David Bowie: las cenizas de la estrella

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Para quienes creíamos que Bowie era inmortal, la noticia de su muerte nos cayó como un rayo: nuestra creencia pueril en el más allá quedó fulminada. Sin embargo, se trataba de la última enseñanza, de la gran salida de Ziggy Stardust.

El anciano David Robert Jones, oriundo de Brixton, suburbio londinense, pidió ser cremado sin mucha ceremonia: él, que había sido el más grande maestro de ceremonias. David Bowie no se dejó ver en la enfermedad y el sufrimiento: él, que había padecido por todos nosotros; él, que había encarnado el malestar y la decadencia de nuestra época.

Lo había dicho todo antes de cumplir los 30 años, porque “también dios es un chiquillo”, y Bowie fue un poco dios. Bajó a la Tierra en una nave espacial que era una “lata de sardinas” metafísica. Para no asustarnos, para no “volarnos la mente”, se metió subrepticiamente en la frecuencia de radio que escuchaban los chicos: “Dejad que los niños lo pierdan / Dejad que lo usen / Dejad que lo gocen”.

Fue una suerte de “mesías leproso y bien dotado”, una Blancanieves en tonos iridiscentes. Bowie introdujo un colorido nuevo en el mundo: fue el arcoíris antes de la vulgaridad gay.

También fue un híbrido, el andrógino, el hermafrodita, el cruce de lo angélico y lo brutal: “Se viste de loca / Y cocea como un mulo”. Todas las citas que pongo aquí salen de las letras de sus canciones, que hemos escuchado mil veces, siempre en un sentido nuevo: Bowie fue filosofía viva, una gnosis.

¿Cómo pudo saber tanto, tan pronto? “No creas en ti mismo / No engañes con creencias / El conocimiento llega solo / con la redención de la muerte”, dijo en Arenas movedizas, obra maestra de 1970, ¡escrita a los 23 años! Su nombre artístico hace referencia a un arma blanca: fue exquisito y peligroso, divino y populista.

Bowie es, sobre todo, el heraldo de la contrarrevolución. Aparece en el momento en que “Lennon está otra vez en rebaja”, según lamenta en su famosa oda Life on Mars? Cierra los años 60 con broche de oro, es la “rareza espacial” que se adelanta al hombre que aluniza. A esa Luna conquistada Bowie opone un espacio interior, superior, que él llamó “Marte”.

Bowie denuncia la política sesentista en dos obras claves de su catálogo: la primera es Cygnet Committee, del álbum Space Oddity (1969): “Apedreamos al pobre / con consignas que decían / Todo lo que tú necesitas es amor”. La otra es el himno que compuso para la banda Mott The Hoople, All the Young Dudes, de 1972: “Mi hermano está de vuelta en casa / con sus Beatles y sus Rollings / La revolución nunca me engañó / ¡Qué basura! / ¡Demasiadas trampas!”

Fue europeo primero, discípulo de Bertold Brecht, Alister Crowley y Jaques Brel. Fue retro y posmoderno, un bolerista y un juglar, el más perfecto producto estético del capitalismo de posguerra.

Fue el trasunto de Cobra, de Severo Sarduy, y del vampiresco Lord Byron de Polidori. La escritora Ann Rice, en su ensayo David Bowie y el fin de los géneros (Vogue, 1983), lo tiene por uno de los reformadores de nuestra época, el creador de un tipo inédito de virilidad. Comentando la película El hombre que cayó en la Tierra, de Nicolas Roeg, Ann Rice afirma que Bowie “dotó a lo pasivo y lo frágil de una integridad nueva”.

Pocos son los astros de la cultura que provocaron una adoración comparable: Borges, Nabokov, Wagner, Nietzsche. Como aquéllos, Bowie fue objeto de culto, ídolo de multitudes, el sucedáneo artístico de una época impía. Cuando el arte suplantó la religión, Bowie hizo del escenario un altar, y las estaciones de su vía crucis fueron emanaciones del árbol sefirótico, “Un momento mágico / de Keter a Maljut”, salmodiaba en Station to Station (1976).

Como escritor se sitúa entre lo mejor de la poesía inglesa contemporánea. Sus lieder hablan, como ninguna otra escritura moderna, de los horrores y milagros del siglo XX: “Por dios, no me crean / Por favor, no me aplaudan / La vida es demasiado fácil / Y una plaga ya no parece imposible”, son versos sencillos de Saviour Machine (1971). En Berlín, escoltado por Brian Eno y Robert Fripp, fue puro zeitgeist, la conciencia de la era que se avecinaba. El muro cayó primero en su álbum Heroes, de 1977, pero también la decepción, la frustración diferida: “La vergüenza estaba del otro lado / ¡Oh, podemos vencerlos para siempre jamás! / Pero entonces solo seremos héroes por un día”.

A raíz de su muerte, corrió por Facebook un meme que culpaba a dios por habérselo llevado y dejado vivo a Sean Penn. Una manera gráfica de ver el mismo asunto es yuxtaponiendo la camisa azul de El Chapo Guzmán, esa atrocidad de poliéster salida de un tianguis de Los Mochis, al modelito geométrico de Kansai Yamamoto que Ziggy Stardust lució en el famoso concierto del Odeon Theater, en Hammersmith, en 1973. Se trata de otro signo de la decadencia de Occidente, la marca del fin de una cultura, un salto al abismo sartorial de la cursilería tercermundista, un retroceso hacia un tipo de sensibilidad genérica prebowiesca.

Que fuese la revista Rolling Stone la que concertara el encuentro entre el actor y el capo, que empatara la podredumbre hollywoodense y el amarillismo azteca, podría tomarse por la noticia necrológica del rock mismo desde las páginas de la publicación que lo glorificó. No solo ha muerto David Bowie, sino que con él desaparece el rocanrol, aniquilado por la música regional, por el barullo infernal del Hip-hop y la ranchera.

De todo aquel gran momento de embriaguez artística solo queda ahora un puñado de cenizas, el glitter que arrojó a su paso una superestrella.

 

El Nuevo Herald 

Enero 21, 2016

 

 

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