En contraste con la modorra de Fernando Pérez, aparece esta obra provocadora, rebosante de salud y mala leche. La sangre que no vemos, la sangre cubana derramada, surge, por fin, en Juan de los Muertos con una explosión orgiástica: veinte mil galones de anilina y ketchup rociados en pantalla. El castrismo sangriento y la modorra cubana son los cables de los que pende nuestra primera película de muertos vivos.
Es cierto que los zombis habían aparecido en Cuba con anterioridad: eran el zapatero, el bailarín, el orate y la vendedora de maní de Suite Habana. Debido al efecto “fernandoperezoso”, que drena la vitalidad y lobotomiza los instintos, los zombies de Madagascar, o de La vida es silbar, no fueron fichados inmediatamente. La zombificación ciudadana de aquellas cintas culminaría en la imbecilización patriótica de El ojo del canario.
Se hacía necesario romperle la crisma a toda esa gente, había que clavarle una estaca en el corazón para que por fin gritara, gusaneara, se retorciera y vomitara la rabia. Se requerían los servicios de un joven cazafantasmas, uno capaz de desafiar el peligro. Era un trabajo a la medida de Alejandro Brugués.
Socialismo + Muerte = zombi
Los amantes del cine cubano esperaban que nuestra próxima obra maestra fuera otra Memorias del subdesarrollo; o, por lo menos, una secuela de Lucía, con Raquel Revuelta vagando en las ruinas del trapiche y un chivato disidente que la traicionara. Pero las claves nacionales han cambiado y el cine nos entrega un nuevo tipo de masterpiece. Primero fue Memorias del desarrollo, la historia de un sonámbulo que termina sus días en una estación espacial de Utah, empatado con una mormona, y ahora, una comedia costumbrista situada en el más allá, heredera no del cine cubano, sino del cubanoamericano: de George C. Romero.
Juan de los Muertos tiene también mucho de Cazafantasmas, pero lo que nuestros cazadores rematan son las ilusiones de un proyecto social fallido. He aquí la muerte del pueblo como protagonista, de su Historia, de sus películas. Tendremos que buscarnos otros héroes, otros actores, pues a partir de Juan de los Muertos, la “masa” queda descalificada para asumir el papel de conductora de la sociedad.
La misma “masa” –parece querer decirnos Brugués– contagia. Una manera alternativa de concebir la epidemia zombi sería como masificación, es decir: como socialismo. El igualitarismo que nos emparejó en la miseria ahora nos ha igualado en la enfermedad y la decrepitud.
Juan de los Muertos no se ocupa de rastrear los orígenes del mal, aunque sugerirá la existencia de un papá Zombi, o Gran-Muerto-Vivo, que, con su sola presencia, con su anómala sobrevivencia, provoca la calamidad nacional. La cacería de difuntos es solo una solución parcial al problema mayor. Mientras no logremos enterrar el asta de la bandera en el corazón del “indifunto”, todo seguirá igual. Se rumora que Brugués concibió una réplica del yate Granma como vehículo de escape en la escena final, pero con eso solo hubiera conseguido explicar lo obvio.
Catauro de fidelismos
La película saca a la luz otro aspecto terrible de la Cuba actual: el empocilgamiento lingüístico. Juan de los Muertos es de una procacidad tal, que los traductores de subtítulos se ven en aprietos a la hora de verter al inglés frases como: “¡Sacaron el pan con pinga y se acabó el pan!”, o de negociar el repetido uso del rechinante “¡Maricón!”, que a veces está traducido como “¡Faggot!”, y otras veces como “¡Bastard!”
Si es verdad que los demonios se expresan en cochinadas, entonces es natural que el guión de Juan de los Muertos sea una cloaca. El idioma del cubano se ha demonizado: Cuba es una Linda Blair que retuerce el pescuezo y echa pestes por la boca. La película de Brugués viene a confirmar la necesidad urgente de un exorcismo nacional.
Con la revolución castrista entraron en nuestro catauro las palabras “escoria”, “gusano” y “mariconzón”, entre otras lindezas, mientras que los términos “libertad” y “disidencia” se convirtieron en gazapos, en malas palabras. El castrismo opera a nivel de lenguaje su transvaloración de valores: Juan de los Muertos insiste en que la sociedad actual está necesitada de una profunda limpieza.
La condición zombi
Los estereotípicos integrantes del pelotón cazafantasmas son un corte longitudinal de la sociedad raulista: el jinetero, el travesti, el sonador, el negrazo, el bisnero, la puta y el pionero. Sobre sus hombros pesa la colosal tarea de detener las huestes de posesos. Una sociedad desarmada ante un enemigo omnipotente hará del remo un arma, de la desidia una bomba y de la impiedad una coraza. La insolidaridad y la fatiga los une, no un propósito definido. Son, como ha dicho Alejandro Ríos, cuentapropistas del horror.
El reparto incluye al excelente Jorge Molina (Utopía) en el papel de Lázaro, y a un muy efectivo Jazz Vilá como La China. La actuación mecánica y el estilo recitativo a que nos acostumbró el ICAIC quedan superados aquí. Por la vía de la hipérbole, el cine cubano ha conseguido, por fin, un extraño realismo, una cierta desenvoltura en lo fantástico. Brugués logra convencernos de una situación extrema y arriba a la verosimilitud circunvalando el victimismo.
Alexis Díaz de Villegas, en el protagónico, merece mención aparte. Con su cara de chivo y su demencia contagiosa, Alexis encarna como nadie la condición zombi. Luego de varios traspiés en una desigual carrera (Entre ciclones, Kangamba), Díaz de Villegas consigue por fin el rol que lo define (casi llego a decir “que lo inmortaliza”, pero eso significaría caer en el escalafón de los muertos vivos). Su inolvidable Juan pasará a la historia del cine cubano como el reverso de Sergio Corrieri en Memorias, un anti-galán para los tiempos del desamor, un despojo humano que sobrevivió “al Mariel, a Angola, y a esta cosa que vino después”, solo para encontrarse metido en una crisis mayor; solo para encontrarse con la Cuba del survivalismo puro y duro. Sólo para encontrarse con el infierno de los otros.
Marzo 24, 2012