Los «Néstor» 2012

Amour

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Amour, la película de Michael Haneke nominada al Oscar, nos pone delante, en toda su miseria, la decrepitud de dos grandes estrellas del cine francés: Emmanuelle Rivas y Jean Louis Trintignac. Sus presencias familiares logran que el drama en pantalla nos ataña de manera personal. Sufrimos por los personajes, por la pareja de George y Anna, y también por la decadencia de dos extraordinarios artistas. A veces no sabemos dónde comienza lo uno y dónde termina lo otro.

De Emmanuelle Rivas recordamos sobre todo la ‘Ella’ de Hiroshima, Mon Amour, dirigida por Alan Resnais en 1959. El retorno de la octogenaria diva marca el final de un lapso que comenzó al mismo tiempo que la Revolución Cubana y que termina ahora en la apoplejía, los pañales y la amnesia. La Revolución, para nosotros, contra el trasfondo del cine francés, es la medida de un tiempo biológico y fílmico.

La vejez misma es una Hiroshima, un cataclismo personal, la bomba que destruye un millón de vidas a cada instante, y Amour es la resnaisiana meditación sobre ese discreto genocidio. La película de Haneke podría titularse Amour, mon Hiroshima, aunque solo fuese porque esta vez es el amor quien mata, y la compasión la que precipita el desenlace.

Encerrada en un apartamento parisino, que es la consumación de todo lo que de interiorizado pueda tener la cultura clásica, rodeada de libros, alfombras persas, lámparas, cuadros y partituras, la pareja de ancianos ha sobrevivido otra conflagración: la decadencia que convirtió a París en una bella ruina. Con George y Anna (con Emmanuelle y Jean Louis) acaba un mundo: ellos representan el fin de la Nueva Ola y de la Vieja Europa. La generación a la que pertenecen fue más trágica, más realista y más estoica. Ahora la hija, encarnada por Isabelle Huppert, no es capaz de hacerse cargo ni de la madre enferma ni de la situación sin salida.

Amour es, sobre todo, un clásico ejemplo de lo que los americanos llaman un “foreign film”, es decir, una rareza cuya longura e irresolución pueden resultar completamente ajenas. La cinta procede por largos tramos de tiempo real, kiarostamiescos pasajes de extensión aparentemente ilimitada, compuestos de planos generales, estáticos y puros.

Hay también símbolos. Cuando regresan del concierto, en la primera escena, George y Anna encuentran que alguien ha tratado de forzar el llavín de la puerta. Se trata de un allanamiento, aunque después comprueban que todo está intacto y que no hubo robo. Este signo, puesto ahí, de entrada, funciona como un aviso, aunque al final la verdadera intrusa resulta ser una paloma que se cuela por la ventana.

Trintignac debe cazarla, y le tira una manta encima. La escena en que la atrapa y se arrodilla para recogerla, y trata de incorporarse, apoyándose en una banqueta, es patética y ambigua: ¿un documento de la fragilidad humana, de la capacidad dramática de un actor, un estudio en inestabilidad, o todo lo anterior resumido en un cancaneo?

Después Jean Louis pondrá una cobija sobre la cara de Emmanuelle, para asfixiarla, y entonces la vida, que es la intrusa debajo de la manta, un bulto que se deja acariciar como una paloma asustada,irrumpe momentáneamente en nuestro ámbito, antes de ser desalojada por ese último deber que es el amor.

Holy Motors

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Hace unos meses se estrenó en Los Ángeles Holy Motors, del director francés Leo Carax, y desde entonces estaba por escribir sobre el Laemmle 4-plex de Santa Mónica, donde Esther María y yo la vimos una neblinosa tarde de otoño.

Ese cine de la calle Segunda es una de las joyas de la ciudad. Parece un salita de los setenta, con sus parpadeantes bombillas, su avejentada Formica, sus pasillos feamente alfombrados, su fuente de soda y sus eclécticos afiches. La ridiculez impone reverencia, por lo que no puedo imaginar un lugar mejor para el llamado cine de culto, y especialmente para exhibir esta película de Leos Carax, que por momentos llega al colmo del peligro y la implausibilidad.

Denis Lavant es Monsieur Oscar, un personaje cuya única ocupación es “encarnar”; encarnar por el placer de encarnar, y por oficio, por obligación: probablemente alguien paga por los trabajos sucios, que duran lo que toma en resolverse una escena, o una crisis.

Monsieur Oscar es transportado de una tarea a otra, de una locación a otra en una limusina blanca conducida por una flemática asistente llamada Céline (Édith Scob). En el compartimiento trasero, Mr. Oscar se cambia y se maquilla de acuerdo a los requerimientos del próximo encargo. Recibe instrucciones de alguna oficina central que le indica el lugar, la hora y la manera en que ha de hacer su aparición, su intervención. Sin embargo, el sentido de estas gestiones no se nos hace evidente en un principio. Solo gradualmente entendemos la función de este actor superlativo, de este actor in extremis, a punto de destruirse a sí mismo en el acto de actuar.

Monsieur Oscar no es propiamente un héroe, sino un superhéroe que a veces puede ser un monigote en traje de stop-motion para una compañía de juegos de videos donde copula sobre pantalla verde con una actriz digitalizada; o puede ser un marido y padre de familia en una casa ajena; o una vieja rumana pidiendo limosnas en una esquina; o puede ser el Señor Mierda, un pordiosero que habla en un idioma bárbaro y que vive en las cloacas de París.

