Texas, París: en busca del cine perdido

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En The Tree of Life, Terrence Malick se remonta al Big Bang para narrar la saga de una familia nuclear en Waco, Texas, circa 1950. Quizás la época de la que trata, y que el director reconstruye meticulosamente, nos resulte hoy aún más extraña que el Mioceno. Quizás América y su edad de oro hayan sucumbido al impacto de un meteorito; tal vez nos extinguimos y no lo sabemos. Y es posible que al entrar a ese museo etnológico que es el cine, a medirnos contra las armaduras del mundo posmoderno, nos demos cuenta de que éramos mucho más pequeños y vulnerables de lo que creíamos.

Las tan comentadas imágenes digitales en The Tree of Life son las metáforas de una pérdida. Hay un velocirráptor que le planta la pata encima a un pequeño tapir, lo observa, duda un instante y se pierde en las brumas. El lecho del río prehistórico donde ocurre la escena está bañado por la luz sobrenatural de los efectos digitales y, aunque hay quienes lamentan la intromisión del iguanodonte en la tragedia americana, es indudable que la sobrenaturaleza ya es parte de nuestro medio ambiente.

Mientras tanto, en la remota Waco, Mr. O’Brien (Brad Pitt) encarna al padre que parió a un Sean Penn (en el papel de Jack adulto). ¿Cómo pudo América, después de ser el Paraíso de los trabajadores, irse a la mierda en apenas cinco décadas? Pero los americanos feos, cuando chiquitos, siguen siendo un regalo a la cámara, y Terrence Malick retrata el trío de niños más adorable de un año cinematográficamente estéril. Son los hermanos O’Brien: Jack, R.L. y Steve, chicos sanos, fuertes, rectos, criados entre árboles frondosos y buenos vecinos, y el ocasional carro de fumigación que pasará por sus vidas (con apolítica humareda) sin saber que pasaba.

Un hijo crece y luego muere a los diecinueve años en alguna conflagración que pudo llamarse Viet Nam o tal vez Cambodia, parajes que parecerán exóticos hasta que las olas migratorias postbellum los arrojen en nuestras playas. El Waco que antes fuera “Hueco”, enclave español transformado en municipio gringo, el lugar donde Janet Reno envió a la hoguera a un pelotón de niños de la secta Branch Davidian, es el mismo donde nació Malick y al que regresa ahora en ruminaciones líricas.

Los diálogos sobran en el reino de Mnemosina, o son reemplazados por el monólogo interior. La película se toma las atribuciones de una monstruosa conciencia nacional de la que Pitt fuera el Superyó y Penn el Ello. La madre es Mrs. O’Brien (Jessica Chastain), dibujada con la maestría de un Whistler cruzado con Rockwell. El joven padre saca la quijada mientras toca a Bach en el órgano de la iglesia. Exige respeto, mantiene la casa, boxea con los niños y los educa con realismo espartano, que en la película es la metáfora de un cadáver joven sobre un escudo.

The Tree of Life es una tocata y también una fuga. Es una obra escapista y musical que contiene algunos de los pasajes más lúcidos y delicadamente evocativos (de la niñez, de la caída en el tiempo) que haya producido Hollywood. Es una meditación sobre lo que en inglés se denomina growing pains. Y el dolor de crecer nunca termina para el árbol de la vida.

Paris for Dummies

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Supongo que, más por deferencia hacia el director que por otra cosa, los críticos le tiraron la toalla a Medianoche en París, una película idiota que marca el final de una carrera.

Vuelvo a ver Bananas y Sleeper cada vez que puedo, y también esa pieza subliminal e inclasificable, que tal vez sea una obra maestra: Todo lo que siempre quiso saber sobre del sexo pero no se atrevió a preguntar. Ya Hanna y sus hermanas no me interesa tanto, pero Bullets over Broadway sigue fascinándome. Hace casi treinta años, en la galería Hyperspace de South Beach, descubrí a Woody Allen gracias al difunto Víctor Fariñas, artista y empresario, y al grupo de actores del programa Miami Vice que iba allí a fumar mariguana y a soltar risotadas frente a un televisor gigante.

Para mí Woody es “los giggles”. Recuerdo la escena de la fiesta de Sleeper en que el robot encargado de pasar una bola alucinógena entre los invitados le da tantas vueltas que él mismo coge tremenda nota. Dando tumbos entre feministas, hipócritas y diletantes, el robot termina pasándose de chutzpa.

El humor de esas escenas ha sucumbido hoy a la politización. Es como si el virus liberal idiotizara hasta a los filósofos, convirtiéndolos en papagayos de la propaganda socialista. No hay nada más humillante que escuchar una consigna en labios de un genio. Prefiero la prosopopeya barata, el humor de Catskills, el pujo de bar mitzvah y la duda sistemática del Allen discípulo de Groucho, a la irritante certeza de quien pretende inculcarnos el credo de lo políticamente correcto.

Medianoche en París parece ser una excusa, y sólo una excusa, para hacernos odiar a una pareja de reaccionarios republicanos seguidores del Tea Party. Son los acaudalados padres de Inez, la boba ricachona (Rachel McAdams) a punto de casarse con Gil (Owen Wilson), un guionista de Hollywood que compone una novela en sus ratos libres. El terrible dilema de la parejita consiste en decidir si irse a vivir a la mansión de Malibú, como sueña Inez, o residir en París para la eternidad. Con tales lindezas Woody nos actualiza sobre el estado del mundo.

Mientras Inez escapa con Paul (Michel Sheen), otro gringo majadero de paso por Lutecia, Gil, aburrido, sale a dar un paseo nocturno por Montmartre. En una esquina, al toque de medianoche, aparece un fotingo mágico que transporta nada menos que a Scott y Zelda Fitzgerald. Ya aparecerán Hemingway y Gertrude Stein, T. S. Eliot y Picasso. Estamos en los años veinte, cuando París era una fiesta, o más bien una fiesta rodante (a movable feast), de la que el vehículo cinematográfico es la imagen literal.

Huyendo del filisteísmo moderno, Gil va a caer en una época expurgada de reaccionarios y editada a conveniencia de la política bufa. El escritor ni siquiera advierte que comparte un taxi con Eliot, el antisemita, y que Ezra Pound, el alma fascista de los expatriados, no debió andar muy lejos. La nostalgia hollywoodense tiene un efecto exorcizante.

De los artistas resucitados, el Dalí de Adrian Brody y el Hemingway de Corey Stoll me parecen estupendos. En cuanto a Owen Wilson, aún con su acento tejano, su nariz jorobada y su verídico intento de cortarse las venas, jamás podrá calzar los Birkenstock de Miles Monroe, el progresista orwelliano que (en Sleeper) cayó por el hueco del porvenir.

June 23, 2011

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