hollywoodense (Paul Dano) que se prepara para interpretar al Führer: Hitler como el actor universal y el paradigma de toda representación. He escrito en otra parte sobre esta presencia paradójica, casi ineludible, en la cultura de masas, desde Malditos bastardos, de Quentin Tarantino y El hundimiento, de Oliver Hirschbiegel, hasta el famoso remedo del sargento Carter, en el serial Hogan’s Hero (1965) o el musical Los productores (1968), de Mel Brooks –una persistencia que se parece mucho a la reevaluación permanente. El Hitler de Paul Dano es, en La juventud, una especie de Marilyn Manson del inframundo, contrapartida escatológica del Marx sudaca.

Por cierto, el cine les permite a Marx y a Hitler actuar con entera libertad, mientras que El hijo de Saúl, del director húngaro László Nemes –una película reciente sobre el tema del holocausto– fracasa en comunicarnos el horror nazi precisamente por introducir la fantasía en Auschwitz y distraerse en el trasfondo estético, en el neorrealismo de crematorio. El efecto del filme es estrictamente cinematográfico: hay un límite a lo fantástico, que El hijo de Saúl transgrede.

Lo que esperan los aclimatados clientes del hotel de la montaña es lo mismo que aguardaban los europeos que asistieron a la primera representación de En attendant Godot. Todavía esperamos por la Nada. Si volviéramos a ver La Grande Bellezza (2013), comprenderemos que se trata de un continuo, de una única historia contada de atrás para alante en dos películas, y que lo que se espera ya había llegado, de ahí la inutilidad de toda esperanza.

Está dicho en mi reseña de aquella obra: es la Gran Madre, o la Revolución encarnada, la sancta paupertas, la agorera del proletariado, la curandera de almas, la misma que por amor derramó un lago de lágrimas en Teorema, de Pier Paolo Pasolini. Es la Francisca de Proust, y por extensión, el papa Francisco y la superchería argentina; es decir, Maradona con Marx tatuado en la espalda. Ahora Marx es un poco Malthus.

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Interludio hollywoodense

En cuanto a Hollywood, nuestra Pequeña Baviera, el impulso definitivo de su construcción es centroeuropeo: aquellos tísicos pensionistas llamados Theodor W. Adorno, Billy Wilder, Arnold Schoenberg, Bertolt Brecht, Hedy Lamarr, Michael Curtiz, Fritz Lang, Conrad Veidt, Marlene Dietrich, Thomas y Heinrich Mann, fueron a dar con sus huesos a las peñas de Pacific Palisades.

Entre 1930 y 1945, los germanos reimaginaron el cine ruso de Louis B. Mayer: a partir de entonces, la representación de cualquier espacio espectacular, de toda locación y todo scripted space, es (Ceci n’est pas Hollywood!) Hollywood: un no-lugar sito en el ámbito de las ideas, una Citera para gusanos y apátridas.

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Lo azteca en las entrañas de un caballo pinto

Si La juventud fue el regreso de Thomas Mann, El renacido es la resurrección del novelista sajón Karl Friedrich May, por lo que es probable que la nueva película de Alejandro G. Iñárritu provoque otro May revival.

El género western cayó en el olvido, pero Karl May (1842-1912), que visitó Norteamérica sólo cuatro años ante de morir, continúa siendo el más grande escritor de “oestes”. El Hugh Glass de Leonardo DiCaprio es un personaje en la tradición de Old Shatterhand, el hermano de sangre de Winnetou, un indio apache de la tribu de los Mezcaleros y coprotagonista de la novela homónima. Desde los pueblos indios de Nuevo México, Iñárritu traza una genealogía que empalma con su cine étnico, con el impulso nativista de su saga.

En El renacido, Hawk (el actor aborigen Forrest Goodluck) es el hijo de DiCaprio con una joven Pawnee, y el trasunto de Winnetou. Igual que Old Shatterhand, Glass es mercader de pieles –aunque, a diferencia de este redneck, el héroe de May era un inmigrante alemán, cristiano, erudito y casi omnipotente. La escena de la pelea con el oso grizzly, en Iñárritu, está sacada de otra idéntica en el primer Winnetou.