Es el Señor Mierda quien irrumpe en la sesión fotográfica de la supermodelo Kay M (Eva Mendes), la rapta, la arrastra hasta su guarida de las profundidades. (La sesión de fotos toma lugar en un cementerio donde las lápidas llevan el aviso Visitez mon site). La yuxtaposición de mierda y glamur, de sutileza y alcantarilla, del embrujo y la hediondez, constituyen uno de los momentos grandiosos de Holy Motors. Acto seguido, en respuesta a otra llamada, Mr. Oscar es el doble de un empleado de una empresa automotriz. Sorprenderá a su doble, se transformará en él, apropiándose de cada detalle, desde la barba hasta el uniforme, lo dogollará y luego, ya completamente indistinguible del otro, recibirá la puñalada trapera que le asesta su víctima, caerá a su lado y será el asesino duplicado en el muerto, o el muerto trocado en su propio asesino.

Holy Motors es el nombre de la flotilla de limusinas que al final de cada jornada va a dormir a un estacionamiento donde descansan decenas de otras limusinas, acarreadoras de otros tantos actores delirantes y peripatéticos. La limusina aparece en la novela Cosmópolis, de Don DeLillo, y últimamente, en el filme homónimo de David Cronenberg, y no dudo que Leos Carax conozca esas obras; pero en DeLillo se trata de una especie de cajeta o recipiente de la vampirización capitalista, el sarcófago de un Robert Pattinson escapado del crepusculo de Wall Street, mientras que en Holy Motors es un deus ex machina sobre ruedas.

3. Django se desencadena

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Django es Tarantino en su mejor forma, recuperado del fiasco de Inglorious Basterds, pero reteniendo la experiencia del cine “histórico” y de un género creado por él mismo: el cine de emancipación.

Igual que Basterds, Django es un experimento en revisionismo: allá eran judíos organizados en un pelotón de resistencia bajo las órdenes del teniente Aldo Reine, un guajiro de Tennessee; aquí es un solo negro cimarrón quien redime del oprobio a toda una raza, bajo la tutela del dentista alemán Dr. King Schultz.

La esclavitud, en versión tarantinesca, debe ser entendida cinematográficamente como un déficit de participación, o como una especie de ausentismo de los grandes episodios nacionales, y también como una carencia de representatividad (de acción, de voluntad: de Wille germano), o como una escasez de criminalidad, precisamente en el período en que la historia norteamericana estalla en una plétora de genocidas y conquistadores.

Lo que se echa de menos en estos pueblos –lo que se les echa en cara a judíos y a negros–, es la incapacidad para crear el caos en un momento marcado por el barbarismo. Lo que se les reprocha (detrás de la intención emancipativa hay un regaño metafísico) es su ineptitud para irrumpir en la Historia.

Se hacía necesario corregir esa falta, subsanar el error, y el hecho de que Quentin Tarantino lo señale, lo explore, y después lo remedie mediante la magia del cine (el liberalismo es el más eficiente programa de renormalización) resulta, como bien ha señalado Spike Lee, altamente problemático. Sin embargo, no fue Tarantino el primero en advertir lo obvio, ni en denunciarlo. El joven historiador cubano Herminio Portell-Vilá, que en 1928 recorrió el sur de los Estados Unidos en calidad de observador, se maravillaba ya de la existencia del “nigger”, una categoría social y racial desconocida a los cubanos, precisamente por haber contado el negro, entre nosotros, con hazañas propias y un lugar exaltado en el imaginario nacional.

El proyecto de Tarantino equivale a una reversión histórica, lo cual resulta completamente natural a una generación de creadores habituada a retocar en Photoshop los detalles inoportunos. El cineasta americano, en tanto outsider de cualquier cultura, puede darse el lujo de añadir sangre y músculo donde no los hay, sin sentirse involucrado realmente en la operación. Así Tarantino vuelve a colocar al austríaco Christoph Waltz, ahora en el papel del dentista Dr. King (Martin Luther en casting reverso), quien a su vez adquiere al esclavo Django y lo hace su compañero de aventuras. Serán buscadores de recompensas y de princesas africanas con nombres teutones, cautivas de los blancos esclavistas en lejanas plantaciones del profundo Sur. No hace falta decir que estamos en el territorio de Old Shatterhand (otro cowboy alemán) y de su fiel compañero Winnetou. Django Unchained es el moderno refrito de Karl May.

Algún crítico ha creído ver en Django la reminiscencia del mito de Sigfrido y Brunilda, pero semejante teoría desatiende la rica tradición germana de Los Ángeles y el legado teutón de una ciudad que en algún momento fue la Weimar del Pacífico. Los Ángeles es la segunda patria de Bertold Brecht, de Thomas y Heinrich Mann, de Billy Wilder, Richard Neutra y Arnold Schönberg, de Ernst Lubitsch y del enigmático Conrad Veidt, el Cesar de El gabinete del doctor Caligari y más tarde el capitán Strasser en Casablanca. El cine angelino es, en alguna medida, alemán, y la negra Broomhilde Von Shaft es el último engendro de ese sincretismo.

Como de costumbre, en este filme de Tarantino reaparecen fantasmas del pasado: Don Johnson de la serie televisiva Vicio de Miami, y Franco Nero, el icónico vaquero lombardo, representante de una escuela de películas del Oeste que Tarantino cita, ambos en caracterizaciones magistrales que los levantan de sus tumbas y los devuelven a un primerísimo plano. Leonardo di Caprio, otra vez ignorado por la Academia, en el papel de Calvin Candy, se roba la película. Todo lo que falla en Inglorious Basterds es un éxito en Django.

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