Carlos, del director francés Olivier Assayas, es un magistral ensayo cinematográfico sobre la vida y milagros del terrorista venezolano Ilich Ramírez Sánchez. Antes de comentarla, sin entrar de en muchos detalles, debo advertir que sus cinco horas y media abarcan cuatro continentes, dos décadas y siete idiomas. Se trata de un gran espectáculo que lo mismo puede verse como largometraje que como miniserie. Después de causar revuelo en Cannes, se estrenó en octubre en el Sundance Channel, y ahora en el Egyptian Theater de la Cinemateca de Los Ángeles.
Modestamente, me atrevería a ponerle un pequeño reparo: igual que la televisión nos hace lucir más gordos, el cine tiende a hacernos lucir más inocentes, y creo que Assayas debió exagerar la fealdad del matón a fin de obtener un retrato moral aproximado.
Pues, sucede que Carlos “El Chacal”, el famoso sociópata de la guerrilla urbana de los años 70, parece encontrarse a gusto en el pellejo del actor Edgar Ramírez, una estrella de culebrones venezolanos (Edgar es el Paz de The Bourne Identity y el Ciro Redondo de Che, de Steven Sorderbergh). La pancita sabrosa, los ojos claros, la melena riza, las facciones andinas: aún cuando el filme tenga todas las trazas de un cautionary tale, es imposible no admirar al bello asesino, o mirarlo gozar a sus mujeres sin asentir socarronamente.
¿Cómo empezó la matazón “carlista”? ¿Hay un punto cero de la violencia política que pueda identificarse con un hecho concreto? Pienso que, para Latinoamérica, ese hecho es el bogotazo; que para nosotros 1948 fue 1984, el año en que Fidel Castro invirtió los valores: la paz es la guerra, la verdad es la mentira… Una célebre frase del viejo pistolero pudiera servir de colofón a esta película: “Aquellos que ayer murieron como gángsteres hoy serían considerados héroes».
La vida de Carlos “El Chacal” es una larga serie de bogotazos. El deseo del Che de crear “dos, tres, muchos Viet Nam” se cumplió a nivel personal con la creación de asesinos en serie. Como un “niño de Brasil”, Fidel se clonó en sus mercenarios (lo que Norberto Fuentes llama “dulces guerreros cubanos”), y hoy se perpetúa en los presidentes latinoamericanos, en Funes, en Mujica, en Ortega y en Chávez. No está de más decir (porque no queda claro en la película) que Carlos es un producto del castrismo, que fue entrenado por el DGI, que sus carnicerías desembocan en el despacho de Barbarroja.
Revisitar los 70 produce otras incómodas revelaciones. Los saboteadores están reunidos en un apartamento parisino, acaban de poner una bomba o se disponen a volar un avión de pasajeros israelí –no recuerdo bien– y, por pasar el rato y aliviar la tensión, escuchan en una grabadora Yolanda, de Silvio Rodríguez y Pablito Milanés. (Ya quisiera ver una escena donde Posada Carriles, en un hotel de Caracas, acaricie una cartucho de nitroglicerina mientras suene La gloria eres tú de Olga Guillot en el tocadiscos).
La balada romántica consigue que el espectador tome distancia del crimen, y es importante notarlo porque esa distancia, ese Verfremdungseffekt musical, afectó en los 70 a toda una generación de latinoamericanos enamorados de Cuba. A nivel subliminal, la música (a un tiempo comprometida y simpática) le sugiere, y casi le permite, “entender” a los malhechores.
Pablito y Silvio aparecen aquí como lo que son: cómplices del terrorismo. Es cierto que últimamente Pablo Milanés se resiste a cantar la Canción de la unidad latinoamericana ante el público de agitadores jubilados que (sin acabar de entender que todo trovador es un farsante) todavía lo sigue por el mundo, pero Carlos nos recuerda que no fueron sus himnos de combate, sino sus canciones de amor las que acompañaron el derramamiento de sangre. (¿Cobrarán derechos de autor Pablito y Silvio por el uso de Yolanda en esa secuencia incriminadora?)
Por otro lado, comprobamos que la lucha de clases muy rara vez toma lugar en las trincheras, sino mayormente en oficinas, en casas de protocolo, en ministerios y en hoteles. Esas estructuras, por su misma solidez filistea, son esenciales a la representación del poder, y están filmadas por dentro y por fuera, con gran acierto, por los fotógrafos Yorick Le Saux y Denis Lenoir.