No andaremos desencaminados si transfiriéramos a la película del director mexicano algunos de los cargos que Klaus Mann imputó a May: “gestos, palabras y acciones son profundamente un-American [. . .] un-American son los nobles héroes, y completamente un-American es, sobre todo, el narrador mojigato”. Ya el mismo concepto de un-American es tan americano que resulta imposible traducirlo, pero no cabe duda de que estamos ante una idealización geopolítica, concebida por una sensibilidad ajena.

Se acusaba a May entonces de oportunista y megalómano, tal como ahora se culpa a Iñárritu de tremendista y pedante. Justin Chang, de la revista Variety, lamenta la “empecinada sobredeterminación que echa a perder casi todas las obras anteriores de Iñárritu”, y añade que, en ellas “el virtuosismo de la narrativa apenas logra ocultar la pesadez y falta de modulación, lo cual hace pensar que el verdadero talento de Iñárritu consiste en caerle a porrazos al espectador”. Esa pesadez emana, también, de lo político, de la politiquería latinoamericana.

No menos complejas son las reverberaciones ideológicas de la película. La transfiguración de la “California germánica”, de que hablara Thomas Mann –por el atajo de May y Old Shatterhand– en la un-América iñarrituriesca, ocurre en las vaciadas entrañas de un caballo appaloosa.

La ceremonia sangrienta, vista como grotesco renacimiento azteca, es una suerte de piñata del día de los muertos potenciada por la tecnología yanqui, y trae a la mente aquella definición del fascismo que dió Guy Debord, en La société du spectacle: “atavismo técnicamente equipado”. De manera que el cine de Iñárritu y del fotógrafo Emmanuel Lubezki vendría a ser, por su grandiosidad atávica, un poco neofascista, la expresión fílmica de un nacionalismo a ultranza que bulle justo debajo de nuestras plantas.

De la Cofradía del Medio-Pulmón a la Iglesia del Pneuma

Mientras que, en Hollywood, La juventud era ignorada olímpicamente en las nominaciones a los Oscar de este año, en las alturas de Davos, Leonardo DiCaprio anunciaba otra ofensiva sensacionalista encaminada a asegurarle la estatuilla: el actor como demagogo y paradigma de un fariseísmo universal, y la actuación como simulacro del humanismo. O lo que es peor: la Cofradía del Medio-Pulmón, a la que perteneció el pobre Hans Castorp, rebajada a ser Iglesia del Aire Puro.

Pero, así como la maldad intrínseca –o estética– de El renacido la convierte en uno de los más extraños y fascinantes espectáculos de la temporada, los muchos millones apostados a una estatua de barro no lograrán jamás que DiCaprio dé alcance al villano Tom Hardy en el papel de Fitzgerald.

 

 

 

  1. Eduardo González

    tengo que ver esta película, habiéndome perdido el momento mejor, la nevada de hace una semana, la gran invernada en Baltimore. Las mejores reseñas de Néstor transforman el objeto reseñado en pretexto para ensayar la escritura de La Biblia, libro hasta entonces desconocido. Tengo que ver esta película del chingado. Prefiero chingadera a politiquería. 21 gramos de simiente en la hechura del Chapo nacido del colapso arterial del padre Penn. En el hermoso libro de Michel Pastoureaux, The Bear, History of a Fallen King, se narra cómo París fue amamantado por una osa de cuya leche mamó la manía de raptar hembras, amulatando a la mismísima Helena por encabalgamiento. Es la cualidad de pintor lo envidiable del domador de potros.

    • Me alegra que hayas sobrevivido el blizzard del siglo, Lord Baltimore! Siempre recojo una lectura nueva cuando me escribes (Pastoureaux). También Virgilio (el bueno) decía que lamía sus poemas como una osa parida (según frase hecha de prontuarios latinos: dime tú). Pero la escena del appaloosa me recordó (siguiendo en la vena clásica, caro mío), el pasaje de La República donde el pastor Gyges encuentra un gigantesco caballo en una cueva, con un jinete de metal dentro de la barriga. Por cierto, me faltó decir (creo porque debía decírtelo a ti) que Youth es muy wesandersoniana, y se nota la influencia. Es como «The Royal Tenenbaums» de vacaciones en Suiza. Lo del Chapo está conectado con todo, of course! (Lo predijo La Biblia). Cariños. N.

  2. Jaime Figueras

    Bien por el Nestorida, como siempre. Los papeles de Di Caprio me resultan insufribles, tanto como los filmes del director innombrable. Sorrentino es otra historia; amable.

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