Koons en el Whitney

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Los salones del Museo Whitney, a punto de cerrar y trasladarse al Meatpacking District, recogen la obra de Jeff Koons en un último show. Cuatro pisos dedicados a las distintas etapas, o series, del artista: Pre-New (1980), Equilibrium (1985), Luxury and Degradation (1986), Banality (1988), Made in Heaven (1991), Celebration (1994), etcétera. En la plaza del Rockefeller Center, una gigantesca maceta en forma de cabeza de juguete reúne cincuenta mil plantas florecidas. La muestra viajará a París y Bilbao en 2015.

Parecería que New York ha entendido por fin a Koons. La perplejidad y la suspicacia dan paso a la promiscuidad y el aplauso. Se sabe ahora quién es Jeff Koons: el posmodernismo vendido a los niños. Hay algo infantil en su degradación: la debacle se presenta como un perrito de globos en acero inoxidable.

Además, ¿qué puede haber de erróneo en la vanguardia? ¿No es Koons, después de todo, otro vanguardista, uno de los nuestros? ¿No es su ideología, si tuviese alguna, concomitante con la de la nueva sociedad que se proyecta juguetonamente hacia el futuro socialista donde el arte ha de ser el espejo convexo del pueblo? ¿No es el último show del Whitney un postrer intento por popularizarse, y popularizar al más elitista de los modernos?

Visto desde otro ángulo, Jeff Koons es, precisamente, la crítica del aspecto político de la vanguardia, o el conservadurismo en disfraz dadaísta. Su obra, como expresión artística de la reacción, propone la pregunta de si no es todo arte, a fin de cuentas, conservador. El arte, como promotor y sustentador de las relaciones mercantiles capitalistas –que Koons personifica– es el mercado en estado puro, el mercado de gracia liberado de toda necesidad. Si el fetiche deviene mercancía en el proceso artístico, la cosificación marxista se vuelve superflua.

La transfiguración del objet d’art en mercancía es un a priori, lo cual es cierto del arte en general, pero sobre todo del vanguardista a partir de la introducción del readymade. Este es el impulso contrario al salto dialéctico marxista. Por eso Koons puede crear fetiches y sentarse a esperar a que se conviertan en mercancías: “valor” es acumulación de tiempo, y Koons, el inversionista, lo sabe. El producto madura en commodity, pero el objet d’art es, por fuerza, un contrato de futuros en el juego bursátil.

El elemento kitsch en la obra de Koons también debe verse como acumulación de capital-tiempo. Kitsch es regresión y, simultáneamente, proyección hacia un futuro valor de contemplación que, en otro plano –llamémosle sentimental– se vuelve idolatría. El kitsch hace del objeto banal una copia con-sagrada, y Jeff Koons es el pintor de la religión del objeto: su arte es deísta, realista y mercantilista, lo que equivale a decir, antivanguardista. Jeff Koons: A Retrospective marca el mediodía del nuevo materialismo.

Las dobles columnas de vacuum cleaners, o las pelotas de baloncesto suspendidas como planetas en el vacío espectacular, solo transmiten conformidad técnicamente equipada y una nostalgia sin asideros. El acento de las vallas comerciales, donde un Koons en pompadour folla con Cicciolina, no es populista sino pomposo, pompeyano. Los estropajitos multicolores que friegan frente al espejo son nuestros ancestros, y sus brillantes matices vienen del kitchen, que es el origen heráldico del kitsch.

A la etapa Pre-New pertenecen también las margaritas inflables –parientes pobres de las Nubes de Warhol–, que usurpan el colorido metafísico de las flores naturales. (Con las flores de Koons la metafísica regresa como problema al terreno del arte). El kitsch –el estado de valor abstracto– aparece allí otra vez como Natura naturata. Los objetos comunes, cuyas trayectorias se remontan al principio del mundo, podrán tener un origen histórico y hasta una conciencia de clase, pero en la obra de Koons son el acompañamiento ideológico de la Natura naturans (el macetero del Rockefeller Center, las begonias en el puño de Popeye).

En el Whitney se hace evidente la conexión histórica del Balzac de Rodin, cuyas innumerables copias pululan por los museos del mundo, con el Play-Doh de Koons: si los Balzacs se descomponen paulatinamente en mazacotes de bronce literalizado, la montaña de plastilina adquiere, en cambio, la significación cromática de las estatuas antiguas. Debajo del Day-Glo hay metal; debajo del Balzac hay nada. La nada asoma en los resquicios del bronce en ambos casos, y no hace falta un gran salto asociativo para cubrir la brecha que media entre el metálico decimonónico y el heavy metal del nuevo poder adquisitivo.

De hecho, el recinto que reúne la serie Banality, con sus hiperbólicas tallas en madera de cerezo y sus Amore de porcelana Meissen, refleja un tipo de gusto que hoy suele calificarse de “republicano”. La sala del Whitney parece un albergue para refugiados de la catástrofe posmoderna, todo un “modo de vida” fulminado por la última revolución artística: el Osito y el Policía; el Buster Keaton ecuestre; Michael Jackson y el chimpancé Bubbles; un lechón albino conducido al matadero por tres angelitos.

Propongo que si hay algo de Anti-establishment en Koons, es solo en el sentido contrarrevolucionario positivo: para él, el verdadero escándalo está en los medios con que el artista se expresa y en el complejo político-cultural que lo sostiene. Lo cual es mucho más original, y hasta más radical, que una simple crítica desde la mitología oficialista de izquierda.

Entender a Koons en New York es sufrir la entrada de lo republicano –léase “lo americano”: el taller con 130 empleados; la familia Koons y sus seis críos– en los salones de la plutocracia socialista. Un tren-petaca relleno de whiskey, un espejo rococó de peltre, o un plato conmemorativo con la efigie del artista como Pseudo-Elvis, son los fragmentos de una América en extinción, memorabilia de la República que se apaga. La última retrospectiva del antiguo Whitney es un adiós al Upper East Side, y la más extravagante venta garaje de la nación en quiebra.

  1. de acuerdo, acabo de ver ROME – la serie ideada entre otros por John Milius. Lo cual explica la enorme calentura pagana del show. Había percibido y hasta olido algunos colores y podredumbres habaneras en populosa aglomeración napolitano-romana antes de leer que los realizadores de Rome recogieron imágenes de nuestra urbs calamitosa para su palette. Si no conoces la serie la debes ver. Te consagro romano republicano y tirano frustrado -acabo de ver a Brando en el papel de Marco Antonio – nos olvidamos que Barthes se enamora de su estampa romana en una de sus mejores mitologías.
    Con cariño desde Baltimore. Tu Koons es el nos toca absorber de reojo con Juvenal.

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