CONAN O’BRIEN Y JOHN KERRY: LO YUMA Y LO GRINGO

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El contraste entre las figuras del comediante Conan O’Brien y el secretario John Kerry merece un comentario. Bien vista, la ceremonia de izado de la bandera resultó superflua: Conan O’Brien se había adelantado al Departamento de Estado y, sin más preámbulos, aterrizaba en La Habana en traje de dril y zapatos caoba, con sus muy norteamericanos 6 pies y 4 pulgadas de estatura, un irlandés rojo con facha de leprechaun en busca de su botija de oro.

Ese americano “feo” –el Tío Sam para la era de la televisión por cable– pertenece a la América clásica, la América “blanca” de hace seis décadas. Pero lo americano no luce ya como un O’Brien debido a la creciente y acelerada latinización del país. Una imagen más moderna hubiese arrojado otro personaje: trigueño y levemente mexicano, como los hijos de Jeb y Columba Bush –“nuestros negritos” que dijera la abuela Bárbara–, o como Eva Méndez, la gusanita de la Pequeña Habana que se llevó a Ryan Gosling. Lo que regresa a La Habana con O’Brien y Kerry no es la Yuma vigente y actualizada, sino la América mosqueada de Wayne Smith y Fidel Castro.

Y está bien que así sea: los cubanos esperan, demandan de sus vecinos del Norte una cuota de extrañamiento, un corrientazo de alteridad, a pesar de que lo americano siga siendo, para nosotros, mucho más familiar y entrañable que lo latinoamericano. El personaje de Conan es, a fin de cuentas, otro estereotipo de nuestro repertorio folclórico, como “el negrito” “la mulata” y “el gallego”: no lo que en Sudamérica se denomina “un gringo”, sino lo que en Cuba se llama “un yuma”, rara avis de la ornitología política.

Al contrario del “gringo”, el “yuma” es un avatar razonablemente simpático e inocuo que puede ser objeto de nuestras puyas y parodias, no de nuestro odio. Conan, el bárbaro, llega de una tribu a la que el cubano adjudica poderes sobrehumanos: creatividad ilimitada y ciencia rayana en la ficción. De ahí que cualquier producto, idea o artefacto proveniente del Norte caiga automáticamente en la categoría de fetiche creado por los fabulosos “blancos-rubios-de-los-ojos-azules”.

Si aplicáramos a la actual situación el método freudiano del chiste en su relación con el inconsciente, habría que recordar aquella latica de Vicks VapoRub con muestras de heces fecales que alguien dejó caer en camino al laboratorio, y que un cubano recogió y se aplicó en el pecho, solo porque “aunque huele a mierda y sabe a mierda” viene de la Yuma y tiene que ser bueno. Esta sana admiración, este racismo feliz, resultaría extraño y aún repelente a cualquier otro pueblo latinoamericano.

Al contrario de lo que expresara Kerry en su discurso inaugural, para un “yuma” del tipo O’Brien, los cubanos no somos “vecinos”, sino parte principal del imaginario americano, una prolongación del territorio simbólico imperial. Querámoslo o no, hemos sido juguetes del Destino manifiesto –y si algo se manifiesta en la actual coyuntura es, precisamente, el espectro de ese destino.

O’Brien representa, además, todo un proceso simbiótico soterrado, un tipo de promiscuidad que permaneció en el clóset a la fuerza y que los políticos de ambos extremos se encargaron de negar como algo vergonzante. Para Cuba ha llegado el momento del coming-out, de la “salida del clóset”. Se trata, nada menos, que de su declaración oficial de proamericanismo (“oficial” porque, en Cuba, hasta la negación de esa negación pasa por la oficialidad). Por fin Cuba es libre de expresar sus tendencias, sus preferencias y sus deseos más sórdidos.

Hay mucho de vergonzoso en esta actitud cubana, nuestro descarado proamericanismo, nuestro amor irreprimible por todo lo yuma. Es inconveniente y políticamente incorrecto: una atracción censurada por la tendencia regional al bolivarismo, el tercermundismo y las alianzas culturales origenistas. En ese sentido, la emancipación de la Cuba americanizada es un hecho positivo, sobre todo para los yumas. El resto del continente nos reprocha nuestra falta de interés, nuestro desánimo por lo latinoamericano. Pero no podemos fingir amor por una región caótica e irresuelta que se extiende justo debajo de nuestro horizonte de eventos.

Y está bien que así sea. Vivimos el quinquenio más importante de nuestra existencia nacional amancebados con lo americano, descolonizados por lo americano. Nuestro primer líder no fue José Martí, sino el gobernador Leonard Wood; nuestros grandes programas de salubridad y educación arrancan del gobierno del Mayor General John R. Brooke (el castrismo es la aberración de aquellos nobles propósitos). De allí parten los períodos electorales de cuatro años, una constitución moderna, nuestra dedicación al béisbol y el boxeo, y nuestro tan norteamericano desdén por el fútbol.

No de otra manera podía ser. La enseña que hoy ondea en la embajada de Washington DC no hizo más que regresar a casa, es una bandera “yuma”. La concibieron en Nueva York unos cubanos esotéricos, poetas masones y patricios proamericanos. Mientras la diseñaban, consideraron poner un ojo abierto en medio del triángulo, pero la costurera protestó y lo cambiaron por la “estrella solitaria de Texas”, the Lone Star recién anexada. La primera vez que ondeó fue en un barco de filibusteros que venía a liberarnos de otro fidelismo. El fracaso de la expedición de Narciso López en 1851 fue nuestra primera Bahía de Cochinos.

Kerry, en cambio, representa al típico “gringo”: no un liberador, como Wood y Brooke, sino un interventor, a la manera de Charles Magoon y Sumner Welles. Su verdadero propósito es lo que hoy se conoce como “nation-building”, construcción o reconstrucción nacional, por mucho que se empeñe en negarlo. Teddy Roosevelt y sus Rough Riders fueron más sinceros y efectivos en la definición de sus designios, sin contar con que, al contrario de la Cuba de 1898, la del 2015 necesita, además de la extirpación del castrismo, una cirugía plástica hollywoodense.

Pero Obama no es Roosevelt, ni Kerry es Wood, y tendremos que conformarnos con las modestas intenciones de una América irresoluta y guevarizada; una América que tampoco es la grotesca caricatura que profetizó Rubén Darío. Por el contrario, los papeles se han intercambiado y ahora es ésta, cada vez más, la América india que “reza a Jesucristo y habla en español”, mientras que aquella vieja América “nuestra”, privada de Daríos, debe aceptar al Richard Blanco que Obama nos endilga como si fuera un Indio Naborí.

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