Cuba es ese lugar común absoluto donde reinciden los mismos pioneros, las mismas insignias, las mismas desgracias, los mismos orishas. Ahora sabemos cómo luce el fascismo ininterrumpido: baile flamenco, coro de niños, atardeceres con peleas de perros y la desidia como costumbrismo.
El cine, bajo el castrismo, no produce escenas, sino escenitas en las que hay siempre una bronca y una miseria humana que explotar, una carencia que ventilar. Que de esas condiciones deplorables emerja una paideia, una regla de conducta, y que de lo trillado surja lo auténticamente revolucionario, parecía inconcebible.
Ciertas producciones infantilonas del cine cubano podrían catalogarse como extensiones de La Colmenita, la compañía de explotación infantil creada por el aceitoso empresario Tin Cremata: Conducta, el largometraje de Ernesto Daranas, retoma las historias de un grupo de niños que parece haber sido expulsado del taller de Tin. ¿Dónde situar el génesis de otra película que aborda el trajinado tema de la infancia en Cuba? Sin dudas, en el ideario martiano, que hizo del niño un objeto de deseo.
A causa de esa ambigüedad, el cubano devino “el hombre enfermo de América”: su infancia había sido metafísicamente molestada. Todo cubano sufre el mismo trauma infantil: un poeta se le metió en la cuna, interrumpió su inocencia. La pederastia martiana es el sustrato de nuestra nacionalidad y el origen de “lo patrio”, de ahí la sexualidad monstruosa por la que somos conocidos mundialmente; de ahí la promiscuidad de la política y el deseo.
Martí es el culpable. Fernando Pérez lo pone justamente a hacerse una paja, en El ojo del canario; Daranas cuelga el famoso retrato del artista pubescente en el aula donde transcurre la mayor parte de Conducta. Necesitamos de esas regresiones, volver al grillete que troza el testículo; y, a partir de la regresión, concebir el mundo en los términos de la eterna adolescencia: por eso en Conducta los hijos usurpan el lugar de los padres.
Carmela, la protagonista (Alina Rodríguez), es una vieja maestra de escuela, la heroína que surge del más perfecto vacío. La gestación de este extraño personaje no corresponde a ninguna genealogía fílmica. Nada indicaba, ni anunciaba, su aparición repentina. Carmela sale completa de lo profundo de la actualidad, como una respuesta involuntaria a las condiciones objetivas del castrismo. Ella es la primera disidente en pantalla, una Dama de Blanco que enarbola la estampita de la Virgen de la Caridad: Carmela representa esa virtud teologal ante la canalla, por lo que debería ser elevada al panteón de las grandes creaciones del cine cubano.
El castrismo crea sus propios sepultureros. El ultranacionalismo trajo la escisión interna entre palestinos y habaneros; la educación compulsiva parió un idioma nuevo, el argot cubiche, ininteligible para el resto de los hispanoparlantes. La lengua embozada delata una tensión social, un desastre político, que solo podrán resolverse en la más enconada lucha de clases. Tras un largo y complicado proceso, la libertad de expresión llega por fin al cine. Es cierto que la gente habla porque el guión se lo exige (el libreto de Conducta funciona como una demanda ciudadana), pero no cabe dudas de que la maquinalidad expresiva va cediendo lugar a una naturalidad cuasi humanoide. Todavía la gente se saluda con un brutal “¿Qué tú haces aquí?”, pero antes que termine la película se darán los buenos días. El filme abarca el tiempo que Carmela tarda en verbalizar su “manifiesto a la nación”, el primero en su tipo desde los albores del ICAIC.
Conducta podría considerarse el primer talkie de la industria cinematográfica revolucionaria. Hasta la aparición de este filme coyuntural, el cine cubano era mudo. Se trata apenas de un primer amago, y a veces los ladridos ensordecen. La brutalidad del idioma proviene, necesariamente, de la bestialidad política, estudiada por Orwell y Bulgákov. Si en una etapa previa el hombre era el lobo del hombre, con el castrismo el hombre llega a ser el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. En esa situación negativa, obstructiva, se encuentran tanto la directora de la escuela, como los policías, los inspectores, los reeducadores, la madre, la sustituta, los boliteros y hasta los peleadores de perros.
Una vez que ha recuperado el habla, Carmela ya no duda en trasponer los límites de la responsabilidad profesional para asumir, conscientemente, la praxis de la desobediencia civil. Es una reformista, aunque no al estilo del reformatorio oficial, sino de la renovación privada. Si todavía quedan los viejos carteles pegados a las puertas que proclaman “Fidel esta es tu casa”, ahora, de acuerdo a la nueva regla de conducta, el fidelismo deberá ser expulsado de los hogares; Martí, sacado a patadas de la cuna; y la Virgen (o la caridad) devuelta a las aulas.
Si bien la ñoñería ha sido desterrada solo incompletamente del filme (todavía hay palomas, abanicos, madres pastilleras, almendrones y merolicos), no es menos cierto que la gravedad de los personajes le confiere un incuestionable peso moral. La actuación del niño Armando Valdés Freire, en el papel de Chala, es ejemplar. Cualquier adulto podría aprender de los chicos de Conducta, que integran la más extraordinaria tropa de actores. Debido a la impaciencia y la rebeldía de sus niños, Conducta nos presenta una especie de Anti-Colmenita, un ejemplo de cómo abordar honestamente el problema de la niñez en las condiciones actuales.
Daranas reparte caramelos (cajitas, diríamos hoy); hay alegría en su filme, la felicidad de un guión bien concebido y de una realización que no delata el menor esfuerzo. Aquí Héctor Noas nos entrega un personaje inolvidable en apenas cuatro escenas sencillas; Armando Miguel Gómez, en el papel de Ignacio, establece la norma para el tipo del bello buscavidas; Amaly Junco, Marielys Cejas, Silvia Águila, Tomás Cao, Aramís Delgado, y la insuperable Alina Rodríguez, llegan juntos a un punto alto de sus carreras.
Por último, Conducta contiene la famosa escena en que Carmela deja caer la bomba “T”. Los críticos procastristas se taparon los oídos, y los cubanos todavía esquivan los escombros que dejó Carmela a su paso. En conversación con la directora de la escuela primaria, la vieja educadora se atreve a recordarle que “Yo doy clases aquí antes que tú nacieras”. El problema del tiempo asoma la oreja peluda donde menos se lo espera, porque es obvio que en Cuba todo se reduce ahora a una cuestión de “T”.
La vida se mide en generaciones que pasan por el aula de una anciana normalista. (Es en el aula donde la pedagogía se transformó en demagogia, y en la escuela donde el castrismo plantó su cuartel). El mismo Fidel Castro ha sido descrito como el Gran Alfabetizador, y el elenco del pueblo, como escolares sencillos. Por eso Daranas hace que la directora caiga en su propia trampa dialéctica: “A lo mejor ha sido demasiado tiempo”, le reprocha a Carmela. A lo que la vieja socrática replica: “No tanto como los que dirigen este país. ¿Te parece demasiado tiempo?”
Con ese silogismo termina oficialmente el castrismo. La dictadura–expresada en los términos de la paideia– es una deformación de la conducta. La lógica, la llaneza, la civilidad, la decencia, la caridad, la areté, son sus peores enemigos. Ernesto Daranas las ha reunido en un filme que consigue (cosa rara cuando se trata de Cuba) apelar a la inteligencia.
Bravo, NDDV. Llevo meses queriendo escribir algo así al respecto. Me alegro mucho lo hayas hecho tú. Abrazo desde Madrid, de Gleyvis Coro