En Only God Forgives se trata ante todo de la armazón de la película, una estructura con divisiones de cristal y aluminio, celosías, cortinas de cuentas y puertas corrugadas, un entramado que hilvana el laberinto que es Bangkok, pero que podría ser igualmente la Biblioteca –de imágenes, vale decir: de pirotecnias, saturaciones, escenografías.
Todo contribuye al establecimiento de esa armazón, de sus planos comunicantes. Estamos en Tailandia, pero por un wormhole, un agujero de lombriz, por un hueco interconector que se abre en la barriga de la madre, caemos en América, la América de Ryan Gosling, donde el actor ha alcanzado estatus de semidios.
Únicamente como ídolo podría sufrir Gosling (en el papel de Julian) la minuciosa vivisección de su persona, de su anatomía, de sus partes, a que lo somete la cámara. El cuerpo de Gosling es aquí estatuario, marmolizado; contra él se miden todos los otros cuerpos, como antes se medían contra el David de yeso que domina la entrada del bayú: tanto el de su hermano Billy, que muere apaleado en un cuarto de burdel por violar y matar a una menor, como el de su madre Crystal (Kristin Scott Thomas), elevada en Only God Forgives a las cumbres de la inmoralidad cinematográfica.
La película de Nicolas Winding Refn está edificada en función del silencio de Gosling, de su legendario mutismo. La estatua no necesita hablar –la belleza habla por sí sola, es un escándalo–, sino dejarse examinar por el lente. En cambio Billy, su hermano, tiene el labio leporino. Ambos manichean un ring de Muay thai, o boxeo tailandés, pero el negocio de heroína y coca que controla la madre desde New York mantiene el flujo de divisas constante.
Billy deja el coliseo y se interna en el submundo de escaparates iluminados, con pequeñas putas emperifolladas, recámaras resplandecientes y cubículos de neón que contienen la deliciosa prenda. Billy pregunta al casero de un gogó si son hembras lo que ofrece en sus vidrieras, y el hombre le responde: “Sí, cincuenta por ciento”. Billy mata a la putica, y entonces aparece el inspector Chang, también llamado el Ángel de la Venganza, que es el punto focal, el monstruo donde convergen los callejones de la película.
Oneroso y uniformado, dejando ver por encima de la chaqueta safari el cuello de una camisa blanca hecha en Tailandia (y por debajo del cuello, el mango de un machete) este hombre es la encarnación de lo erróneo en estado de gracia. Respaldado por su comando policial, el inspector Chang aniquila cualquier elemento que estorbe la realización ejemplar de un orden formulado en pocas palabras, en concisos interrogatorios. Al silencio de Gosling se opone la taciturna convicción de un policía que mata por ver el orden triunfar (aunque detrás de él, apenas visible, está Nicolas Winding Refn, que mata por ver la leche correr).
A propósito de estas muertes de capa y espada que ocurren con preconcebida geometrización (Gosling mató a su padre; y su hermano mayor, Billy, posiblemente fornicó con la madre) deberá notarse que la carnicería, llevada en Only God Forgives al hipérbato barroco, resulta artísticamente necesaria, nunca vacua o grosera. Shakesperare debió haber lucido así a los ojos del espectador isabelino: sucio, exacto, sangriento, enredado e intragable. Las matazones y los regueros de miembros, coordinados según las normas de una ética mitoerótica, pretenden producir un efecto catártico, y lo consiguen.
Sin embargo, existe otro lado, una faceta feliz del inspector Chang. Por las noches, después de la dura faena, se reune con sus compañeros en un bar de karaoke. La película de Winding Refn está punteada por el xilófono y el sintetizador de una pista tailandesa, bajo la mareante llovizna de espejos. Estos interludios, dentro de la estructura trágica, funcionan a manera de coro. Son, probablemente, baladas románticas en thai o en jemer, aunque podrían igualmente estar en griego. Dicen, en el idioma de lo místico, que la vida es una empalagosa mermelada de grandes éxitos, de fracasos y atajos, de sangre y poliéster.
Los pisos de losa, limpiados con Mistolín, despiden el olor rabioso e ingenuo de azucenas sintéticas y bayeta. (Esos pisos tercermundistas, en su dislocación geométrica, expresan algo horrendo y brillante, mientras que las sillas de plástico, ciudadanas del mundo, dan al paisaje de Bangkok un toque tribal). Bangkok, con sus rascacielos y sus pulgueros, sus laberintos de tianguis y sus pesadillas de espejos está explicada aquí para el observador extranjero, para el expatriado. Incluso, en las grandes películas de Apichatpong Weerasethakul nos perdemos esta parte.
El Ángel de la Venganza va eliminando, uno por uno, a los involucrados en la muerte de la hetera adolescente. Corta brazos, abre costillares o vacía los ojos con una navaja, pero siempre en nombre de un Bien que se manifiesta en él como una pulcritud, como una irrevocable lealtad a la naturaleza de las cosas.
Su espada exige el precio en sangre, y es la fatalidad lo que lo propele al ring de boxeo para medirse con Julian, el semidiós parricida. Allí lo humilla, mientras Kristin Scott Thomas (“¡Como boxeador nunca fue la gran cosa!”) ve caer la última barrera que media entre ella y el policía. Muere, como vil bandolera, en el rascacielo oriental, degollada de un machetazo. Luego el hijo, descubrirá el cadáver de la madre aún caliente, le abrirá un hueco en el vientre e introducirá una mano (especie de neocrofílico fist-fucking), con un gesto que precipita a Edipo en la caverna metafísica de Lady Macbeth.
Agosto 11, 2013
No conocia de este blog tuyo hasta que lo vi en PD. Me gusta mucho. Gracias por escribrme a mi blog.
Gracias Roberto, me alegra tener un link en tu blog y a ti de lector. N.