Pareciera que todo el esfuerzo de un terrorista estuviese encaminado a usurpar el lugar de los privilegiados, como si el objetivo último de una revolución fuese el asalto de ciertas locaciones. Por absurdo que parezca, los gángsteres son niños grandes jugando al Monopolio, con la diferencia de que en todo momento arriesgan ir a la cárcel sin pasar por el banco. El atraco, el estupro y la extorsión adelantan la causa del proletariado. Recomiendo ver, después de Carlos, la farsa de terroristas Madre Küsters va al cielo, de Rainer Werner Fassbinder.
Carlos muestra descarnadamente la dimensión humana de la clandestinidad, lo que ocurre lejos de las miradas del público, en la cama y en la mesa de negociaciones, y estudia la vida doméstica, platónica, de un asesino. Es una especie de telenovela ejemplar, pues nos advierte que la línea divisoria entre un venezolano que cumple cadena perpetua en la prisión de Clairvaux y otro que conspira desde Miraflores, es muy tenue.
Se sabe que Ilich Ramírez Sánchez tomó su nombre de guerra en honor de Carlos Andrés Pérez, el presidente venezolano que nacionalizó el petróleo y que llegó a ser el arquetipo del playboy miraflorino. En ese sentido, Carlos –que como estudio de época es irreprochable– es también una máquina del tiempo que nos permite regresar al pasado y observar la génesis del chavismo. El reverendo Pat Robertson sugirió eliminar a Chávez –y todo el mundo puso el grito en el cielo–, pero ahora sabemos que para salir de Hugo primero había que despachar a Carlos Andrés: el círculo vicioso de la historia latinoamericana termina siempre en la paradoja.
Por último: es evidente que la película de Olivier Assayas toma la distancia ideal desde donde el terrorismo puede verse como lo que Karlheinz Stockhausen llamó “una obra de arte mefistofélica”. Por suerte, las revoluciones no sólo son hipócritas y aburridas, sino deliciosamente sórdidas: los ojos y los testículos de Abel resuenan en la Historia del ojo de George Bataille; y la historia de celos, delación y muerte de la masacre de Humbold 7, en Los ciento veinte días de Sodoma. Assayas explora el papel del sadismo en tanto influencia cultural de los “Años de plomo”, y lo hace como sólo un intelectual francés puede hacerlo.
Los franceses, especialmente, entienden la seducción del crimen: el Marqués de Sade despojó de adornos los compromisos revolucionarios y entendió la tortura como la política de los libertinos. Esa idea nos permite enfrentamos a la escena en que Carlos le explica a la bandolera alemana Magdalena Kopp (Nora von Waldstätten) la diferencia que hay entre jugar a la revolución y enredarse con ella.
La carne de la cadavérica Von Waldstätten tiembla y reluce bajo el objetivo gran angular; las tetas asustadas asoman por las solapas de seda; sus ojos rasgados y zarcos nos recuerdan por qué los romanos llamaban “bárbaros” a estos allemani. La dominatriz finge ser dominada. Primero la preñan y después la abandonan. Pronto caerá el Muro de Berlín, Carlos irá a la cárcel y Erich Honecker morirá en su cama (o más bien en la cama de Salvador Allende), pero en ese momento, Magdalena deja que un sudaca llamado Ilich siga creyendo que puede darle leccioncitas a quienes inventaron el materialismo histórico.
Al final, la vieja Europa sale airosa del encontronazo con el Terror; Latinoamérica continúa encubriendo uno, dos, muchos chacales bajo el pellejo de la democracia. Los actores del reparto pasan, junto a Olivier Assayas, a la historia del gran cine de acción: Julia Hummer en el papel de Gabriele Kröcher-Tiedemann, la compañera Nada; el magnífico Alexander Scheer como Johannes Weinrich, vicioso patriarca de las Revolutionarë Zellen; y Chistopher Bach, que encarna a Hans-Joachim Klein alias Angie, el guevarista sentimental.
En cuanto a Edgar Ramírez, sólo le resta iniciar un culto y recoger un Oscar, que es lo que haría Ilich Ramírez Sánchez si el destino del mundo estuviera en manos de Hollywood.
Octubre 22, 2010