Por “experimentación”, los cineastas americanos han entendido muchas veces “lo grotesco” y “lo macabro”. (Los auténticos experimentadores americanos son, generalmente, extranjeros: Lang, Hitchcock, Wilder, Polanski). Quizás sea ésta otra ambivalencia de aquel Romanticismo que buscó límites en la experiencia del horror. Frankenstein no sólo era un experimento, sino el apoteósico fracaso de lo experimental.
Así mirado, El cisne negro, de Darren Aronofsky, podría ficharse de cine americano experimental, y al mismo tiempo, de película de horror, una especie de Novia de Chucky para balletómanos. Deploro descubrir el dato que revela, de entrada, la trama de la película.
Quien vaya a ver un ballet clásico con Natalie Portman en el papel de Odette-Odile, saldrá desilusionado. Quien crea que se enfrentará con lo maravilloso ruso, debe saber que se trata de puro gótico urbano, de un Chaikovski en éxtasis. El libreto original ha sido destilado en un laboratorio clandestino de fabricar anfetaminas e inyectado después en las venas de Hollywood.
Aronofsky superpone las reglas de un arte masoquista sobre el cuerpo famélico de una estrella de Lista “A” (Isis Wirth nos enseña que el canon baletístico se estableció en el reinado de Louis XIV, que el despotismo le viene de cuna). La disciplina rococó aplicada a lo célebre, hace sufrir, gritar y luchar a brazo partido por esos quince minutos de fama que muchas veces resultan ser una tortura.
Porque Natalie Portman es demasiado joven, y tal vez demasiado inmadura para el papel de Cisne, su registro emocional no toca los abismos de lo erótico, su Eros no alza vuelo. Vincent Cassel, en el papel del coreógrafo Thomas Leroy, debe asumir entonces la función del sadista, del tirano que abusa de su cuerpo de baile, y especialmente de la mente de Nina Sayers (Portman), a la que vuelve un guiñapo humano y deja lista para el diván del siquiatra.
No es difícil columbrar que esta fantasía fílmica nos entrega, entre líneas, las claves de lo que pudo haber sido un reality show más allá de las cámaras. Es Darren Aronofsky quien zarandea el espíritu de Portman, quien lo juzga y lo humilla. Su papel es el del verdugo general de la salvajada que hoy llamamos “cine”.
El canalla percibe incluso una gota de locura (el deseo de ser la más grande, la más bella, la Assoluta) en el fondo del alma inocente. Como un pájaro negro que vuela sobre el espejo de un lago (la película está llena de espejismos, gracias a la prodigiosa cinematografía de Matthew Libatique), Leroy busca esa cosa brutal, subcutánea o subacuática, que transmuta lo blanco en negro, y lo negro en noir. Aronofky seduce, embruja, y por momentos hace reír a carcajadas (en el cine Laemmle de Pasadena la gente no paraba de burlarse) por lo vulgar de ciertos pasajes. Entre otras emociones, El cisne negro nos obliga a sentir vergüenza ajena.
Este es el filme de Aronofsky metamorfoseado: El cisne negro es su apoteosis. Es una película patética que ha recibido cinco estrellas de los críticos, porque se sabe que, como el patito feo, nació para el culto. Toda la crueldad implícita en su obra anterior, toda la brutalidad reprimida, baila aquí en puntas. También es la continuación lógica de una carrera dedicada al estudio de la mortificación, de la automutilación y –si queremos ponernos científicos– de la Auto-lesión Deliberada (DSH, en sus siglas en inglés), categoría siquiátrica ilustrada por Diego Gambetta en el libro Códigos del Inframundo.
Se trata, explica el sociólogo italiano, de códigos de comunicación entre practicantes de atrocidades: heroinómanos, pastilleros, adictos al crack o a la rinoplastia. Un criminal se tatúa en la frente: “Escupiré sobre mi tumba”, como mismo Nina Sayers lleva rayado, figurativamente, en el hombro: “Mamita, te odio”. Ella es el símbolo de un cuerpo de ballerinas atormentado por madres ambiciosas; niñas obligadas por maestros de baile a sustentar una misma posición durante horas, a pararse sobre dedos dormidos, a padecer, en fin, por una ficción.
Después la niña va y se lesiona a solas, en su habitación repleta de ositos de peluche y Giselles de cuerda. Cuando crezca, será incapaz de un orgasmo, porque el orgasmo sólo viene (le asegura la Madre) la noche del estreno, la noche del éxito, la noche en que por fin usurpe el lugar de la Plisetskaya, de la Alonso, o en su caso, de Beth Macintyre (una deprimente Winona Ryder).
La Madre, que no sale de su nocturno perímetro en el Upper West Side, es Barbara Hershey, la misma Barbara, pero más vieja, de Woody Allen en Hanna and Her Sisters. Como Mickey Rourke en El Luchador, Barbara ha sufrido una transformación metafísica en forma de cirugía extrema que la vuelve prácticamente irreconocible. Los dentistas de Manhattan, esos nuevos siquiatras (y ¿no era ya Steve Martin, en Little Shop of Horrors, un “dentisquiatra”?) le han atornillado dientes nuevos, dientes de caballo. Una cara mutilada en la realidad viene a ser la nueva careta de Hollywood, y también la faz de Natalie Portman en fast forward.
En la que se vislumbra como la más pretenciosa, la más ácida, la más espectacular y, tal vez, la más fuerte pretendiente al Oscar de entre todas las película del director Darren Aronofsky, la misma fuerza de lo oscuro nos obliga a tragarnos la lengua y a preguntarnos sardónicamente: ¿qué es el Bien, qué es el Mal? ¿Qué es una película mala y qué una buena? ¿Dónde termina el simulacro y comienza el reparto de estatuillas? Pero sobre todo, a indagar si existe en las honduras del séptimo arte alguna diferencia entre Piotr Ilich Chaikovski y Orin Scrivello, odontólogo.
Diciembre 18, 2010