Un día de enero de 1889, Federico Nietzsche salió de la casa de huéspedes donde se alojaba, en el número 6 de la calle Carlo Alberto, en Turín, e inició su habitual recorrido por la ciudad. El escritor Karl Strecker, que visitó al filósofo por esa época, ha dejado una descripción de la calle: “…es larga, pero no ancha, ensombrecida por edificios altos, todos iguales… es una cañada melancólica y desconsoladoramente profunda… la vía es tan monótona como el interior de una llanta.”
En una carta a su amigo Peter Gast, fechada unos días antes de sufrir la catarsis, (diagnóstico: demencia sifilítica), Nietzsche alaba los puestos de fruta de la plaza aledaña, y las “espléndidas uvas” que una “señora de las sierras” consigue especialmente para él. Es probable que otro vendedor ambulante condujera el carretón tirado por una yegua con que el filósofo topó en su último paseo. La escena ha quedado registrada por la literatura: el carretonero azota a la yegua, y Nietzsche se abraza llorando al cuello del animal.
La película El caballo de Turín, del director húngaro Béla Tarr, retoma la historia en el momento en que el campesino regresa a su casa de piedra en la llanura. Hay un establo con portones de madera y un pozo con un brocal. La hija viene a ayudarlo. Entre ambos desenganchan el coche, remueven la lanza y los arreos, y conducen la yegua hacia la talanquera.
Fuera del establo bate el viento inmisericorde. Quizás la misericordia sea el argumento de esta película y el viento represente la piedad más elemental, aquella que cantó Zaratustra. Quizás El caballo de Turín exprese la fuerza de lo recurrente, el pulso violento del existir: la Voluntad de Poder, ciega e irresistible, se presenta aquí como una fatalidad.
Béla Tarr insiste, con empecinamiento bestial, en las contingencias de los seis días que sucedieron al episodio de Turín. Vemos al campesino y a su hija desenganchar la yegua y conducirla al establo. Una y otra vez los vemos luchar contra el viento de enero, y vemos la misma ración de pienso, el mismo tonel, el mismo pozo, el mismo carretón. Vemos el cambio de ropa del labriego, asistido por la hija, en una especie de silencioso ritual. Las botas arrancadas, los pantalones removidos, los camisones cambiados, el brazo muerto del padre que entra en la manga de la misma casaca.
En el fogón, el mismo cacharro para cocer las papas, que salen hirviendo y son arrojadas a los platos de abedul. Las manos arrancan las cáscaras, los dedos ardientes llevan grumos a la boca. De trasfondo, las mismas paredes, el mismo postigo, las mismas camas revueltas. El humo vela la estancia. Por último, la copa de aguardiente y, después, el sueño. Todo esto repetido exactamente, o casi exactamente, seis veces, seis días, en treinta tomas divinas, inacabables e insoportables. Todo en blanco y negro, con el ulular del viento como único acompañamiento.
A veces llega alguien. Un vecino que viene a comprar aguardiente y que expresa, de la manera más funesta, el nihilismo del director: “En mis primeras películas partí de una sensibilidad social, quería cambiar el mundo. Después tuve que entender que los problemas son más complicados. Ahora solo puedo decir que es todo muy duro, que yo no sé qué es lo que viene, aunque percibo que está muy cerca. El fin. Antes de comenzar la filmación, sabía que este sería mi último filme.”
El hombre del rancho vecino baja un buche de alcohol y suelta un discurso: “Dios es el culpable. No es que no exista o que haya muerto, sino que es culpable”. El cine de Béla Tarr es cruel, violento, peligroso. El campesino entrega el aguardiente a cambio de unas monedas y descarta los argumentos del otro. Dos días después llegan los gitanos. Quieren robar agua del pozo y son perseguidos por el carretonero y su hija. Una vieja cíngara se les ríe en la cara y les entrega un libro. Es la Anti-Biblia. La hija lee un pasaje del libro en la oscuridad.
Entonces, el pozo se seca y la yegua cae enferma. Padre e hija intentan escapar, echan cosas en el carro –un baúl, un retrato, aguja e hilo– y remontan el camino. Pero tienen que regresar. Después, la luz se apaga. Por mucho que insisten, las lámparas no responden, el hogar queda en tinieblas. Hay una larga escena de oscuro total. Hemos arribado al sexto día. Nietzsche está en todas partes, y en ninguna. La película es la imposible respuesta a la pregunta: “¿Qué pasó con el caballo?”
Marzo 20, 2012