Para llegar a Hollywood

SunsetBoulevardWilliamHolden

En mi reseña de Million Dollar Baby, aparecida hace tres años en estas mismas páginas, y cuyo título pretendía traslucir mi adicción y desdén por el cine americano (Basura trascendente, abril 12, 2005), adelantaba la tesis de que Hollywood  –o más bien la comarca del mismo nombre– es un pueblo fantasma.

Decir que Hollywood está en todas partes y en ninguna es decir poco; que cuando arribamos a Los Ángeles esperando encontrarnos con los famosos estudios, los cines glamurosos, unos clichés reconocibles –y tal vez, ¿por qué no?, hasta una estrella–, nos topamos con la nada. Hollywood nos juega cabeza.

¡Si al menos las huellas de Humphrey Bogart sobre el cemento del Mann’s Chinesse Theater encerraran algún misterio! ¡Si las líneas de las manos marcadas en el piso revelaran un destino! Pero nada. Sacrobosco, la jungla donde viven las deidades, es un perfecto vacío. Un no-lugar.

Es cierto que a veces los dioses celebran festivales, y que cada primavera, sobre una alfombra roja, se inclinan ante un rebaño de oro. Esas son sus, así llamadas, apariciones. Y allá vamos todos, en turba, a las gradas: cuarenta millones de ojos fijos en Leonardo DiCaprio, lo que nunca soñó ni el Zeus Agoraeus.

Hollywood inventó la palabra “sighting” para designar un atisbo –primero de Elvis, después, de cualquier estrella. “Ver y ser visto” es la gestalt hollywoodense. Pero antes de aparecérsenos, Hollywood deberá estar lista para su famoso close-up.

Nunca vemos a Hollywood porque en esta gigantesca conejera dispersa por un valle de lágrimas viven los debutantes y los eternos recién llegados; y pared con pared, una legión de editores, escenógrafos, costureras, electricistas, chóferes, camareros, maquillistas y luminotécnicos que aguardan, como escarabajos, por la bolita de estiércol que la vaca sagrada expulsa periódicamente. Sin embargo, Hollywood sólo se hará visible cuando ellos se hayan eclipsado.

Las páginas que comienzo a escribir hoy son el trabajo sucio que Hollywood me ofrece. Como William Holden en Sunset Boulevard, me resistí a servir a una vieja venida a menos y terminé siendo lacayo de otra. Mi Norma Desmond es la Revolución Cubana. Para ella seré como un espejo colocado en el fondo de una piscina al que apuntara una cámara: flotaré bocabajo y hablaré desde un más allá fuera de foco.

¡Que bajen las luces y comience la próxima tanda! ¿A quién le importa el desenlace de una historia que empieza por el final? Billy Wilder me enseñó el truco de una crítica que contiene su propia película, y a su espíritu de contradicción encomiendo mi alma.

Diciembre 22, 2008

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